“Cuando la buena noticia
entra por la puerta, ¡todos brincan de alegría!”
Don Luis se
levantó más tarde de lo acostumbrado, por la resaca… ¡tanto vino y tanta
charla! Bajó las escaleras con lentitud; cada paso era una repasada a la
memoria, no quería olvidar ningún detalle del día anterior. En la medida en que
bajaba, se desconcentraba: las charlas de las mujeres y el parloteo de los
niños lo atraían, sacándolo de su dolor.
No había
terminado de bajar el último escalón cuando Anita salió corriendo a su
encuentro, seguida de sus hermanos y hermanas. Todos se peleaban por abrazarlo,
casi lo derriban. Tuvo que sentarse; a todos y cada uno abrazaba, besaba y la
bendición les daba.
Los varones
estaban en franelillas y pantalones cortos; las niñas con vestidos de algodón
estampados, abotonados en la espalda y atados con lazos. Escotes cuadrados, sin
mangas, apenas sostenidos por tiras en los hombros, bien ventilados. ¡Todos en
sandalias, el calor los mataba!
Doña Ana estaba
parada al frente de ellos, sosteniendo en sus brazos a la más pequeña. También
vestía un traje de fresco algodón, como el de las niñas: escotado y sin mangas,
pero abotonado al frente; blanco con pequeñas flores azules como sus ojos, como
los de Lola y los de Anita… ¡cómo amaba esa azul mirada!, intensa como el mar,
pero calma como el cielo de verano. Le vino a la mente la imagen de ella cuando
se convirtió en una bella damisela. Se quedaron mirándose el uno al otro, mucho
se decían, aunque palabras no pronunciaban.
—Abuelo, ayer no
pude verte. Te estuve esperando tooooodo el día y toooooda la noche, pero nada
que llegaste y me quedé dormida. ¡Te tengo una buena noticia! —le dijo Anita,
muy zalamera, mientras le entregaba un sobre de la Oficina de Correos.
Don Luis lo
recibió sorprendido, más bien extrañado; miró intrigado a su mujer esperando
alguna explicación.
—Ábrelo, amor,
realmente es una buena noticia. ¡Te alegrará el corazón! —le dijo cariñosamente
Doña Ana, instándolo a que se apresurara de una vez.
Don Luis frunció
el ceño, dudoso de todo aquello. Al abrir el sobre, todos los niños guardaron
silencio y se quedaron quietos, inmóviles, pendientes del suceso, sin quitar la
vista de las manos del abuelo. Don Luis, sin pérdida de tiempo, sacó el papel: un
telegrama. Lo leyó en voz baja, para sí.
De pronto su
rostro se iluminó y una franca sonrisa apareció en sus labios. Todo el
semblante le cambió, ¡le volvió la vida!
—¿Ya sabías de
qué trataba, cierto? —le preguntó a su mujer, que asintió con la cabeza y con
una sonrisa tan bella como la de él.
—Niños, llega mi
hermana, su tía abuela… ¡la tía Isabel! Una buena noticia, la que faltaba —dijo
poniéndose de pie y abrazando a Doña Ana, quien compartía su alegría y
entusiasmo.
Anita y Juancito
brincaron de contento, pues la tía los entretenía con sus raros y divertidos
cuentos. Salvador y Santiago —los otros dos niños Gallardo— estaban
confundidos, pues, si bien la conocían, de ella no se acordaban: eran muy
pequeños cuando la visitaron en Las Islas Canarias.
—Llegará en el Santa
María, la arribada será pasado mañana en el Puerto de La Guaira. Todo está
dispuesto para irla a buscar y alojarla, así que no te preocupes por nada, solo
disfruta de la llegada de tu hermana —le decía Doña Ana a su marido, mientras
lo conducía a la cocina, aún abrazada de él, para que tomase café y desayunara
como Dios manda.
Todos comieron
con calma, pero con mucha algarabía. Solo se hablaba de la inesperada visita de
la tía Isabel. No faltaba nadie en la mesa; hasta las empleadas estaban
sentadas con ellos. Las mujeres charlaban y reían y todo lo planificaban, bajo
la mirada atenta de Don Luis y los niños, que bien lo disfrutaban. Decían que
nada debía fallar ni faltar.
Escribían en un
papel y borraban; añadían y quitaban… hasta que por fin estuvieron de acuerdo
en lo que tenían que hacer y comprar. Se distribuyeron las tareas, echaron un
suspiro de alivio y detrás una carcajada: estaban contentas, muy entusiasmadas.
—Esta vez, papá,
vamos a prepararnos bien para atenderla como se debe; le conocemos mejor y
sabremos cómo agradarla —dijo Lola muerta de la risa, recordando cómo la vez
pasada se burlaban de la buena y simpática tía, diciéndole que, al morirse, ¡la
lengua —en urna separada— se la enterraban!
“Telegramas
que iluminan rostros y desatan brincos: ¡así es la vida en familia!”
Santa Isabel, Patrona de las viudas y de las novias. Que se traerá esta Doña? Solo AMPM lo sabe.
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