“La vida siempre encuentra cómo burlarse de uno”
Me
levanté decidida. Esa mañana sí. La cita llevaba semanas esquivándome, y él
—puntual, metódico, persistente— había llamado varias veces para dejar claro
que no habría otra prórroga. Y yo lo sabía: quería ir, necesitaba ir… pero
cuando el momento se acercaba, el cuerpo se me volvía blando. Las rodillas
inseguras, el estómago encogido. Una anticipación exagerada para algo que, en
teoría, ya conocía.
Como
todo ritual serio, empecé por lo importante: poner hermosa a Margarita. Mi
camioneta rústica, noble y resistente, cómplice de caminos largos y decisiones
improvisadas. La enjaboné con paciencia, dejé que el agua corriera lenta por
sus curvas, la sequé con mimo. Ella siempre responde. Me espera. Me sostiene.
Después, fui yo la que pasó al espejo.
Al
llegar, la acomodé bajo la sombra amplia de un árbol de mango. Sabía
perfectamente el precio de esa comodidad: flores cayendo como caricias
inoportunas y la presencia dominante de una iguana enorme, instalada en las
alturas como dueña del territorio. Pero mi mente estaba ocupada en otra cosa.
La pregunta seguía martillando: ¿entro… o huyo?
No
hubo escapatoria. Él ya me había visto.
Se
acercó sonriente, golpeó suavemente el vidrio y me hizo una seña inequívoca.
Bajé. Me envolvió en un abrazo largo, seguro, de esos que no dejan espacio para
arrepentimientos.
—Llegaste
—dijo, satisfecho—. Hoy no te me escapas.
Intenté
reír. No salió nada.
Me
condujo hasta el interior, ese lugar demasiado blanco, demasiado limpio,
demasiado conocido. Me indicó el asiento.
—Vamos…
siéntate. Eso es. Recuéstate un poco más… relaja los hombros.
Yo
estaba tiesa. Cada músculo en guardia.
—Respira
—insistió—. Así no vamos a poder hacer nada.
—Estoy
bien —mentí, con la mandíbula apretada.
Me
observó un segundo y cambió de estrategia. Tomó mis manos. Las suyas eran
cálidas, firmes. Comenzó a masajear despacio, con movimientos circulares.
—Cuéntame
de ti —dijo—. ¿Cómo has estado?
Hablaba
mientras trabajaba mis nervios. De su vida, de su rutina, de cosas triviales.
Yo empecé a aflojar. El cuerpo cedía sin pedir permiso. El ambiente ya no
parecía tan hostil. Incluso me reí.
—¿Ves?
—susurró—. Así es mejor. Confía.
Y
confié. Le regalé una sonrisa rendida. Un gesto mínimo, pero suficiente.
—Haz
lo que tengas que hacer —dije, cerrando los ojos.
Él
sabía. Siempre había sabido.
Todo
fue lento. Preciso. Sentí presión, una fuerza constante, insistente, que por
momentos me hacía tensar los dedos de los pies. Pero no dolía. Era más el
imaginario que la realidad. El tiempo se diluyó. Yo solo respiraba.
De
pronto, se apartó.
—Listo.
Abrí
los ojos. Me mostró el resultado con orgullo profesional.
—La
última —anunció, levantando el trofeo con una sonrisa profesional—. Tu última
muela del juicio. Ya no te queda ninguna.
Yo
no podía creerlo. Tanto drama para eso.
Con
una gasa que me robaba las palabras, me despedí de mi amigo de años, virtuoso
de manos hábiles y paciencia infinita. No me cobró nada. Se quedó, eso sí, con
mi gratitud absoluta.
Y
entonces salí.
Ahí
fue cuando la perfección se rompió.
Un
mango maduro se estrelló contra el parabrisas. Luego otro. Y, como firma final,
la bendita iguana dejó una evidencia que no admite metáforas.
—No…
no… —murmuré, impotente.
Miré
alrededor. Nadie parecía observar. Tomé uno de los mangos caídos, lo sopesé y,
sin pensarlo demasiado, lo lancé.
Error.
El
impacto fue certero. La iguana perdió el equilibrio, cayó pesadamente… sobre el
techo de Margarita.
—¡Ay,
no! —grité.
El
animal, ofendido y altivo, decidió quedarse allí. Cada vez que intentaba abrir
la puerta, levantaba el cuerpo y lanzaba un bufido amenazante.
—Señora,
no intente entrar —dijo alguien—. Eso no se ve amistoso.
—Está
defendiendo su reino —comentó otro, entre risas.
—Creo
que ahora la camioneta es de él —añadió una mujer, grabando con su teléfono.
Yo,
atrapada, con la boca aún anestesiada, solo podía emitir sonidos indignos
mientras la iguana reinaba desde el techo.
—¡Bájate!
—intenté ordenar.
La
iguana no negocia.
Después
de una hora de espectáculo, el animal descendió con la dignidad de un
emperador, dejando claro —ante todos, y sobre todo ante mí— quién mandaba allí.
Subí
finalmente a Margarita, aún con la boca dormida y el orgullo magullado. Encendí
el motor con cuidado, como si la camioneta pudiera reprocharme algo. Avancé
unos metros… y ahí entendí la magnitud del desastre.
Los
cepillos del parabrisas se movían con entusiasmo, pero lo único que lograban
era embadurnar la pulpa de mango con la… aportación orgánica de la iguana,
creando una obra abstracta imposible de descifrar. No limpiaban: pintaban.
—Perfecto
—murmuré—. Arte contemporáneo.
Probé
más rápido. Peor. La mezcla se expandió como una venganza tropical.
No
tuve alternativa. Conduje despacio, a ciegas por momentos, sacando la cabeza
por la ventana como perro curioso, esquivando ramas, peatones y carcajadas
ajenas. Desde afuera debía parecer una escena digna de circo: una mujer con
media sonrisa anestesiada, un parabrisas decorado con mango fermentado y una
dignidad que se me escurría gota a gota.
En
cada semáforo alguien comentaba:
—Eso
no lo quita ni con fe.
—Ahí
pasó algo grave…
Yo
asentía en silencio.
Llegué
a casa intacta, milagrosamente. Apagué el motor, respiré hondo y pensé que,
después de todo, había sobrevivido a una extracción, a una iguana territorial y
a un atentado frutal.
Definitivamente,
ese día aprendí dos cosas:
la imaginación siempre duele más que la realidad…
y nunca, jamás, se estaciona bajo un mango con iguana incluida.
Bendita
iguana.
Y bendita yo, que igual conduje sin evento que lamentar.
“Firmado: la iguana.”
Madre me parto de risa... que maravilloso relato.. como todos los tuyos... cómo haces para convertir cosas cotidianas en relatos maravillosos? cómo tienes memoria para acordarte de los detalles, o incluo, en el caso de que no te recuerdes de ellos, cómo usas tanta imaginación para crearlos o complementarlos, adornarlos?
ResponderEliminarUn beso y abrazo madre mía.. sigue contándome de tu vida cotidiana con tan maravilloso contenido...
ajajaja Gracias hijo, me alegro te hayas reído un rato conmigo... en la distancia. Te amo, sigueme leyendo, que eso me honra. TE AMO MUCHO. Un gran abrazo y un millón de besos!
ResponderEliminarEXCELENTE,
ResponderEliminarMe parece extraordinario esa capacidad de llevar la intriga y el doble sentido hasta el ultimo momento, sin dejar siempre de añadir un toque de picardia.
Besos