Don Luis, antes
de pasar por donde su amigo Don José para ponerse de acuerdo en jugar cartas,
pasó por el hospital a ver a Don Antonio. Éste, cuando lo vio llegar, se puso
muy contento y, mientras aquél le saludaba y le hablaba, no dejaba de mirar
hacia la puerta esperando que Lola entrara.
Su suegro, que
pendejo no era, se dio cuenta de la ansiedad del muchacho y, poniéndole fin a
sus expectativas, le dijo con pasmosa calma:
—Lo siento,
Antonio, Lola no entrará por esa puerta. Ya debe estar en Laguna Grande
con sus hijos, su madre y hermanas… está arreglando lo de la paga.
No había
terminado de hablarle cuando los ojos de Antonio se llenaron de lágrimas. A Don
Luis se le puso el corazón arrugadito de tristeza por el muchacho. Antonio no
volvió a articular palabra. Sus ojos estaban tristes, sus mandíbulas se
trancaban de la rabia… se podía oír el chirrido de sus dientes, ¡así de
apretadas estaban!
Se excusó con
Don Luis, dijo dolerle la pierna, se dio media vuelta y le dio la espalda. Don
Luis comprendió: a él tampoco le gustaría que lo vieran llorar… ¡y menos por
una dama!
Camino a la
iglesia, no dejaba de pensar en el pobre de Antonio, que quería mucho a su hija
y ella le daba este maltrato… qué vaina tan seria con Lola —pensó Don
Luis—, justo en el momento en que divisó a Don José entrando al zaguán de la
casa parroquial discutiendo con Don Francisco, el padrecito.
Se pusieron de
acuerdo: las partidas serían en la casa parroquial, después de la última misa
del día. Solo tomarían vino, con moderación; nada de fumar ni blasfemar y, por
supuesto, nada de trampas… ¡para no ofender a Dios!
Don Luis se fue
sumamente contento y dispuesto a avisarles a los otros sobre el juego. Sobre
las reglas impuestas por Don José ni se preocupaba: era éste quien primero
estaba abierto a romperlas, porque era quien más fumaba. Además, el vino que
tomarían era el mejor, se lo mandaba la Iglesia desde un monasterio en Italia…
¡un vino digno de consagrar!
Por las
blasfemias tampoco se mortificaba: si alguna se llegara a escapar, el curita
Don Francisco siempre estaba atento y dispuesto a perdonar. En cuanto a las
trampas… eran palabras mayores. En eso se mantendrían a raya, pues, como
estarían en la casa de Dios, ¡nada le costaba a este mandarles un rayo y
partirlos en dos!
Ya eran las seis
de la tarde y los cinco hombres estaban parados en el zaguán de la casa
parroquial. Esperaban a que Don José terminara de dar la Santa Misa para
ponerse a jugar.
Entre charla y
charla, los hombres miraban a su derredor. La tarde estaba quieta, sin brisa ni
piar de aves, no había a la vista ningún animal. El cielo, rojo; un crepúsculo
inusual, como si fuese Semana Santa… y no lo era. La percepción del extraño
ambiente fue interrumpida por el padrecito, quien los hizo pasar.
Como carajitos
en fiesta con piñata, todos a sus sillas se fueron a acomodar. Llenaron los
vasos de vino, dispusieron los ceniceros y empezaron a barajar las cartas… ¡las
manos estaban echadas! Decían chistes y soltaban carcajadas. Contaban chismes y
el padrecito se persignaba. Subían cartas, apostaban y las bajaban.
Don Francisco no
jugaba, era un simple observador y, como todo novato, preguntaba y comentaba;
todos estaban molestos, a punto de darle un sopapo.
En un descuido de Don José, el
curita Don Francisco se agachó, recogió un par de cartas del piso y dijo en voz
alta:
—Don José, estas se le han caído de
la sotana.
Y con su mano expuso, a la vista de
todos, dos ases. Todos se miraron entre sí en silencio y luego reventaron en
ira… ¡el párroco les estaba haciendo trampas en la mismísima casa de Dios!
Don Luis, quien ya tenía pendiente
la revancha, se puso furibundo y exclamó:
—¡Debería Dios hacer justicia,
abrir un hueco en la tierra y mandarlo al infierno!
Apenas Don Luis
terminó de vociferar, empezó la tierra a rugir: la mesa y las sillas saltaban
como si estuviesen montadas sobre resortes. Los cuadros, libros, santos y
candelabros al piso fueron a dar. Las lámparas de araña —que pendían del
altísimo techo de madera— se mecían sin parar. Se oía cómo las losas y botellas
se quebraban, unas tras otras.
Todos estaban sobrecogidos; todo
sucedió muy rápido, no sabían qué pensar.
Don Gastón —quien era el ferretero,
un hombre chiquito y bonachón— miró con admiración a Don Luis y exclamó:
—Carajo, Luis, ¡no sabía que
mantenías tan buenas relaciones con Dios!
Lo dijo con el
más honesto convencimiento de que aquello que sucedía era la respuesta del
Señor a la petición de su amigo… ¡que mandara al infierno a Don José por
tramposo!
—¡Que pendejo es usted… esto es un
temblor! —le contestó Don Luis.
—¡Ah! ¿Qué es una cuestión de
fervor? —preguntó Don Gastón, aún admirado.
—¡No, que esto es un terremoto,
carajo, échese a correr!
No había
terminado de pronunciar la última palabra cuando todos los hombres salieron
corriendo, dando traspiés, menos Don José, que se quedó halándole las orejas a
Don Francisco por entrometido y, como era de esperarse, intentando salvar todas
las botellas de vino que le era posible.
“Moraleja: nunca confíes en
un cura con ases en la sotana.”
Esta bueno, un capítulo refrescante.
ResponderEliminarSiempre hay un vivo en todo, hasta jugando en la iglesia.Antonio debe preparar una venganza contra la Lola, dwbería darle su....merecido.
ResponderEliminarsaludos, sigan leyendo... ya se acerca el final.
ResponderEliminarEl final de que??? No puede ser, de verdad es tan corta la historia, o es que viene la segunda entrega???
ResponderEliminarajajajaj Rumi, me haces reir! Mi niña, todo tiene su final... falta poco. :(
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