viernes, 4 de febrero de 2011

El Eco Rojo de la Alhambra



Dicen que la memoria de los pueblos no se pierde: se extravía.

Como un pañuelo que cae en un campo de trigo y se confunde con el paisaje, hasta que el viento, algún día, lo revela de nuevo.

Así comienza esta historia:
Con un castillo de piedra roja y con un pueblo de mares azules.
Con dos mundos distantes unidos por un mismo descuido humano.


La Alhambra respira al amanecer.
No es una metáfora: si te acercas lo suficiente en esa hora tibia en que los pájaros aún dudan entre callar o cantar, puedes sentir cómo la piedra exhala.
El color es rojo, sí, pero no un rojo cualquiera: es un rojo que no quema, un rojo que recuerda al silencio que queda después de una herida.
Los árabes la llamaron al-amrā’, la Roja.
Otros dijeron que nació de antorchas que temblaban de madrugada, como si la hubieran tallado manos cansadas, febriles, en noches interminables.

Lo cierto es que fue más que un castillo:
Fue alcazaba, fue palacio, fue ciudad.
Un corazón de tres latidos latiendo sobre la colina de la Sabika.

Allí reinaron los nazaríes durante siglos.
Hasta que llegó 1492.
Hasta que llegó el llanto.

El último emir, Boabdil, se detuvo en un alto del camino.
Volteó.
El sol poniente le devolvió la visión del reino que había perdido: los patios de agua quieta, los muros que parecían tejidos por manos de luz, las torres que un día fueron suyas.
Y entonces lloró. Lloró con un llanto que no hace ruido pero rompe huesos.

Su madre, Aixa, lo vio encogerse, y le dijo —o quizá lo dijo la historia, o tal vez lo dijo el dolor mismo—:
“No llores como mujer lo que no supiste defender como hombre.”

Una frase discutida, cuestionada, repetida en susurros y textos, real o no, pero clavada ya en el alma del castillo.
Desde entonces, cada vez que el viento corre por los arcos de mocárabes, parece arrastrar un reproche que no perece.


Siglos después, ese eco rojo cruzó el mar.
Atravesó aguas que huelen a sal dulce y a historias de piratas.
Viajó hasta una tierra que parecía soñada en exceso por un Dios generoso.

Una tierra así:

Montañas que se alzaban como espaldas de gigantes verdes.
Ríos que corrían frescos, espumosos, como si nunca hubieran conocido la palabra sequía.
Valle fértil, negro, profundo, donde la semilla entraba humilde y salía bendecida.
Un mar tibio, azul celeste, que acariciaba las costas como madre que no quiere despertar a su hijo.
Y gente… ¡oh!, su gente:
Gente que reía fuerte, que lloraba suave, que bailaba incluso cuando los bolsillos estaban vacíos y el corazón lleno de esperanza.

Un paraíso tan bello que no necesitaba ser nombrado.
Un paraíso tan rico que inevitablemente sería codiciado.
Un paraíso tan ingenuo que creía que la abundancia era eterna.

Allí comenzó otra historia.
Diferente, pero gemela en su esencia.


Primero fueron murmullos.
Sombras que se movían entre discursos y promesas.
Un hombre llegó, vestido de pueblo, hablando como pueblo, prometiendo defender aquello que el pueblo amaba pero no sabía cuidar.
Lo eligieron con fe, con fervor, con hambre de cambio.

Y al principio, parecía justo.
Parecía valiente.
Parecía nuevo.

Pero como la piedra cambia de color con la luz, también él fue mudando de piel.

Se declaró demócrata.
Luego socialista.
Luego algo más cerrado, más duro, más hambre de poder que de justicia.
Cada discurso era una cuerda que apretaba.
Cada decreto, un muro.
Cada ley mordaza, una mordida invisible al corazón del país.

La gente lo veía, sí.
Lo comentaba en cocinas, en pasillos, en plazas.
Pero no actuaba.
Porque el miedo tiene maneras sutiles de disfrazarse de prudencia.
Y la comodidad tiene la costumbre de hacerse pasar por paz.

Paso a paso, año tras año —desde aquel estallido social que sacudió las entrañas de la nación en 1989, pasando por los golpes fallidos, por las promesas rotas, por los aplausos encendidos— el país fue perdiendo cositas pequeñas que parecían no importar.

Un derecho.
Una voz.
Un periódico.
Una propiedad.
Una empresa.
Un río.
Una calle.

Hasta que un día comenzaron a perder a sus hijos.
Partían de madrugada, con maletas improvisadas, cruzando fronteras con los pies llenos de ampollas, buscando lo que allá dentro ya no podían encontrar.

Y entonces muchos lloraron.

Lloraron frente a casas vacías.
Lloraron frente a puertas que ya no eran suyas.
Lloraron frente a la memoria de un país que habían dejado en manos de otros.
Lloraron como Boabdil, mirando desde lejos lo que habían perdido desde cerca.

Ese día, el eco cruzó el mar de regreso.
La frase regresó, pero cambiada, madura, despierta:

“No llores como niño lo que no supiste defender como adulto.”

No era agresión.
Era advertencia.
Era memoria.
Era, sobre todo, una oportunidad.

Porque los castillos caen, sí…
pero también se levantan.
Y las tierras heridas florecen cuando alguien decide volver a sembrar.


La enseñanza

Todo lo humano se pierde igual que la Alhambra:
no de golpe, sino de a poco.
Por descuido, por cobardía, por ignorancia, por creer que el peligro siempre está lejos.
Hasta que un día el peligro toca a la puerta y llama por tu nombre.

La moraleja es esta:

Lo que no se defiende con valentía termina llorándose con vergüenza.
Y lo que se permite perder por comodidad, se paga con generaciones enteras buscando camino.

Pero —escucha bien—:

Nada está totalmente perdido mientras existan corazones que decidan recordar.
Recordar para no repetir.
Recordar para reconstruir.
Recordar para defender, al fin, lo que es suyo.

Porque, después de tantas luchas estériles —gritos apagados en plazas, marchas que morían frente a escudos metálicos, esperanzas detenidas por uniformes que olvidaron a quién debían jurar lealtad— el país quedó roto.
El ejército, nacido para proteger al pueblo, volteó sus armas hacia él, obedeciendo a un poder que no protegía la tierra sino su trono.
Y así se abrió, como una grieta irreparable, el éxodo más grande que aquella tierra había visto en su historia.

Se fueron millones.
Jóvenes, ancianos, madres con niños dormidos sobre los hombros, hombres que dejaron su nombre escrito en un papel dentro de una gaveta por si no lograban regresar nunca.
Cruzaron selvas, aeropuertos, desiertos, mares.
Se repartieron por el mundo como semillas arrancadas del suelo antes de tiempo.

Y sin saberlo, comenzaron a repetirse los ciclos ancestrales.

Porque hubo un tiempo —mucho antes, en guerras pasadas— en que otros pueblos, con apellidos de viento europeo, habían huido en busca de refugio.
Habían llegado a esa tierra bendita buscando futuro, pan, calma.
Y ahora, generaciones después, sus descendientes caminaban en sentido inverso, regresando a la madre patria como migrantes masivos, como hojas arrastradas por un mismo viento que cambia de dirección cada siglo.

Así también ocurrirá con los hijos de los hijos de este éxodo.
Aunque hoy no lo recuerden, aunque la historia de sus abuelos no esté en sus libros de escuela, corre por su sangre un mapa invisible que apunta hacia un origen.
Un latido territorial que no entiende de fronteras ni pasaportes.

Regresarán.
Regresarán un día, cuando la tierra llame por ellos sin hablar.
Cuando el olor del mango maduro, la dulzura de la caña, o la humedad de una lluvia cálida, o la visión del mar azul en una fotografía les haga doler el pecho sin explicación.
Regresarán con nueva mente, con nueva visión, con nuevos bríos.
Regresarán no a llorar, sino a reconstruir.
A reclamar, con manos jóvenes y espíritu ancestral, lo que un día fue arrancado.
A restaurar lo que los suyos  dejaron caer por cansancio, por miedo, o por exceso de confianza.

Porque así se cumple siempre el círculo de los pueblos:
Primero se va la gente.
Después se reescribe la historia.
Y finalmente regresan los descendientes.

Vuelven distintos,
vuelven más sabios,
vuelven decididos,
vuelven cargados de mundos que aprendieron lejos y que ahora traerán de regreso como herramientas de transformación.


Reflexión final

Cuando los pueblos se quiebran, no se quiebran para siempre.
Se dispersan, se transforman, se esconden en la sangre de sus hijos y en la memoria que estos aún no saben que llevan.
Las tierras heridas llaman, incluso desde el silencio, y esos llamados tarde o temprano encuentran oídos nuevos.
La historia lo repite una y otra vez: lo que una generación no supo defender, otra lo reconstruirá.
Porque ninguna diáspora es final.
Porque ningún exilio anula el origen.
Porque volver —de cuerpo, de espíritu o de legado— es la forma más profunda que tiene la humanidad de sanar su propia historia.


1 comentario:

  1. Hoy, 4 de Febreo del 2011, se cumplen 12 años del Castrocomunísmo en Venezuela... un época de oscuridad, miseria, sometimiento y terror en la Historia de Venezuela; solo el futuro dirá como terminará de escribirse estas páginas manchadas de lágrimas, sudor y sangre. Dios se apiade de nosotros.

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