Don Luis vio partir a sus
mujeres con los niños; preocupado por ellas no estaba. Sabía que podían
cuidarse solas, eran mujeres de vanguardia. Aunque era extraña la actitud de
Lola, tampoco le mortificaba: estaba seguro de que su hija se compondría tan rápido
como canta un gallo.
Los niños sacaban la
cabeza por las ventanas para despedirse de su abuelo, quien les sonreía con
auténtica alegría; tenía una mano metida en el bolsillo y con la otra su habano
aspiraba. En unos días se reuniría con ellas; su descanso finalizaba. Volvería
al trabajo del campo, lo que le apasionaba.
—¡Ah! —exclamó Don Luis—.
Solito me quedo, ¡malo no es! —y soltó una risa que le salió del alma.
De inmediato se dispuso a
comunicarse con sus amigos para organizar la jugada de cartas. ¡Al cura Don
José le tenía preparada la revancha!
De la casa a la hacienda
había muchos kilómetros de distancia, eso lo sabía Irene Margarita, pero nunca
el tiempo se le hizo tan largo como esa vez. En dos carros y un camión se
transportaban: ¡iban en caravana!
En el primero, el que el
camino encabezaba, iba ella con Lola, Ana Isabel, las niñas y Doña Blanca, la
nana. En el otro, Doña Ana, Doña Matilde, los varones y Doña María, la otra
niñera. En el camión se llevaba el equipaje, alimentos y una maquinaria que Don
Luis mandaba al capataz. Doña Teresita acompañaba al chofer; ella sí hizo bien
su viaje, entre charla y charla.
Recorrieron el negro
asfalto, siempre en silencio, hasta llegar a los polvorientos caminos de
tierra. Era tierra negra, de la buena y con abundante agua. Don Luis era un
campesino instruido, como sus padres y abuelos; vivían en la ciudad por la
buena educación de ellas y de los niños de Lola… ¡pero el gusto por las
tierras, y las faenas en ellas, no lo abandonaba! Era su vida, el sustento de
su familia.
Al llegar, todos bajaron
con gran algarabía: estaban felices de estar allí ¡y de poder estirar las
piernas! Los empleados de Laguna Grande —así se llamaba la hacienda— los
esperaban con la misma alegría con la que ellos llegaban.
Los niños corrieron bajo
la sombra de los árboles, corretearon a las gallinas y al gallo. Se metieron
por los barandales de los corrales y a un becerro agarraron; jugaron con él
hasta que el pobre animalito se echó al piso del cansancio y no se levantó hasta
que ellos se marcharon.
Lola y Márgara hablaron
con las empleadas de la casa, guardaron los alimentos recién traídos de la
ciudad y dispusieron lo necesario para su larga estancia; mientras tanto, las
demás mujeres acomodaban todo e iban instalándose.
Los niños y ellas se
bañaron, comieron algo y se acostaron para un breve descanso. También se
montaron en sus caballos para recorrer los campos; reunirían a los peones para
que ellos a ellas de todo informaran y ellas a ellos les pagaran.
Cuando iban a mitad de
camino, detuvieron la marcha, miraron hacia atrás y quedaron embelesadas: ¡los
Araguaneyes estaban reventados en flor! Era marzo, y en esa época el campo se
teñía del más brillante amarillo. Las copas de los árboles resplandecían como
el mismísimo Sol. Al deshojarse, cubrían el suelo como alfombras bordadas en
hilos de oro, como si se tratase de un camino real.
Era una visión
espectacular, casi mágica, como la imagen de Lola montada en su zaino: tenía el
semblante apacible y una sonrisa extraña… ¡que solo Dios se atrevería a
dibujar!
Las dos hermanas se
miraron en silencio y, sin decir una sola palabra, continuaron su camino a lo
largo del río Quebrada Ancha. Solo faltaban un par de kilómetros, más o menos,
de recorrido para llegar donde los animales pastaban; allí encontrarían a los
peones en sus faenas de esa mañana.
“Al cura le espera
la revancha, pero a Lola le espera el destino.”
Lola se merecia el descanso tanto físico como psicólogico,de imaginarse que el fulano hubiera sido el cuarto.
ResponderEliminarEntra en acción la ambientalista. Me estoy maginando que puede aparecer un Santos Luzardo, jajaja, otra victima mas!
ResponderEliminarBueno este relato es para darle un descanso al lector después de tantas emociones, hacemos un break y seguimos...
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