“En esta familia, hasta el
diablo se mea de la risa.”
Doña Ana subió
antes que nadie: se pondría de lo más coqueta para apaciguar el enojo de su
marido. Durante la cena casi no la miró y solo le dijo:
—Voy a hablar algunas cosas con el
capataz y luego subo; espérame despierta, que muchas cosas tengo que hablar
contigo s
obre lo
ocurrido.
Ella lo esperaba
y, frente al espejo, ensayaba qué cara le pondría y cómo sería su mirada. Si
lograba seducirlo… de la reprimenda se salvaba. Cuando él entró a la
habitación, lo hizo en silencio y seguía negándole la mirada. Se desvistió
lentamente, y quien fue seducida fue ella por la sensualidad con la que se
metió a la cama. Estaba segura de que —lo de la reprimenda— era una excusa para
que lo consintiera, y eso le gustaba. Le siguió, metiéndose suavemente en el
lecho conyugal. Él, al sentirla, dio media vuelta y le dio la espalda.
Cuando ella
había avanzado, y a la bestia estaba domando, se oyó una gritería de espanto y
brinco. Los dos, alarmados y sin saber lo que ocurría… ¡de inmediato se
levantaron y se vistieron sin reparar bien en lo que hacían!
Cuando salieron
de la habitación ya todos los demás estaban en el pasillo dando vueltas y
pegando gritos como locos. Don Luis —que no soportaba la histeria— mandó a
todos a callar.
—¿Qué carajo es
lo que aquí pasa? —Todos de inmediato guardaron silencio, menos Juancito, que
lloraba y lloraba.
—Abuelo, el
diablo vino a visitarme a la cama y estaba envuelto en llamas —dijo el niño,
moqueando y sin parar de llorar.
—No solo era el
diablo, Don Luis, también un espanto —añadió Doña María, la nana, toda
agitada—. Cuando los niños gritaban yo me desperté muy asustada y, aunque no
tenía las gafas puestas, pude ver al diablo envuelto en una luz terrorífica.
Cuando el bicho desapareció, vi cómo un espanto se escurría hacia la puerta
—decía esto sin dejar de persignarse, una y otra vez.
Don Luis, que
era un hombre que no creía en cuentos, solo en lo que él veía, mandó a que
todos se metieran en su habitación —con Doña Ana— y se quedaran tranquilos,
pues él averiguaría lo que sucedía. Mientras se recogían, contaba a las mujeres
y a los niños para asegurarse de que ninguno faltara… ¡Anita no estaba, la
primera sospecha en su mente se clavaba!
Fue directo al
cuarto de los varones y buscó por todos lados: dentro de los escaparates y bajo
las camas, detrás de la puerta y fuera de las ventanas… nada extraño allí
encontró, ni a Anita tampoco. Cuando salía de esa habitación, observó unas
manchas y algo tirado en el piso; se agachó examinando aquello: gotas de cera y
cerillos quemados.
Siguió la pista…
¡y a su intuición! Al cuarto de las niñas lo llevaron. Allí estaba Anita,
sentada en su cama, de lo más tranquila y con una sonrisita que delataba su
culpabilidad.
—Sí, abuelo, fui
yo. Solo me le acerqué a Juancito con la cara iluminada por la vela, su mente
hizo todo lo demás. Yo no tengo culpa de que se asuste, llore y grite por todo…
¡es un mariquita!
Se confesó sin
necesidad de interrogatorio alguno. Lo dijo Anita en su defensa, evidentemente
molesta por todo el zaperoco armado con su juego inocente, según ella.
—Anita, Anita…
¿qué haré yo contigo? —fue lo único que alcanzó a decir Don Luis. Se le quedaba
mirando extasiado; le recordaba tanto a Lola cuando era niña. A él le gustaba
ese carácter resuelto y nada temeroso. Adoraba a su nieta; ella y su madre eran
sus consentidas, su debilidad.
Doña Ana se
había percatado de que su nieta no estaba en la habitación con los demás;
intuyendo lo que había pasado, y de que su marido disfrutaría con la hazaña de
la niña, salió a buscarla. Estaba parada en la puerta del cuarto de las niñas y
escuchó cuando Anita confesaba; también escuchó cómo su abuelo la respaldaba
con su silencio.
Molesta por todo
aquello, entró hecha una furia. Le reclamó a Don Luis su falta de carácter con
Anita. La alzó, la colocó boca abajo en su regazo y empezó a darle nalgadas. La
niña observó a su abuela pintorreteada y muy perfumada.
El abuelo no
debía quitarle la autoridad a Doña Ana, pero tampoco quiso presenciar cómo le
daban la paliza a su niña. Se dio media vuelta, quedando de espaldas. Anita, en
vez de llorar, se sonreía; los adultos le divertían con sus tonterías.
Notó que él,
además de no traer camisa puesta, tenía el pantalón al revés —lo de adelante
hacia atrás— y con la bragueta abierta, dejando entrever sus nalgas. Ella,
lista como era, entendió todo. El enojo de su abuela no era por el susto que le
diera a Juancito, ni por el escándalo que este armara con sus llantos y gritos…
no. Era porque interrumpió los besos y arrumacos que la abuela, a su abuelo, le
daba.
Eso le causó
gracia, le pareció muy bello… ¡aceptó el azote sin ningún descontento!
“Juancito lloraba, Anita reía
y Doña Ana quería seguir la velada.”
Un Abuelo chocho como siempre!!!No me gusta la violencia, pero... Razón tiene Lola en ser como es, la dOÑA Ana también se las trae,ME IMAGINO COMO SERAN A LAS HERMANAS DE LOLA.
ResponderEliminarjejejeje... unas santas! Un abrazo Nèstor!
ResponderEliminar