sábado, 30 de abril de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (51) LA BIZARRÍA



“Entre la muerte y la vida, siempre hay un hilo que nos sostiene.”

¿De qué sirve un reloj inventado por el hombre cuando el destino otro tiempo te impone? Ese día se definía como eterno; las manecillas del reloj daban vueltas, pero ni un segundo transcurría. Una mañana brillante y llena de vida se transformó en una tarde lluviosa y llena de llanto… para terminar en una noche oscura donde la muerte dio rienda suelta a su locura, llevándose consigo no solo vidas, sino sueños, amores y alegrías, dejando a su paso la más profunda desolación.

Lola sudaba profusamente, jadeaba al respirar y tenía taquicardia; estaba blanca como el papel. Se agitaba y dificultosamente pronunciaba palabras: solo quería ver al niño, su “cuatro” de ocho, y a su padre. Anita estaba contra ella, acurrucada como un pollito bajo las alas de su mamá gallina. No lloraba; en sus ojos solo se pintaban la resignación y la piedad… por Antonio. Este estaba sentado en la cama frente a Lola; le agarraba las manos y, con desesperación, se las besaba.

—Cálmate, amor, nuestro hijo está lleno de vida y muy sano; en cuestión de horas nos lo podremos llevar para la casa. Y tu padre está estable, dentro de poco lo veremos cargándolo —le decía él, tratando de serenarla, pero no lo lograba; por el contrario, ella lo impacientaba, lo llenaba de angustia.

Anita lo miraba serena, con los ojos llenos de lágrimas; por él estaba sintiendo lástima… pedía a Dios que de él se apiadara. Antonio temía por Lola; soltó las manos de su mujer y salió por el pasillo pegando gritos, pidiendo auxilio. A su encuentro salieron dos enfermeras y un médico de guardia. Entraron con él a la habitación, separando bruscamente a Anita de Lola. El doctor le tomó el pulso y la auscultó, mientras las enfermeras lo observaban.

—¿Es esta la paciente que dio a luz de emergencia y tiene a su padre en terapia intensiva? —preguntó el muy pendejo a las enfermeras, quienes asintieron sin aportar ninguna referencia—. Hagan que se calme y duerma toda la noche… lo que tiene es un agudo ataque de ansiedad, propio del posparto y de la situación de salud de su padre.

—Disculpe, doctor, pero yo la veo muy mal… ¡pareciera que se muere! —le dijo Antonio en tono grave, como un reclamo.

El médico se le quedó viendo con indiferencia y autorizó a las enfermeras a suministrar a ella algún calmante, si este así lo solicitaba. Así como vino, así se fue aquel jovenzuelo recién graduado. No revisó la historia médica. No se enteró de que el alumbramiento de Lola había sido consecuencia de los traumatismos por la caída. Tampoco se enteró de que el médico que la atendió se ocupó de salvar al bebé practicándole la cesárea de emergencia sin realizarle ningún tipo de examen para ver cómo se encontraba ella.

Lola, por dentro, se desangraba; sus órganos colapsaban, entraba en shock. El inexperto, sin saberlo, la puso a dormir… como en una eutanasia. Lola entró en un profundo letargo. Antonio la miraba desconsolado, impotente, con el corazón desgarrado. Anita volvió a acurrucarse a su madre, casi incrustada en ella. Mantenía los ojos abiertos, empañados por las lágrimas; serena estaba, montándole guardia.

Antonio, con el alma en pena, salió de la habitación y fue a la guardería. Observó cómo a su hijo le habían quitado el respirador; su salud se reponía. La comisura de sus labios se levantó milímetros, haciendo un gran esfuerzo por sonreír ante aquel milagro. Siguió su camino, todo el tiempo cabizbajo. Saludó a su suegra y a Doña Matilde, que, junto a Márgara y Ana Isabel, aguardaban noticias de Don Luis, allí en terapia intensiva. Les informó que Lola dormía, solo eso les dijo… cualquier otra cosa hubiese carecido de sentido. Salió de allí más desesperanzado.

Se dirigió a la calle, necesitaba salir. El silencio, las caras tristes, el olor a medicamentos y desinfectantes lo desesperaban, le causaban náuseas. Caía la noche, tiñendo de negro el rojo crepuscular, como el alma de él sobre la sangre de ella.

—Vamos, Luis, ¡no seas holgazán… despierta! —le decía Doña Rosaura a Don Luis, dándole palmaditas en la cara.

Él abrió los ojos, encontrando su dulce sonrisa. Se alegró mucho al verla. Todos los males se le quitaron; sintió cómo la vida volvía a él con mucha fuerza. El bienestar lo invadió.

—Mujer, ¿qué haces aquí? Creí que no te volvería a ver… —le dijo acariciándole el rostro.

—¿Creías que te abandonaría, dejándote solo en tu miseria? —le decía esto mientras lo ayudaba a levantarse.

Salieron de cuidados intensivos, sin despertar a su esposa, quien, con sus hijas y hermana, dormía en las butacas de la sala de espera. Siguieron por el pasillo y bajaron las escaleras hasta llegar a la habitación de Lola. Abrieron la puerta muy lentamente. Antonio estaba dormido, el agotamiento lo había vencido. Allí estaba Lola, dormida, junto a Anita, quien estaba bien despierta y, con la mirada bien atenta, los observaba. Apenas vio a su abuelo, salió a su encuentro y se abrazó fuertemente a él, casi con desespero.

—Te extrañé mucho, abuelo. Creí que no te volvería a ver; tardaste mucho en venir —le decía mientras lo besaba.

—Anita, Anita… ¿a mí no me saludas? —le dijo Doña Rosaura, alzándola en brazos y besándola.

Anita, a pesar de ser una niña grande, se recostó de su hombro y se puso a llorar.

—Abuela Rosaura, ¿no puedes venir por ella otro día? —levantó su cabeza y la miró fija, con esos grandes ojos azules, profundos como el mar.

—Cariño, yo no soy Dios. Él dice cuándo… ¡su tiempo es el justo! —le contestó ella con mucha solemnidad.

Anita se bajó de sus brazos y fue a la cama donde estaba su mamá.

—Despiértenla, abuelos, que quiero despedirme de ella, la quiero abrazar… —les dijo Anita, triste pero muy serena.

Así lo hicieron. Lola se despidió con un beso y con un “hasta luego” de Antonio, que seguía dormido; juntos y acompañados de Anita, se fueron a despedir del “cuatro de ocho” …

Una enfermera que pasaba por el pasillo le llamó la atención a Anita por andar sola, a esas horas, sin compañía de un adulto. Ella no le hizo ningún caso, continuó su camino, acompañada del destino.

—¡Niña malcriada e insolente, mañana reporto este incidente para que no te permitan quedar! —la regañó la enfermera, evidentemente disgustada.

Los cuatro sonrieron y siguieron su camino. De repente, tuvieron que detenerse. Los gritos desesperados de Antonio, llamando a Lola, se escuchaban por todos los pasillos. Era desgarrador; rompían el silencio de la noche, quebraban la paz de toda alma. Lola se arrodilló frente a su hija y la abrazó fuertemente.

—Anda, hija, regresa con él… ya se enteró de que me fui; necesita de tu fortaleza y consuelo.

Le dio un beso y le dijo un “hasta luego”. Anita se despidió de ellos sin pronunciar una sola palabra. Dio media vuelta y salió corriendo de regreso a la habitación donde yacía el cuerpo de su madre.

Otros llantos y gemidos se escuchaban del otro lado: a Doña Ana y a sus hijas ya les habían notificado que Don Luis, hacia el otro mundo, se había marchado.

Cuando Anita llegó, Antonio estaba sentado en el suelo, con ella… ¡y a ella aferrado! Lloraba como un niño sin consuelo. Gritaba de intenso dolor, de ira y frustración. Amenazaba y pateaba como un loco a todo aquel que se le acercara. No permitió que nadie se la arrebatara de los brazos.

Al amanecer, cuando despuntaban los primeros rayos del sol, él se quedó profundamente dormido —por el cansancio y el dolor— abrazado a ella; fue entonces cuando lograron separarla de él.

“Y así, entre lágrimas, abrazos y susurros, comprendieron que el destino no se mide en relojes, sino en amor y coraje.”

Nota: la foto que ilustra el presente relato fue obtenida de Imágenes de Google. Se desconoce autor y propietario

miércoles, 27 de abril de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (50) EL DESENLACE




“A veces la fragilidad revela la fortaleza del amor: padres, hijos y milagros compartiendo un instante eterno.”

Lola se quedó atónita al ver cómo su padre salió del despacho y la dejó hablando sola. No entendía su conducta. El cura Don José estaba que se desmayaba de la impresión; sabía que su amigo Luis estaría pasando por un mal trance, afectando su salud, ya de por sí delicada. Tomó a Lola por los hombros y, como pudo, le dijo que se aquietara y lo dejara tranquilo; que tenía graves asuntos que resolver y, lo menos que necesitaba, era que ella también lo inquietara.

No esperó respuesta alguna y salió para tratar de alcanzar y calmar a su amigo. En el camino volteaba y le pedía a Lola, repetidamente, que llamara urgente a su marido. Eso no fue necesario: Antonio, con su prudencia de siempre, estaba cerca de ellos, en absoluto silencio. Apresuró el paso y atajó a Don José. Este le dijo algo al oído… algo que provocó que Antonio se llevara las manos al rostro, un gesto muy típico de él cuando algo lo sorprendía para mal. Ambos hombres salieron corriendo.

Lola aún no salía de su asombro, pero de una cosa estaba segura: su padre le ocultaba algo… ¡algo muy grave! Ella también fue tras ellos, pero sin prisa, pues la barriga se lo impedía. Pudo ver, desde la entrada, cómo Antonio cargaba a su padre y lo colocaba en el asiento trasero con Don José, mientras él mismo se ponía al volante para conducir como un loco. Iba a tal velocidad que lo perdió de vista en segundos, en una calle de cuadras de distancia.

Lola entró en crisis. Era evidente que su padre había sufrido alguna especie de desmayo, quizás un infarto. Giró sobre sus pies y entró a la casa hecha un manojo de nervios. En su mente solo existía un pensamiento: ¡su padre! Se olvidó de su preñez. Corrió por la casa hasta encontrar a su madre y hermanas, les informó lo ocurrido y les pidió que se encargaran de sus hijos… ¡ella iría al hospital!

Salió por la cocina, corriendo, y atravesó los jardines de la casa paterna hasta llegar a la suya. Subió a su habitación y agarró las llaves del carro. Cuando bajaba por las escaleras, en un descuido, pisó mal y rodó por ellas. El peso de su cuerpo la presionó contra el piso una y otra vez… sobre su vientre. Cuando se detuvo, el dolor era insoportable, pero, aun así, con la visión de su padre en mente, sacó fuerzas y continuó su marcha acelerada: en unos minutos entraba por la puerta de emergencias.

Desesperada buscaba a su marido y al cura, hasta que los localizó con la mirada. Se dirigió a ellos y se sentó en una butaca.

—Mi amor, tranquilízate, tu padre ya está siendo atendido… parece que fue un infarto —le dijo Antonio, con tanta pena por su suegro como preocupación por ella.

Le pidió a Don José que trajera agua para Lola; estaba pálida y sofocada. Ella estaba sentada con las piernas semiabiertas, las manos entre ellas y la cabeza gacha. Solo se oía cómo respiraba con dificultad. Cuando el cura le acercó el vaso con agua, Lola estiró la mano para alcanzarlo: estaba mojada y llena de sangre.

Antonio sintió un vértigo que casi lo desmaya. Pensó que era demasiado para un solo día: el quiebre de su suegro, Lola y el bebé… lo ponían en agonía. Apartó, lentamente, las manos de su esposa, descubriendo su falda toda mojada y ensangrentada. Se detuvo el tiempo. Antonio miraba a aquella delicada mujer, su mujer. No daba crédito a lo que veía.

Unos minutos atrás estaba llena de vida, bailando con alegría con ese traje blanco estampado con pequeñas mariposas azules sobre rosas amarillas y, ahora, la tenía enfrente… como un retrato de la muerte. Su rostro se apagó por un terrible presentimiento; sus ojos se llenaron de lágrimas y, sin decir palabra, alzó a Lola en brazos y la llevó a la enfermería. En el trayecto ella le contaba lo sucedido y le pedía perdón por su imprudencia; él no la escuchaba… solo rezaba y rezaba.

En menos de una hora ya todos se encontraban allí, incluyendo a Doña Matilde, su marido e hijos, así como la familia de Antonio y, por supuesto, Anita. Todos estaban callados, esperando noticias y con miedo de recibirlas. Doña Matilde consolaba a Doña Ana; Antonio y Anita, apartados, hablaban y hablaban.

Después de muchas horas, por un largo pasillo emergió un hombre vestido de azul y bata blanca; su semblante era sombrío. Se paró frente a Antonio y lo miró con piedad.

—Su suegro sigue en terapia intensiva. Lo estamos observando, veremos cómo responde al tratamiento… ya no depende de nosotros. En cuanto a su esposa, aún no recobra el conocimiento. El bebé bajó al canal de parto con el cordón al cuello, así que tuvimos que practicarle una cesárea de emergencia. Nació vivo, es un niño sano, pero prematuro… Están recibiendo todos los cuidados que requieren, pero nada le garantizo —dijo esto último poniéndole la mano en el hombro y soltando un gran suspiro—. Le sugiero que tenga paciencia y rece, rece mucho… ¡por la madre y el niño!

Tan pronto terminó de hablar, se fue tan presuroso como vino. Lo dejó allí de pie, confundido; no sabía si alegrarse por la noticia o llorar por ella. Todos compartieron el mismo sentimiento y guardaron silencio.

Los ánimos subieron con el despertar de Lola. Fue entonces cuando todos se apostaron delante del gran ventanal que los separaba de la guardería de recién nacidos. Antonio estaba pegado como una mosca, miraba a su hijo agitado e indefenso, lleno de cables y tubos por todo su diminuto cuerpo… ¡parecía un colibrí encerrado en una jaula de cristal! La impotencia, la frustración y el dolor se reflejaban en su rostro, mojado por el llanto.

Una enfermera, que lo observaba desde lo lejos, se apiadó de él.

—A ver, ¿Quién es el padre del hombrecito que está en la incubadora? —preguntó la piadosa, aun sabiendo la respuesta.

—Soy yo… ¿algo sucede? —contestó Antonio, alarmado.

—¿Usted? ¡No puede ser! Si el niño que está allí es hermoso y un luchador, un triunfador… ¡y usted es muy feo y un llorón! —le dijo, guiñándole el ojo—. Le aseguro que ese niño saldrá de allí sano y salvo. ¡Así que cambie esa cara, para que no vea que su padre es un cobarde lloricón! ¡Qué vergüenza, el niño más valiente que el padre! —se echó a reír despreocupadamente y todos con ella.

Antonio entendió el mensaje de la buena mujer… ¡no debía perder la fe, debía aferrarse a ella, tanto como Anita lo estaba a su pierna!

Cuando todo parece perdido, un llanto diminuto rompe la sombra y enciende la luz de un nuevo comienzo.”


NOTA: La foto que ilustra este relato fue bajada de Imágenes de Google; se desconoce autor y propietario.

lunes, 25 de abril de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (49) EL QUIEBRE



"Amor, familia y secretos guardados: el corazón late, la vida vibra, y nada volverá a ser igual.”

El día anterior, Lola y Doña Ana se la pasaron metidas en la cocina preparando cualquier cantidad de alimentos que pudieran conservarse dentro o fuera de la nevera. Hicieron pasteles, conservas, mermeladas, encurtidos y antipastos; guisos, salsas y carnes asadas. Todo lo metían en canastos de mimbre, adornados con lazos. Márgara y Ana Isabel colaboraban preparando grandes cestas con frutas y hierbas del huerto, así como ramos de flores multicolores.

Las muchachas observaban, intrigadas, cómo su madre preparaba otros obsequios para Doña Rosaura: en un canasto más fino guardó botellas de vino tinto, manteles bordados y algún perfume de aquellos que le trajeran sus yernos del extranjero. Lo hacía con amor, con mucho esmero y desprendimiento… como si quisiera pagar una penitencia para acallar sus remordimientos. Ellas la observaban, se miraban entre sí, pero guardaban silencio… su madre sabría el porqué de su aspaviento.

Quienes no repararon en el extraño comportamiento de Doña Ana fueron su marido y su yerno. Don Luis y Antonio, así como Anita y Juancito, solo prestaban atención a las ollas: a todas les metían el dedo y los cubiertos; las raspaban… ¡las dejaban relucientes!

Desde que amaneció, la casa tenía un encanto especial, un ambiente de alegría y serenidad. Lola se encargaba de vestir a las niñas. Hoy era el día de visita a Doña Rosaura; quería que lucieran hermosas y frescas como esa mañana. Ella las acicalaba mientras, de reojo, observaba a su marido y a su hija, quienes habían estrechado su relación más de lo que jamás hubiera imaginado. Anita parecía hija de Antonio, como si él mismo la hubiera procreado: tenía su espíritu libre y aventurero, y su mente amplia, siempre abierta a los cambios de la modernidad y a los acontecimientos.

—Muchachos, ya dejen el relajo… ¿hasta cuándo vas a poner ese sencillo de Chubby Checker? ¡Por Dios, Antonio, ya lo tienes rayado! El twist ya pasó de moda, ahora me gusta el rock and roll… ¡pon uno de Elvis Presley! —le dijo Lola a su marido con cara seria y meneando la cabeza, mareada de tanto escuchar lo mismo.

—Lo que está pasado de moda es el largo de tus faldas. Cuando des a luz, las cortaremos todas para que luzcas las rodillas… ¡además de las pantorrillas! A Elvis le queda poco tiempo de vida, te lo he dicho, amor. Cuando esos chicos de Liverpool graben su primer disco, no se hablará de nadie más que de los Beatles. Te juro, Lola, fui a todas sus presentaciones privadas en el tiempo que estuve en Gran Bretaña, son geniales. Las chicas gritan como locas al verlos, ¡es que son demasiado buenos! —decía Antonio una y otra vez cada vez que se tocaba el tema de la música, con un fanatismo inexplicable por esos desconocidos que ni un disco tenían grabado.

Ella lo ignoraba por completo. Antonio era un muchacho conservador para los asuntos del trabajo y la familia, pero para lo demás era muy actual. Se había hecho partidario de los movimientos ambientalistas y antibelicistas, así como de aquellos que criticaban la cómoda postura de los burgueses, no porque tuvieran dinero, sino porque no participaban de los intereses colectivos y carecían de conciencia. Apoyaba las protestas lideradas por mujeres y por negros en sus luchas por la liberación femenina y contra la discriminación étnica. Justificaba, en todos esos casos, la anarquía no violenta. También estaba pendiente de los adelantos científicos y de las innovaciones tecnológicas. A Anita le fascinaba ese pensamiento contracultural de Antonio: se identificaba con él… ¡era un vanguardista!

Antonio le hizo caso a su mujer y colocó un disco de Elvis. De repente, las niñitas de De Sousa empezaron a reír, tapándose la boca. Miraban a su madre y le señalaban con el dedo a Antonio. Lola casi muere de la risa: él imitaba a Elvis, no solo en el baile, sino también en los gestos de la cara, como si fuera él quien cantaba. Contorneaba sus caderas y hacía movimientos sensuales con la pelvis. Antonio la miraba e invitaba a bailar con él.

—Vamos, nena, no te resistas, sé que estos movimientos sensuales son lo que te gusta de Elvis. ¡Ven, acércate, para que pruebes de lo bueno! —le decía a Lola sin dejar de moverse.

Anita lo miraba —no, lo admiraba— destornillada de la risa. Lola, con barriga y todo, le siguió el juego. En cuestión de segundos, los varones se sumaron al grupo y, con ellos, las tías y los abuelos. ¡Se armó la algarabía de inmediato!

Cuando estaban de lo más entusiasmados, Doña Teresa, el ama de llaves, interrumpió el bochinche para avisar que el cura Don José buscaba a Don Luis. El grupo se desintegró y, con él, la alegría. Quedaron en la habitación, solos de nuevo, Antonio, Lola y las niñas. Cansado de hacer tantas payasadas, Antonio se recostó en la cama con los brazos cruzados detrás de la cabeza. En silencio, las observaba.

Se había percatado de la maña que había desarrollado Anita. Desde que su madre quedó embarazada, la imitaba en todo: en la forma de caminar, hablar, peinarse… incluso en el vestir. Los vestidos prenatales de Lola se los hacía Doña Cándida por duplicado: uno para ella, otro —igualito— para Anita. La copiaba tan fielmente que parecía su reflejo en el espejo, ¡en miniatura, claro! Los abuelos y las tías decían que era por celos del nuevo bebé. Lola defendía a su hija alegando que se estaba haciendo mujercita y que imitaba su coquetería. Antonio, por su parte, pensaba diferente: creía que la niña actuaba como su madre porque se sentía igualita a ella, así de simple. Cada uno pensaba lo suyo. Pero, si le hubiesen preguntado a Anita —cosa que nunca ocurrió—, ella lo habría explicado sin reservas: sentía la obligación de copiarla para suplantarla cuando llegara la ocasión… ¡así nadie la olvidaría!

Lola y Anita, de repente, dejaron de hacer lo que estaban haciendo y, como si estuvieran de acuerdo, se levantaron al mismo tiempo, con los mismos gestos y movimientos. Se fueron directo a la ventana. Sonrieron y agitaron sus manos, saludando vigorosamente a alguien que se encontraba en la planta baja.

—¿Cómo está, Doña Rosaura? ¡Justamente nos estábamos preparando para irla a visitar a su casa! —la saludó Lola con efusividad y afecto.

—No estaré en casa, pero luego vendré por ti y charlaremos, con tu padre, ¡todo el tiempo que quieras! —respondió ella, serena, devolviendo el saludo con la mano antes de marcharse.

Lola le comentó a Antonio lo bien que se veía Doña Rosaura, que estaba muy hermosa y lucía muy sana. Antonio la escuchó y no dijo nada, pero no le gustó. Él sabía que Doña Rosaura estaba muy enferma y guardaba cama.

Lola bajó apresurada para ver si la alcanzaba y entregarle los obsequios que para ella guardaban. La buscó sin encontrarla. Fue al despacho de su padre, quien escuchaba con atención lo que estaba escrito en un papel y que el cura Don José leía en voz muy baja.

Cuando les comentó que había conversado con Doña Rosaura, hacía unos instantes y allí mismo en casa, Don José apretó el papel; lo arrugó de tal manera que quedó escondido dentro de la palma de su mano, guardándolo presuroso en el bolsillo de su sotana.

Don Luis, al escuchar a su hija, se puso pálido, llevó su mano al pecho y luego la bajó por su brazo. Sintió tanta angustia y ansiedad que decidió salir a respirar aire fresco, pero seguía sintiéndose mal. Sin pérdida de tiempo, se montó en su coche para dirigirse al hospital. ¡No tuvo oportunidad de encenderlo, cayó inconsciente… se moría de un infarto!

“Entre cestas de mimbre y vestidos prenatales, Anita ya apunta a ser la doble oficial de mamá.”


NOTA: La foto que ilustra este relato fue obtenido de "Imágenes" de Google; se desconoce su autor o propietario: a ellos los méritos y derechos que correspondan.

sábado, 23 de abril de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (48) LAS HERMANAS




“Familia unida, niños revoltosos y mamá en modo diosa: ¡perfecta combinación!”

Era una de esas mañanas que visten la vida de gala. Una de esas mañanas que brillan con el mismo esplendor del alma. El sol irradiaba una luz clara, mas no enceguecía ni sofocaba. Todo tenía su justo color, abigarrando el panorama. El trinar de las aves y las exquisitas fragancias del campo y de la montaña, todo, absolutamente todo, se colaba por la ventana.

Cuando Lola despertó tenía a Antonio y a sus siete hijos, todos montados sobre la cama. Quietecitos le sobaban la panza, mientras Antonio los veía, muy feliz, admirando la gracia. Lola volvió a cerrar los ojos para disfrutar, a plenitud, de aquella bendición que Dios le daba.

Aquella escena de gozo fue interrumpida por las hermanas.

—Vaya, si parecen Cleopatra y Marco Antonio. Mejor no pueden estar… ¡ni que les dé la gana! —exclamó Márgara, medio en reclamo, medio en guasa.

Ana Isabel se reía y a sus sobrinos abrazaba, mientras la bendición les echaba.

—¡Doña Blancaaaa, Doña Maríaaaa… vengan a hacerse cargo de los niños! —gritaba Márgara a las nanas.

Al escuchar esto, todos los niños salieron corriendo de la habitación, con gran alboroto y risas, escondiéndose de sus cuidadoras.

—¡Vamos, párate, zángano! Mis padres y tus hermanos están listos y esperándolos —Márgara halaba por los brazos a su cuñado, levantándolo de la cama y empujándolo hacia el baño.

Antonio ponía resistencia, muerto de la risa, solo para fastidiarla.

—Y tú, es hora de que empieces a arreglarte… ¿o es que no quieres ir? —le preguntó a Lola.

Ella, agarrándose el vientre, se echó hacia atrás, sentándose en la cama. Sonrió e hizo señas con las manos, indicándoles a las hermanas que se sentaran a su lado, cada una por un lado de la cama.

—Hoy es un día muy especial para mí. Como hermana mayor las he visto crecer. Aprovecho la oportunidad para agradecerles, de todo corazón, el amor y cuidado que han prodigado a mis hijos, sin abandonar sus quehaceres ni sus estudios. Hoy tendré el orgullo de verlas recibir sus títulos: agrónomo y veterinario… ¿Quién lo diría? —les dijo Lola abrazándolas y besándolas.

Ellas se dejaron consentir por unos segundos. Luego la levantaron de la cama, de igual manera que hicieron con Antonio.

En dos carros se fueron para Caracas, se dirigían a la Universidad Central de Venezuela. Al llegar a la Ciudad Universitaria, quedaron anonadados. Era inmensa y hermosa. Rodeada de jardines y obras de arte, con estudiantes venidos de todas partes del mundo. Todo lo miraban con la boca abierta; cuando entraron al Aula Magna, la sensación fue de grandeza: la modernidad y el lujo ubicaban a Caracas como una gran metrópolis. Todo se desarrolló en perfecto orden, según el protocolo… ¡fue un acto grandioso!

Después de celebrar en la capital, emprendieron el retorno. Lola y Antonio iban con sus padres, mientras que las graduadas iban con sus novios.

—Madre, no te molestes por lo que voy a decir… ni tú tampoco, papá. Debo decirles que últimamente he pensado mucho en Doña Rosaura. No sé por qué, a mí también me resulta extraño… pero tengo la sensación de que me llama, de que me necesita. Padres, quiero ir a verla, si eso no les molesta —les dijo Lola con la ansiedad que esas sensaciones le provocaban.

Al principio, ellos no dijeron nada. Don Luis extendió su mano derecha hacia su mujer, quien la tomó apretándola fuertemente. Desde que Doña Rosaura le envió la carta a Don Luis, entre ellos emergió un sentimiento de culpabilidad: cómplices eran. Habían reflexionado, concluyendo lo injustos que con ella fueron. De todo le participaban, más a nada la invitaban; hasta fotos y cartas le habían enviado, solo eso. Conscientes estaban de su mal proceder, pero tarde era para enmendarlo. Se habían protegido del qué dirán… no actuaron, con “ellas”, como buenos cristianos.

Doña Ana tragó saliva y, sacando fuerzas de donde no las tenía, calmó a su hija.

—Lola, si tu padre está de acuerdo, te prometo que iremos a verla… mañana o en un par de días. Prepararemos postres y comidas, también le llevaremos un gran obsequio… le llevaremos a los niños, para que llenen su casa de luz y alegría —le dijo de manera solemne, convencida de sus palabras.

Don Luis no dijo nada, solo asintió con la cabeza. Tenía el llanto atragantado en la garganta y, otra vez, el corazón le dolía.

Lola quedó muy extrañada de la respuesta de su madre y del consentimiento de su padre. Esperaba que la regañaran o que algún reclamo le hicieran, pero nada de eso pasó. Cuando intentó expresar su sorpresa por la buena actitud de ellos, Antonio la atajó, tapándole la boca. Con la mirada le advirtió que guardara silencio, que no pidiera aclarar nada… que las cosas estaban bien, así como estaban.

Él sabía el porqué, pero el secreto atesoraba. Lola se quedó quieta, en su marido confiaba; era inteligente y prudente… ¡de él estaba enamorada!

 “Entre abrazos, títulos y risas… todo puede pasar.”



NOTA: La foto que ilustra este relato fue obtenido de "Imágenes" de Google; . En letras aparece el nombre de ARTELISTA, se presume autor o propietario, a ella los méritos o derechos que correspondan.

miércoles, 20 de abril de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (47) SANTA MARÍA




“Del puerto de La Guaira a Brasil… ¡y a mil anécdotas!”

El calor era insoportable en el puerto de La Guaira, solo la brisa del mar aliviaba el sofoco de Lola. Había mucha gente y todos con agitación. Unos lloraban y otros reían, abrazos y besos venían e iban. Los corazones se estremecían al escuchar el bucólico sonido de la sirena del trasatlántico, advirtiendo que lo inevitable estaba por suceder: zarparía, y con él se llevaría a la tía Isabel.

Ella se despedía de su hermano y cuñada, luego de Antonio y, por último, de su sobrina mayor.

—Lamento no poder quedarme más y no acompañarte para el nacimiento de tu “cuatro de ocho” —le decía a Lola mientras le acariciaba el rostro y la barriga, ya bien notoria—, pero te aseguro que estaré muy pendiente de ese gran acontecimiento. Cuídate mucho, mi amor siempre estará con ustedes.

La abrazó con mucho sentimiento y se alejó de todos ellos con una gran sonrisa, que contradecía sus tristes ojos. La vieron perderse por el muelle, entre la multitud de viajeros. No regresaría a España: iría a Miami y de ahí a Nueva York, a visitar a su hija Candelaria.

La noche caía, el Santa María tenía encendidas sus luces semejando una constelación al ras del mar, lucía imponente; haciendo que ellos parecieran hormigas, más insignificantes de lo que ya se sentían por la impotencia de no haber podido retener, por más tiempo, a la tía. Se oían gritos de despedidas y pañuelos blancos ondeaban desde tierra, despidiendo a sus seres queridos… a aquellos que no sabían cuándo volverían a ver. Se quedaron allí, observando cómo se alejaba, hasta que solo divisaron en la lejanía un gran punto luminoso, perdiéndose en alta mar.

Lola esa noche durmió profundo, descansando del ajetreo del día anterior. Al despertar no encontró a Antonio a su lado, ni a él ni a los niños en casa. Se asomó por la ventana de su habitación, logrando ver que, en los jardines de la casa de su madre, estaban jugando sus hijos, como abejas alrededor de las flores.

La verja que dividía los jardines de ambas casas estaba abierta de par en par… ya era permanente esta situación. Desde que se casó con Antonio, las dos casas se habían convertido en una.

En la medida que avanzaba hacia la casa paterna, Lola se relajaba. Las flores se hallaban por doquier, igual que los frutos de los árboles, que se encontraban esparcidos por el suelo. La carga de este año había sido generosa. Las fragancias dulces y ácidas se entremezclaban.

Se sentía bien esa mañana, a pesar de que el bebé en el vientre se le encajaba. Paso a paso se acercaba; y a cada paso que daba, las voces se escuchaban más alteradas. Todos estaban reunidos en la terraza de la cocina. Hablaban y hablaban, todos al mismo tiempo. Los niños se encontraban ahora sentados en los escalones, mirando atentos a todos los que allí se hallaban.

Al ver a Lola, Antonio pidió a todos que guardaran silencio, y así lo hicieron. Ella se quedó viéndolos intrigada.

—Padre, ¿qué te pasa? —le preguntó Lola, sujetando su vientre con las manos, mientras corría hacia él.

Don Luis estaba pálido y mantenía su mano en el lado izquierdo del pecho, bajándola de vez en cuando por el brazo.

—¿Qué pasa, padre? —volvió a preguntarle, esta vez de rodillas ante él y abrazada a su regazo.

Antonio acercó un asiento al lado de su suegro y, cargando a su amada, la sentó allí.

Todos guardaban el más estricto silencio, esperando quién y cómo le contarían a Lola el acontecimiento.

—Amor, deja tranquilo a tu padre, está algo sofocado. Yo te informaré lo que sucede —le dijo Antonio, sentándose frente a ella—. Bueno, sucede que el trasatlántico que abordó tu tía Isabel fue desviado de su curso; en vez de seguir su ruta hacia Norteamérica, se dirige a África. Durante tres días no se supo de él, pero ya se sabe que ha sido secuestrado, manteniendo como rehenes a los pasajeros y tripulantes. Llevan doce días de cautiverio. Se está negociando y creo que los liberarán hoy en Brasil. Es lo que se sabe; está en los noticieros y periódicos de todo el mundo, The New York Times y Paris Match, entre otros.

Al parecer, la causa es política, no de simple piratería. Hoy mismo se sabrá si las autoridades de Brasil les conceden el asilo político solicitado. Si lo dan, todo termina y no pasa más nada. Todos se encuentran en perfectas condiciones. Eso es, amor, eso es lo que pasa…

Cuando terminó de hablar, todas las miradas se posaron en Lola, esperando su reacción. Ella quedó callada. Sus ojos se movían de un lado para otro, pensaba. Bajó la cabeza hasta el pecho, abrazando fuertemente su vientre.

De repente, empezó a temblar, todo su cuerpo se agitaba. Era evidente que contenía sus emociones.

—Perdona, padre mío, mi insolencia; sé que es tu hermana y debes, por ella, estar preocupado… ¡pero qué suerte tiene la tía! —dijo esto al tiempo que echaba la cabeza para atrás y soltaba una carcajada tan contagiosa, que todos empezaron a reír con ella, sin saber por qué.

—¿Por qué nos estamos riendo, hija, si no es nada gracioso? —le preguntó Don Luis, evidentemente más relajado.

—¡Ah, padre! Mi tía lleva tiempo a bordo. ¿Te imaginas la cantidad de gente de la que se habrá hecho amiga? ¿La cantidad de historias de las que se habrá enterado, las cuales magnificará para contarlas a sus conocidos al llegar a España? Además, ¿no estamos en febrero? Se celebra en Brasil uno de los más grandes carnavales del mundo… ¡por Dios, padre, la tía lo está pasando de lo lindo!

Cogió entre sus manos el rostro de su padre y lo besó tiernamente; con la mirada serena de ella, él se tranquilizó.

Ese mismo día recibieron un telegrama: ¡la tía Isabel estaba en el puerto de Recife, Brasil, rumbo a Río de Janeiro, y aprovecharía el evento para disfrutar de los Carnavales!

Todos empezaron a echar chistes a costa de la tía Isabel, menos Doña Matilde, quien estaba arrepentida de no haber aceptado la invitación de ella para que la acompañara en el viaje… ¡moría de la envidia por haberse perdido tales aventuras!

“Tía Isabel: secuestrada en alta mar, ¡pero con samba en el corazón!”










NOTA: La foto que ilustra este relato fue obtenido de "Imágenes" de Google; se desconoce su autor o propietario: a ellos los méritos y derechos que correspondan.

domingo, 17 de abril de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (46) LA BODA


 “Cuando la perfección aburre, una caída siempre salva la fiesta.” 

El tiempo transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Sin darse cuenta, ya estaban casados. Antonio y Lola habían hecho su sueño realidad. Todos los familiares estaban a su derredor mientras el fotógrafo hacía malabares para tomar esa gran foto… una donde salieran los contrayentes y sus invitados especiales: los empleados y peones de la hacienda.

Lola estaba muy orgullosa de ellos, eran como de la familia, los conocía desde niña… algunos la vieron nacer. Todos estaban impecablemente trajeados con sus vestimentas típicas llaneras, como los novios. Todo era un relajo: que si los altos atrás, que si las mujeres sentadas y los niños en sus faldas. Después de un buen tiempo y mucho ajetreo, lo lograron: quedó perfecta… a decir del fotógrafo.

Luego vino la familiar, con el resto de los invitados; la misma vaina: que si pónganse aquí o pónganse allá. Total, después de muchas risas y alboroto, también la tomaron. Todos estaban contentos, todo se desarrollaba según lo planeado.

Abundancia de comida y bebida… y música con arpa, maracas y cuatro. No había espacio que no se impregnara del olor de la carne en vara. Oscurecía y se veía la candela y se oía el chasquido de la leña arder. Flores en abundancia, como la bebida que los embriagaba. Poco a poco se fue yendo la gente, bien porque lejos vivían o porque eran prudentes. Se fueron quedando los que allí pernoctarían.

Fue una boda generosa, espléndida… pero nada pretenciosa. Al final, solo quedaron tres mesas ocupadas. La de los nuevos esposos, con sus cuñados y cuñadas; cuchicheaban y reían a carcajadas. Hablaban de todo; se contaban chistes, algunos groseros, otros tontos… pero igual se reían como bobos. Estaban embriagados por el alcohol y por el amor… como dijo el poeta Rubén Darío: ¡juventud, divino tesoro!

En otra mesa estaban los hombres: entre ellos Don Luis, el cura Don José, el comunista Don Carlos, Emilio —esposo de Matilde— y el padre de los Santamaría. De lejos, pareciera que hablaban cosas serias, como asuntos de negocios; pero, qué va, estaban igual que los muchachos: jodiendo y pasando un buen rato. Se contaban esas cosas que no se pueden charlar delante de las esposas, pues los molerían a palos.

Una tercera mesa, donde las mujeres, ya descalzas, suspiraban de alivio por tener los pies hinchados.

—Los muchachos lograron sorprenderme, se encargaron de todo y todo lo hicieron bien —comentaba Doña Ana, llena de satisfacción y orgullo—. Fíjense qué bonita quedó la ceremonia. La capilla estaba muy iluminada por la suave luz de la mañana y fragante a jazmines y rosas, todas las flores blancas… ¡Ah! Y cuando entró Lola del brazo de mi Luis, tan guapo él, tan bella ella… y empezaron los niños del coro a cantar el Ave María… —Doña Ana dejó de hablar, las lágrimas le cortaron las palabras.

—Carajo, Ana, ya has visto a Lola entrar por la iglesia varias veces, ¿y todavía te emocionas? —le dijo la buscapleitos de Matilde, muerta de la risa.

—Hermana, te juro que nunca vi a Lola tan esplendorosa; su mirada era otra. Estoy segura de que, para ella, este es su primer matrimonio. ¡Esta vez se casó de mente, cuerpo y alma… se casó con Antonio, con su amor de toda la vida! —le contestó ella con una sonrisa de satisfacción.

—¿Se dieron cuenta de que Lola, en más de una ocasión, se ha llevado la mano al vientre volteando a mirar a Antonio y que este le devuelve una sonrisa cómplice? —preguntó la madre de Antonio, al tiempo que miraba a Doña Ana, como esperando respuesta de ella.

—¡Claro que me di cuenta!, ¿cómo no hacerlo?… si cuando ella se tocaba el vientre el semblante le cambiaba, se le llenaba de luz. Estoy segura de que ya mi octavo nieto viene en camino… ¡apuesto lo que sea! Además, no soy tonta, aunque me haga la pendeja, eso de que la modista tuviera que “ajustarle” el vestido tres veces… ¡no es pura coincidencia! —le respondió de lo más tranquila a su consuegra. Total, Lola no era ninguna doncella y, Don Luis y ella, ya se lo temían.

—¡Gracias a Dios! —exclamó la tía Isabel persignándose. Como todas se voltearon a verla muy intrigadas, ella se apresuró a aclarar—: Esta ha sido una boda perfecta. Nada faltó, vinieron todos los que tenían que venir, todo fue espléndido, cálido y hermoso. Reinó la alegría y la armonía. No hubo ni una discordia, ni un plato roto. Nadie se llevó nada… no falta ni una de las cucharillas de plata. Díganme ustedes: si no hubo pleitos, fallas ni alborotos… ¿qué puedo yo contar a los otros? ¡Nada, nada que chismear! Dios, te pido que la novia esté preñada… así, por lo menos, ¡no parecerá un cuento de hadas!

A Doña Matilde esto le pareció lo más sensato que alguna haya dicho; a ella tanta perfección le parecía aburrimiento y, por primera vez, tal impertinencia no había salido de su boca, sino de la tía Isabel.

De inmediato, se dirigió a la mesa de los hombres para chismosearles lo de la sospecha de embarazo de Lola, olvidándose de que estaba descalza. Pisó algo que le hirió el pie, haciéndole perder el equilibrio. Trató de sostenerse de la mesa, pero no lo logró. Cayó bruscamente al piso, de rodillas.

Del impacto, la falda y las enaguas fueron a parar a su espalda, dejando al descubierto sus blancas bragas, tan blancas como sus gordas nalgas. Todos lo vieron, para su desgracia. Aunque el curita Don José se apresuró a auxiliarla, ya de la burla no la salvaba ni la más fervorosa plegaria. Todos se reían de ella a carcajadas, aunque los caballeros trataban de ocultarlo tapando sus bocas con sus finos pochette, ¡igual de blancos!

—Gracias, Matilde, ahora sí puedo decir que yo me aseguraré… ¡de que esta boda no sea olvidada! —le gritó sarcásticamente la tía Isabel, mientras se levantaba de su asiento para hacerle creer que intentaba ayudarla, aunque en realidad grababa en su mente la escena… ¡para después contarla!

“Ni la bendición del cura ni el aroma de jazmines salvaron a Matilde del ridículo.”

 “Cuando la perfección aburre, una caída siempre salva la fiesta.” 

El tiempo transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Sin darse cuenta, ya estaban casados. Antonio y Lola habían hecho su sueño realidad. Todos los familiares estaban a su derredor mientras el fotógrafo hacía malabares para tomar esa gran foto… una donde salieran los contrayentes y sus invitados especiales: los empleados y peones de la hacienda.

Lola estaba muy orgullosa de ellos, eran como de la familia, los conocía desde niña… algunos la vieron nacer. Todos estaban impecablemente trajeados con sus vestimentas típicas llaneras, como los novios. Todo era un relajo: que si los altos atrás, que si las mujeres sentadas y los niños en sus faldas. Después de un buen tiempo y mucho ajetreo, lo lograron: quedó perfecta… a decir del fotógrafo.

Luego vino la familiar, con el resto de los invitados; la misma vaina: que si pónganse aquí o pónganse allá. Total, después de muchas risas y alboroto, también la tomaron. Todos estaban contentos, todo se desarrollaba según lo planeado.

Abundancia de comida y bebida… y música con arpa, maracas y cuatro. No había espacio que no se impregnara del olor de la carne en vara. Oscurecía y se veía la candela y se oía el chasquido de la leña arder. Flores en abundancia, como la bebida que los embriagaba. Poco a poco se fue yendo la gente, bien porque lejos vivían o porque eran prudentes. Se fueron quedando los que allí pernoctarían.

Fue una boda generosa, espléndida… pero nada pretenciosa. Al final, solo quedaron tres mesas ocupadas. La de los nuevos esposos, con sus cuñados y cuñadas; cuchicheaban y reían a carcajadas. Hablaban de todo; se contaban chistes, algunos groseros, otros tontos… pero igual se reían como bobos. Estaban embriagados por el alcohol y por el amor… como dijo el poeta Rubén Darío: ¡juventud, divino tesoro!

En otra mesa estaban los hombres: entre ellos Don Luis, el cura Don José, el comunista Don Carlos, Emilio —esposo de Matilde— y el padre de los Santamaría. De lejos, pareciera que hablaban cosas serias, como asuntos de negocios; pero, qué va, estaban igual que los muchachos: jodiendo y pasando un buen rato. Se contaban esas cosas que no se pueden charlar delante de las esposas, pues los molerían a palos.

Una tercera mesa, donde las mujeres, ya descalzas, suspiraban de alivio por tener los pies hinchados.

—Los muchachos lograron sorprenderme, se encargaron de todo y todo lo hicieron bien —comentaba Doña Ana, llena de satisfacción y orgullo—. Fíjense qué bonita quedó la ceremonia. La capilla estaba muy iluminada por la suave luz de la mañana y fragante a jazmines y rosas, todas las flores blancas… ¡Ah! Y cuando entró Lola del brazo de mi Luis, tan guapo él, tan bella ella… y empezaron los niños del coro a cantar el Ave María… —Doña Ana dejó de hablar, las lágrimas le cortaron las palabras.

—Carajo, Ana, ya has visto a Lola entrar por la iglesia varias veces, ¿y todavía te emocionas? —le dijo la buscapleitos de Matilde, muerta de la risa.

—Hermana, te juro que nunca vi a Lola tan esplendorosa; su mirada era otra. Estoy segura de que, para ella, este es su primer matrimonio. ¡Esta vez se casó de mente, cuerpo y alma… se casó con Antonio, con su amor de toda la vida! —le contestó ella con una sonrisa de satisfacción.

—¿Se dieron cuenta de que Lola, en más de una ocasión, se ha llevado la mano al vientre volteando a mirar a Antonio y que este le devuelve una sonrisa cómplice? —preguntó la madre de Antonio, al tiempo que miraba a Doña Ana, como esperando respuesta de ella.

—¡Claro que me di cuenta!, ¿cómo no hacerlo?… si cuando ella se tocaba el vientre el semblante le cambiaba, se le llenaba de luz. Estoy segura de que ya mi octavo nieto viene en camino… ¡apuesto lo que sea! Además, no soy tonta, aunque me haga la pendeja, eso de que la modista tuviera que “ajustarle” el vestido tres veces… ¡no es pura coincidencia! —le respondió de lo más tranquila a su consuegra. Total, Lola no era ninguna doncella y, Don Luis y ella, ya se lo temían.

—¡Gracias a Dios! —exclamó la tía Isabel persignándose. Como todas se voltearon a verla muy intrigadas, ella se apresuró a aclarar—: Esta ha sido una boda perfecta. Nada faltó, vinieron todos los que tenían que venir, todo fue espléndido, cálido y hermoso. Reinó la alegría y la armonía. No hubo ni una discordia, ni un plato roto. Nadie se llevó nada… no falta ni una de las cucharillas de plata. Díganme ustedes: si no hubo pleitos, fallas ni alborotos… ¿qué puedo yo contar a los otros? ¡Nada, nada que chismear! Dios, te pido que la novia esté preñada… así, por lo menos, ¡no parecerá un cuento de hadas!

A Doña Matilde esto le pareció lo más sensato que alguna haya dicho; a ella tanta perfección le parecía aburrimiento y, por primera vez, tal impertinencia no había salido de su boca, sino de la tía Isabel.

De inmediato, se dirigió a la mesa de los hombres para chismosearles lo de la sospecha de embarazo de Lola, olvidándose de que estaba descalza. Pisó algo que le hirió el pie, haciéndole perder el equilibrio. Trató de sostenerse de la mesa, pero no lo logró. Cayó bruscamente al piso, de rodillas.

Del impacto, la falda y las enaguas fueron a parar a su espalda, dejando al descubierto sus blancas bragas, tan blancas como sus gordas nalgas. Todos lo vieron, para su desgracia. Aunque el curita Don José se apresuró a auxiliarla, ya de la burla no la salvaba ni la más fervorosa plegaria. Todos se reían de ella a carcajadas, aunque los caballeros trataban de ocultarlo tapando sus bocas con sus finos pochette, ¡igual de blancos!

—Gracias, Matilde, ahora sí puedo decir que yo me aseguraré… ¡de que esta boda no sea olvidada! —le gritó sarcásticamente la tía Isabel, mientras se levantaba de su asiento para hacerle creer que intentaba ayudarla, aunque en realidad grababa en su mente la escena… ¡para después contarla!

“Ni la bendición del cura ni el aroma de jazmines salvaron a Matilde del ridículo.”


NOTA: La foto que ilustra este relato fue obtenido de "Imágenes" de Google; aparece en ella un nombre en manuscrito, se desconoce si es su autor o propietario: a ella los méritos y derechos que correspondan.

viernes, 15 de abril de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (45) LOS ZALAMEROS


“Doña Ana bajó la guardia… ¡y los Santamaría la tenían bailando en la palma de su mano!”

Los preparativos de la boda de Lola y Antonio marchaban bien. Doña Cándida, la modista, entraba y salía a cada rato haciendo pruebas y ajustando. Lola había tomado la responsabilidad de los preparativos junto con su prometido, que se había tomado a pecho la ceremonia y participaba con gran entusiasmo. Esto le vino como anillo al dedo a Doña Ana, pues el asunto de los enamoramientos de Márgara y Ana Isabel la tenían muy apagada, completamente apática. También delegó en las muchachas lo de la cena de bienvenida a los Santamaría, pues si ellas eran suficientemente mujeres para tener “novios”, también lo serían para encargarse de esos asuntos domésticos.

¡Que fueran practicando!, les había dicho, como si se tratase de un castigo. Pensó que se molestarían, pero, qué va, ellas encantadas, lo hacían con mucha alegría. ¡Otro tiro por la culata que le salía a Doña Ana!

Abatida como estaba, se recluyó en su habitación, no la necesitaban. Acostada en la cama cavilaba sobre el asunto; sabía que no tenía ni derechos ni motivos para sentirse así, pero así se sentía: traicionada y abandonada… ¡como un trapo viejo apartada! De esta manera, golpeada en su ego y sin hacer absolutamente nada, fue como se le metió en la cabeza un plan para sabotear la cena.

Haría todo lo posible para deslucir a los muchachos ante sus hijas, a ver si estas se decepcionaban y volvían a sus andadas. Una cosa que no les permitiría por nada era que abandonasen sus estudios en la universidad: de la preparación de ellas dependía, ahora, el negocio familiar y, a futuro, su estabilidad personal. No quería que siguiesen los pasos de ella y su hermana Lola: solo parir y criar. No, ahora las mujeres tenían muchas puertas abiertas; los tiempos habían cambiado y ellas se hacían de profesiones y entraban al campo laboral y, con las pastillas anticonceptivas… ¡ni hablar, completa libertad!

Cómo le hubiera gustado a ella tener esa oportunidad. Se arreglaba, quería quedar muy hermosa para impresionar a los rufianes que venían a robarles a sus hijas y, encima, les tenía que dar de comer y beber. Doña Ana pensaba y pensaba… y no pensaba bien; solo pensaba en cómo fastidiar a los muchachos, guiada por sus celos de madre.

—Amor, ¡estás muy hermosa! Los Santamaría deberán fijarse bien, pues pareces otra de las muchachas. Jamás pensarán que eres la suegra —le dijo Don Luis acariciando el rostro de su mujer y mirándola como él solo podía hacerlo—. Pero algo te digo: no has pronunciado una sola palabra en todo el día y, por tu mirada, sé que traes algo en mente… ¡yo no daría ni un centavo por esos pensamientos!

Listos como estaban, Don Luis puso galantemente su brazo para que su amada de él se asiera; bajaron juntos las escaleras. Apenas los vieron, los tres Santamaría se acercaron a ellos. Doña Ana los miró muy seria, estaba dispuesta a dar la batalla y, ¡con una mirada acérrima les anunciaba el inicio de la guerra! Pero ellos, a eso, no le hicieron ningún caso, estaban prevenidos, ya esperaban esa reacción y tenían sus propios planes: conquistar a la suegra… ¡a como diera lugar!

Antonio sonreía, bien la conocía y le constaba su bondad; esa máscara de mujer dura y despiadada caería sin dificultad. Cedió a sus hermanos el protagonismo de la noche; nada diría a su suegra de lo hermosa que la observaba.

Gabriel y Alejandro Santamaría, en franca conspiración con Márgara y Ana Isabel, no se despegaron de Doña Ana. No hubo palabras de halago que no pronunciaran… y muy dulcemente. Con humildad y respeto, prodigaron a su suegra todo tipo de atenciones, como la reina que era, la madre de sus princesas.

La llenaron de obsequios: perfumes de Francia, mantillas de España, manteles bordados de Portugal, perlas negras de Tailandia y finas sedas de Marruecos. A Don Luis le trajeron tabaco rubio inglés y vinos italianos y franceses… y el más fino güisqui escocés.

Márgara y Ana Isabel sonreían, el plan estaba dando resultado: sus padres estaban animados, abrumados con las atenciones, muy contentos y relajados. Doña Ana bajaba la guardia, era imposible no hacerlo. Los Santamaría se los habían metido en los bolsillos, ¡los tenían comiendo en las palmas de sus manos!

Eran hábiles en el arte de la conversación, muy gentiles y dulces… y tan guapos como Antonio. Doña Ana y Don Luis no eran pendejos, estaban conscientes de que esa zalamería tenía un claro objetivo: conquistarlos a ellos para quedarse con las hijas. ¡Y lo habían logrado!

Hubo un momento en que se quedaron solos. Se miraron el uno al otro:

—Ahora, ¿Qué piensas, amor? ¿Aún sigues con ellos disgustada? —le preguntó Don Luis a Doña Ana, mientras le besaba las manos.

—A ti no te puedo mentir. Sabes que lograron conquistarme, son encantadores. Y si eso fue conmigo, que soy su suegra, ¡imagínate cómo las habrán enamorado a ellas! —le contestó a su marido con serenidad y dulzura—. Serán muy buenos esposos, no me queda la menor duda de ello.

Antonio y Lola los observaban de lejos, vieron sus caras aliviadas e iluminadas. La tormenta había pasado y ellos podrían continuar sus planes de boda sin ninguna sombra que la opacara… ¡su felicidad continuaba!

“Doña Ana: vencida pero feliz; los Santamaría: genios de la diplomacia familiar.”


NOTA: La foto que ilustra este relato fue obtenido de "Imágenes" de Google; se desconoce su autor o propietario: a ellos los méritos y derechos que correspondan.

LOLA Y SUS ENREDOS: (44) LA SOLEDAD



“Cuando el ‘bla, bla, bla’ se vuelve música de fondo, el corazón aprende a escuchar lo importante.” 

Doña Ana estaba acostada en su cama, nada le dolía… ¡solo el alma! Había estado llorando toda la tarde. No se había dado cuenta de que sus hijas ya eran unas señoritas casaderas… hasta esa mañana, ¡las creía aún niñas! Estaban enamoradas de los Santamaría, precisamente de ellos; no podían ser otros, sino ellos… que eran una familia de viajeros. Se la pasaban viaja que viaja, por los negocios poco compartían en familia; estaban más tiempo separados que juntos. Se robarían a sus niñas, las separarían de ellos… ¡desmembrarían a la familia! ¿Y sus nietos? ¡Se los llevarían también, qué desgracia!

Al pensar en todo esto, recorría en su mente su casa. Imaginaba los cuartos vacíos y en silencio; la cocina quieta, sin que se oyera un cubierto o una taza. Y los jardines… ¿quiénes jugarían en ellos? ¿Quiénes recogerían las flores y los frutos? ¿Y la hacienda… quiénes ayudarían a Luis a administrarla, a sacar las cuentas? ¡Nadie, porque todas ellas, con los niños, se irían!

Ya lágrimas no le quedaban y la resignación se le encimaba, cuando a la habitación entraron su hermana y cuñada.

—Vamos, Ana, esto es lo más egoísta que he visto en mi vida… ¡y tú no eres así! ¿Qué pasa contigo? —le reclamó Matilde a su hermana, sentándose también a su lado, por el otro lado de la cama.

—¿Qué pasa, Ana? ¡Estás pasada de pendeja! —le dijo su cuñada Isabel, sentándose a su lado y poniendo en sus manos una taza de café con leche caliente y cremoso, como a ella le gustaba—. Presta atención, estás ahogándote en un vaso de agua; la mayoría de las veces las cosas no suceden como las pensamos, sino todo lo contrario. No te anticipes, deja que las cosas sucedan para que puedas hacerles real frente. Además, no es justo: las muchachas querían sorprenderte con algo que ellas pensaban iba a ser maravilloso y, estúpidamente, se ha vuelto una tragedia. Apóyalas, disfruta con ellas el presente… ¡ya se verá qué pasa mañana!

Doña Ana dejó que siguieran hablando, pero ella seguía absorta en sus pensamientos, en el sentimiento de abandono que la embargaba. Solo escuchaba un bla, bla, bla… pero no oía nada.

Los monólogos de la hermana y la cuñada fueron interrumpidos por Doña Blanca, que vino a avisarle que abajo se encontraban Don Antonio y sus padres, que a ella querían hablarle. Doña Ana cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, apoyándola contra la cabecera de la cama, sin disimular el fastidio que ello le daba.

—Lo que me faltaba, más bla, bla, bla… y, a mí, ¡no me interesa oírlos para nada! —exclamó evidentemente molesta.

Doña Matilde dio instrucciones a Doña Blanca de que les informara que, en un momento, ella bajaría y los atendería. De inmediato, y con la ayuda de Doña Isabel, se dio a la tarea de animarla para que se arreglara y reuniera con ellos. Así se hizo.

Cuando Doña Ana bajaba las escaleras, Antonio la alcanzó y le dijo algo al oído. Ella dibujó una amplia sonrisa, iluminándosele el rostro. Se asió de su brazo y bajaron los dos juntitos. Olvidó por un momento su amargura y saludó amable y cariñosamente a los visitantes: eran sus amigos de toda la vida, debía mantener eso presente en su mente.

—Espero nos disculpen por venir sin avisar, pero Antonio nos comentó de lo aquí sucedido… y sentimos que estamos obligados a aclarar ciertos asuntos; de esta manera pensamos que las cosas serán apreciadas desde otro punto de vista —inició la conversación la madre de Antonio, de manera amable y prudente.

Guardó silencio cuando hizo acto de presencia Don Luis, quien saludó y se sentó junto a su mujer, tomándose de las manos. Los dos presentaban signos de cansancio… y de haber llorado, mucho; estaban con los hombros caídos, encorvados, deprimidos.

Inmediatamente tomó la palabra el padre, quien intentó enaltecer a sus hijos para presentarlos como buenos candidatos para las muchachas: que si eran trabajadores; que si eran graduados de la prestigiosa y antigua Universidad Central, ahora Complutense, ubicada en la Moncloa, Madrid; que si los muchachos residían en una villa decente frente al campus; que si esto, que si aquello y que si patatín o patatán, puro bla, bla, bla, bla…

Don Luis y Doña Ana los miraban, los escuchaban… pero ninguno de los dos prestaba atención. Sus mentes se concentraban en una sola cosa: se enfrentaban a algo para lo cual no estaban preparados… ¡la soledad!

Ambos echaron un largo suspiro, se miraron apretándose las manos. Sin mediar entre ellos palabra alguna, se dijeron todo, llegaron a un acuerdo… ¡la resignación era la salida!

“Entre suspiros y cafés, aprendemos que la resignación puede ser muy entretenida.”


Dedicatoria: Este capítulo se lo dedico a mi hijo Francisco José, porque sé el significado que tiene la Universidad Complutense, Madrid, para él, para mi querida nuera y fiel lectora, y mis nietos.

NOTA: La foto que ilustra este relato fue obtenido de "Imágenes" de Google; se desconoce su autor o propietario: a ellos los méritos y derechos que correspondan.

jueves, 14 de abril de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (43) EL SECRETO



“Si quieres mantener un secreto en esta familia, ¡prepárate para Doña Cándida!”

Márgara subió las escaleras refunfuñando y, tras ella, Ana Isabel. Doña Cándida tapaba su rostro con sus manos, estaba apenada; si no fuera obesa, de seguro se hubiese escondido bajo la mesa. Antonio se acercó a Lola y en el oído le dijo unas palabras, lo mismo hizo Don Luis con Doña Ana. Ambas salieron, con pasos apresurados, detrás de las muchachas. Doña Matilde y la tía Isabel fueron rápido a la cocina a advertirle a Doña Teresa que se olvidara de lo del brindis. Antonio se puso de pie y dio unas palmadas a su suegro en la espalda, tratando de apaciguar su ánimo.

—Tómeselo con calma, Don Luis, que no ha pasado ninguna desgracia; si Márgara y Gabriel en realidad se aman, lo peor que pueda pasar es que la familia crezca y se una más. Roguemos a Dios que así sea —dijo esto tomando suavemente la mano de Doña Cándida, haciéndole una seña de que, con él, se marchara.

—¿A dónde vas, Antonio? ¿Me vas a dejar solo con este zaperoco armado? —le dijo Don Luis, con tono preocupado, a su yerno.

—Voy a mi casa, debo sostener una charla con mis padres. Luego regreso… —le explicó con una sonrisa y, con la mirada, le hizo un ruego de que mantuviera la calma.

Así lo hizo. Prendió un habano y se fue a caminar por los jardines… cavilando sobre el asunto de los nuevos tórtolos, pensando él ¡que eso sería todo!

En el cuarto de Márgara, era otra vaina; ella estaba recostada sobre su cama, llorando como una Magdalena. A su lado estaba sentada Ana Isabel, en silencio y cabizbaja; no la consolaba ni decía ninguna palabra. Estaba pálida, muy asustada, pensando en lo que diría su madre cuando lo de ella se enterara… Dos noticias al mismo tiempo eran como mucho para Doña Ana, quien entró alterada, dando un portazo que se escuchó hasta la otra cuadra.

—No entiendo en qué les he fallado para que en mí no tengan confianza; aquí estoy yo, dispuesta a escucharlas. ¡Díganmelo, pues… díganmelo en mi cara! —dijo encolerizada y vuelta un mar de lágrimas.

Doña Ana se sentó en la cama, al lado de Márgara, dándole palmadas en la nalga para que se volteara y con ella se franqueara. Miró a Ana Isabel con extrañeza por la actitud tan absorta que guardaba.

—¿Y a ti qué te pasa, por qué tienes esa cara? ¡No me vayas a salir con que tú también te traes una vaina! —le dijo su madre, más furiosa que soldado en batalla.

Aquí Lola intervino. Se arrodilló frente a su madre; tomándola por los hombros, la arrimó a ella, abrazándola.

—¡Cálmate, madre, no nos has fallado en nada… eres la mejor de todas! Baja la guardia para que puedas comprender lo que aquí pasa. Yo te lo contaré, por ellas hablaré —le dijo al tiempo que acariciaba su rostro con dulzura, para que se tranquilizara.

—¡El colmo de los colmos, tú sabías todo y también me lo ocultaste… qué desgracia! —se tapó el rostro con sus manos y lloraba y lloraba, desconsoladamente, la pobre Doña Ana.

—Madre, guarda silencio, ¡no sentencies antes de juzgar! Si no te conté antes, es porque a mí no me correspondía ese derecho. No se te ha ocultado nada de lo que debas avergonzarte, nada malo aquí pasa. Tú sabes que los Santamaría son amigos de nosotros desde la infancia; así fue como Antonio y yo nos enamoramos. Pues bien, Ana Isabel y Márgara… también, ¡pero de Alejandro y Gabriel! Claro, como ellas eran más chicas, no habían definido nada, pero la amistad continuó por cartas… hasta que determinaron que sí, que sí estaban enamorados.

Ellas no te anticiparon nada, querían hacer algo bonito cuando ellos llegaran; pero vino Doña Cándida y zuaaas… ¡soltó la lengua!, no pudo quedarse callada. Claro, como el marido trabaja en la Oficina de Correos, ¡de todo está enterada! Ves, madre, no es ninguna tragedia; hasta bonito sería que ellos matrimonio contrajeran. Así los Santamaría-Díaz serían una familia grande y unida… ¡nadie nos vencería! —esto último lo dijo Lola en broma, a ver si a su madre una sonrisa le sacaba.

Pero Doña Ana, ya calmada, para nada la escuchaba. Estaba ensimismada en sus pensamientos. No podía quitarse la idea de lo desolada que quedaría su gran casa si todas sus hijas se casaran y marcharan… ¡al mismo tiempo! ¿Y la algarabía de los nietos? ¿También los perderían?… eso, a su marido y a ella, ¡el alma desgarraría!

La pobre Doña Ana estaba abatida, un duro golpe le habían asestado en el corazón sus niñas. Tonta ella que pensaba en eso, en el futuro inminente… ¡cuando Dios tenía, para ellos, otra cosa en mente!

 “Amor joven, secretos viejos y un portazo que retumba hasta la cuadra de al lado.”

 

NOTA: La foto que ilustra este relato fue obtenido de "Imágenes" de Google; se desconoce su autor o propietario: a ellos los méritos y derechos que correspondan.

LOLA Y SUS ENREDOS: (42) LA IMPRUDENCIA



"En esta familia, planificar es un arte… y meter la pata, un deporte olímpico.”

Desde que Antonio anunció la fecha de la boda y la llegada de sus hermanos, Doña Ana y Lola no se daban abasto con el sinfín de tareas por cumplir para que todo saliera como ellos querían. Don Luis observaba que su mujer mostraba signos de gran agobio, más que de cansancio, igual que él. Y Lola los observaba a ellos, con gran preocupación. Un mes era un tiempo muy ajustado para arreglar todo, incluyendo las invitaciones y el alojamiento de los invitados. Todos se reunían, cada día y cada rato, en la mesa de la terraza, con papel y lápiz en mano, para anotar cada detalle que fuera necesario. Ese día estaba presente Doña Cándida, la modista, para tomar medidas y decidir los diseños de los trajes, tanto de la novia y su cortejo, como del resto de los miembros de la familia y, lo más importante, estimar la fecha de entrega de estos.

—Padre, los he observado y he notado, con mucha alarma, que tú y mi madre están muy ansiosos. Estamos conscientes de que la fecha fijada es muy próxima y eso dificulta las tareas planificadas. Yo propongo algo —dijo esto, mirando y tomando de la mano a Antonio, quien estaba junto a ella—: que depende de lo que diga Doña Cándida, aquí y hoy, estableceremos la fecha definitiva, bien en la previamente acordada o postergándola unos días más, los que estimemos necesarios; pues quiero que, en mi boda, en esta, todos estemos contentos y saludables… ¡la presión nos está matando! ¿Están de acuerdo conmigo?

Todos guardaron silencio, se miraron unos a otros e hicieron muecas y señas con las manos, dejando en claro que no solo estaban de acuerdo, sino que era lo razonable. En fracciones de segundo se relajaron, fijando —finalmente— la mirada en Doña Cándida, a quien se le trasladó la responsabilidad de determinar el tiempo necesario para realizar la ceremonia. Ella, con la jocosidad que la caracterizaba, echó un gran suspiro y manoseó su cuaderno, pasando las hojas de adelante hacia atrás y viceversa, repetidamente. Luego, poniendo una expresión muy seria, como quien va a dictar una sentencia de muerte, lo cerró bruscamente con ambas manos, tan fuerte que se estremeció la mesa… ¡haciendo sonar todo lo que en ella se encontraba!

—Telas tengo en cantidad suficiente para elaborar los trajes, según los diseños acordados y medidas tomadas… salvo el de la novia. Pero, por ello, no debemos preocuparnos; mi proveedor resolverá esta situación. El problema radica en la confección; no estamos hablando de cualquier traje, estamos hablando de muchos trajes de finas telas y acabados, con bordados y pedrería, ¡no es cualquier tontería! —enfatizó Doña Cándida, adoptando un gesto de que a ella no le echaran la culpa. Todos rieron al ver el semblante de la modista, toda ella regordeta y pintorreteada como acostumbraba; parecía una graciosa cerdita salida de un cuento de hadas.

—Bien, ¿y cuánto tiempo estima usted necesario para realizarlos, sin premura y con calidad en los detalles y remates? —le inquirió Lola sin signo de preocupación.

—Un cálculo prudente… ¡mínimo, tres meses! —dijo ella muy ceremoniosa.

Todos pusieron cara de asombro y, de inmediato, miraron a Lola, esperando su reacción. Lola, con el rostro completamente relajado y la mirada extraviada en algún lugar del jardín, sacaba cuentas mentalmente con toda la calma del mundo. Apretó la mano de Antonio y lo miró con entusiasmo.

—Cariño, ¿qué te parece si nos casamos en diciembre, para poder hacer las cosas bien y con calma… y en la hacienda? Así resolvemos el problema de alojar a los invitados; entre la de ustedes y la nuestra hay espacio suficiente para ello. ¿Qué te parece? —Lola no había terminado de hablar cuando Antonio estaba pegando gritos de alegría, como niño chiquito. Estaba muy contento; allí se habían conocido y enamorado… ¡sería la mejor Navidad de su vida!

Todos se relajaron; harían las cosas con calma, sería la boda perfecta. Cuando la alegría reinaba, a Doña Cándida se le ocurrió abrir la boca, solo para meter la pata.

—Estarás muy contenta, Márgara, por fin tu galán te vendrá a visitar, ¿quién lo diría…? ¡Dos de las Díaz Robaina, con dos de los Santamaría! —El silencio se hizo y, como ventiladores a toda potencia, los allí presentes miraban de un lado a otro, viendo las caras de las dos mujeres, quienes se miraban fijamente entre ellas. Doña Cándida mostraba una expresión que denotaba conciencia de su imprudencia y Márgara, furiosa, por haberle quitado el privilegio de dar la noticia oportunamente, como correspondía.

Doña Ana quedó desconcertada, pues las muchachas no le habían contado nada. Don Luis se puso rojo como un tomate; detestaba que los extraños se enteraran primero que él de lo que sucedía en su casa y se lo restregaran en la cara. Márgara, entre furiosa y frustrada, se levantó de la mesa y se fue llorando directo a su cama.

“Cuando el cálculo de telas se convierte en drama familiar, solo queda reírse… y aplastar algunas mesas.”

NOTA: La foto que ilustra este relato fue obtenido de "Imágenes" de Google; se desconoce su autor o propietario: a ellos los méritos y derechos que correspondan.