“Después de la tormenta… vienen más enredos.”
Poco a poco, las aguas
volvieron a su cauce. Don Antonio, Don Mario y Don Federico fueron llevados al
hospital; no tenían gran cosa, fue más la bulla que el daño causado… pero allí
pasaron la noche, bien atendidos y descansados. Los niños fueron acostados y
los músicos, junto con el resto de los invitados, se marcharon. El desorden de
la casa fue levantado y, antes de que cantaran los gallos… ¡todo el mundo
estaba soñando!
Lola abrió los ojos; el
primer pensamiento que vino a su mente fue el susto que se llevó cuando vio a
Antonio tirado en el piso. Lo creyó muerto y, con ello, los latidos de su
corazón se paralizaron. La angustia volvió a posesionarse de ella: ¿y si era un
aviso del destino para que a él no se acercara, porque, de lo contrario, se lo
arrebataba? ¿Sería verdad eso del hechizo de que todo hombre que a ella amara…
moriría sin que a la muerte burlara?
Por su mente pasaron
muchos recuerdos. Se acordó del momento en que lo conoció y cómo de él,
perdidamente, se enamoró. También recordó cuando él de su lado se apartó; de
sus matrimonios con Juan y Fernando, y de cómo —algunas veces—, estando con
ellos… en Antonio pensó. Su corazón se puso chiquito, literalmente se encogió.
Este fue el inicio de una triste historia que mal final vio.
Con mucho desgano se
vistió y se dirigió al cuarto de sus hijos. Entró primero al de los varones:
estaban profundamente dormidos; uno a uno los arropó y besó. En el cuarto de
las niñas, las cosas no eran diferentes; quitó lazos, flores de las cabecitas y
también zapatillas. Cuando fue a arropar a Anita, se sorprendió al encontrarla
despierta. Se sentó junto a ella y le acomodó —en la almohada— su cabecita.
—Mami, me gustó mucho tu
fiesta, fue más divertida que la piñata que le hiciste a Carolina Isabel.
Cuando sea mi cumpleaños invita a tus amigos, me parecen muy divertidos… ¡cómo
he jugado y he reído! —dijo la niña con una sonrisa casi perdida en un gran bostezo;
dándose media vuelta, quedó dormida.
Lola salió de la
habitación con un amargo sabor en la boca. Se sentó en el rellano de la
escalera, tapando su rostro con las manos para ahogar el llanto. No podía
quitarse de la mente la imagen de su amado, pálido e inerte. Lola entraba en
depresión, una tan grande que la encaminaba a la muerte.
Como pudo, se puso de pie
y siguió escaleras abajo hasta la cocina. Desde allí, por una de las grandes
ventanas, divisó a su madre y hermanas; también a su madrina —Doña Matilde—,
que como huésped de la casa estaba y, como siempre, fumaba. Al verla le hicieron
señas con las manos, saludándola y llamándola. Lola se les quedó viendo, sin
ninguna expresión en la cara. No tuvo intención de acercárseles.
Doña Teresita —la empleada
más antigua de la casa, ama de llaves y, anteriormente, su nana— la observaba
con agudeza.
—Mi niña, desde que
naciste no me he apartado de ti; sé que algo te pasa. No entiendo qué es, pues
lo de Don Antonio ¡solo fue una metida de pata! —dijo, soltando una ligera
carcajada.
Era una mujer vieja,
jovial y amorosa, a quien Lola adoraba. Sin embargo, ni eso le hizo cambiar de
actitud. Lola nada expresaba; estaba ausente… el juego macabro de su
subconsciente ya dominaba su mente.
Doña Teresita se alarmó:
esa no era su niña, ¡absolutamente para nada! Omitiendo la descortesía de Lola,
se le acercó, le pasó el brazo por la espalda y, a empujoncitos, la llevó a la
terraza para que se sentara con su madre y hermanas. Separó la silla de la mesa
y, casi obligada, sentó a Lola en ella, quien en ningún momento levantó la cara
ni saludó a las mujeres que allí se encontraban.
Doña Ana, sorprendida y
preocupada, miró a su hermana y a sus hijas, dibujando una mueca en la cara,
como preguntando: “¿y a esta qué le pasa?”. Doña Matilde no decía nada, pero
también estaba preocupada. Lola era la chispa que encendía la casa y, hoy, estaba
apagada. Ana Isabel estaba conmovida; veía a su hermana rara, y eso la
asustaba.
—Lola, ¿en qué momento
vamos a visitar a Antonio? Debe estar extrañado de que a esta hora aún no lo
hayas ido a ver —le preguntó Irene Margarita, para ver si la sacaba del trance
en el que se encontraba.
Pero Lola, que sujetaba la
taza de café con ambas manos, no dijo nada. Por el contrario, su silencio fue
roto por un “tac, tac, tac, tac” … ¡era la taza que contra el plato chocaba!
Las manos de Lola temblaban. De nuevo empezaron las quijadas a trabajar; estas
se abrieron de tal modo que parecían collares guindando en el pecho de las
damas.
—Hermana, ¿qué te pasa? Te
estoy hablando, ¿por qué no me respondes? —insistió ella.
—Márgara, mañana es día de
paga; me iré con los niños a la hacienda a pasar unos días, quizás unas
semanas… —contestó Lola, sin dirigirle la mirada.
—¿Y Antonio? —insistió la
hermana.
—¿Qué pasa con él? ¿No es
que está bien? ¿Cuál es el apuro? Lo podré ver cualquier día… ¡ni que el mundo
se acabara! —aquí sí le habló viéndole directo a los ojos, pero vacía estaba su
mirada. Se levantó con furia y las dejó solas.
La madre reventó en llanto
y Matilde la consolaba.
—Madre, ¡no te angusties!
Lola pasó un gran susto anoche, quizás aún no se repone —le dijo Márgara,
mientras sus manos besaba.
Dio instrucciones a
Teresita y a Ana Isabel para que dispusieran todo; se iría con los niños y su
hermana, averiguaría lo que a Lola le pasaba. Todo se puso en movimiento como
si de una conspiración se tratara.
“Moraleja: cuidado
con el café… a veces tiembla más la taza que el corazón.”
Excelente !!!! No se como lo hace, simplemente siento que al leer vivo la historia, veo las miradas, siento los sentimientos.
ResponderEliminarLa cosa se esta poniendo color de hormiga !!
jejeje... ya te dejé el XVII, para que sigas viviendo los enredos de Lola! Un beso y un abrazo full cariño...
ResponderEliminarLola como que arrugo! Observe que incluiste unas rimas, vas avanzando
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