"Entre camas rotas, viudez repetida y siete muchachitos traviesos, Lola demuestra que ser madre y viuda… ¡es deporte extremo!"
Lola se estaba volviendo loca. Su marido las
mañas no perdía. Tenía que asegurarse de que los niños estuviesen atendidos
antes de que él llegara. Fernando y ella cumplirían, la semana entrante, tres
años de casados. Ya tenían tres hijos, más los cuatro del difunto Gallardo:
¡eran siete, todos seguiditos! Eran buenos chicos, muy educados y considerados.
Los Gallardo eran blanquitos, con el cabello lacio y negro como su padre, con
los ojos azules de ella; los De Sousa eran rubios y de ojos verdes. ¡Todos muy guapos!
Ella estaba orgullosa de sus hijos, pero
entre el marido y ellos empezaba a cansarse. Sus ojos no brillaban como antes,
tenía ojeras y había perdido la sonrisa. Solo cuando hacía su ronda nocturna
para asegurarse de que los niños estuviesen dormidos, cálidos y seguros, se
detenía frente a cada uno de ellos y, entre bendiciones y agradecimientos a
Dios por su existencia, sonreía al verlos… ¡dormidos y quietos!
Apenas Lola tocaba la cama, Fernando le
brincaba encima; de milagro ella respiraba. La subía, la bajaba, la volteaba,
la zarandeaba; “ponte aquí, ponte allá, ponte así” … ¡la pobre Lola parecía una
muñeca de trapo! En una sola noche la desvestía varias veces y no había lugar
de la habitación donde Lola no hubiese estado encaramada. ¡No es que no le
gustara, sino que las fuerzas le faltaban!
A duras penas se levantó por la mañana, y eso
lo hizo porque los chiquillos entraron al cuarto a despertarla. Entre risas y
algarabía lograron sacarla de la cama.
—Mamá, mamá, ¿de qué se ríe don Fernando y
qué tiene debajo de la sábana? —le preguntó Juancito, el mayor de los varones,
señalando con su dedo un bulto que se erguía entre las piernas del marido de su
madre.
Don Mario Cáceres, quien antes fungía como
secretario de don Fernando cuando era Prefecto, asumió el cargo al ser electo
este como alcalde. Era a él, ahora, a quien le correspondía examinar el cadáver
y determinar si fue por causa natural o no. Allí estaba —con esa cara de
pendejo— viendo lo que de don Fernando quedaba: tenía esa sonrisa celestial y
estaba erecto… ¡igual que don Gallardo cuando le tocó su momento!
Al Partido de Gobierno no le interesaba una
mala publicidad en esos tiempos, ya que pronto serían las nuevas elecciones,
las cuales adelantarían por el infortunado evento. Don Mario, el actual
Prefecto, había recibido precisas instrucciones de cómo proceder: hacer el
levantamiento del cadáver y expedir el acta de defunción respectiva para que se
efectuase la pronta y cristiana sepultura.
Esta vez las murmuraciones fueron más fuertes
y permanentes; todos comentaban, y así lo creían, que la viuda a sus maridos
mataba o… ¡los tenía envenenados! Durante dos años y medio, Lola tuvo que
aguantar el escarnio público al cual había sido expuesta por las malas lenguas.
No obstante, ella —como siempre— caminaba erguida y muy altiva, sin hacerles
caso.
No sucedía lo mismo con los niños: en la
escuela los molestaban y de su madre se burlaban. Esto cambió la conducta de
ellos para con Lola. Se habían puesto rebeldes y el caos reinaba en la casa.
Lola meditó mucho y concluyó que, para
grandes males, grandes remedios; la decisión debía ser drástica. Armándose de
valor, y con mucho dolor porque a sus hijos amaba, los reunió a todos en el
salón de la casa. Así, con el aspecto de bruja y de loca furibunda que tenía,
del agobio que la embargaba, se dirigió a ellos:
—Los he educado bien, con amor y esmero, pero
se han vuelto en mi contra por comentarios de la gente de este pueblo. Pues
bien, ahora les digo: o se comportan y me obedecen o los envío a todos a un
orfanato y, créanme, no estoy jugando, hablo muy en serio. ¡O lo que es peor,
al igual que a sus padres… los mando al cementerio!
Los niños enmudecieron del pánico. Se
quedaron quietos, como si fueran de palo y sin quitarle la vista a su madre,
por si acaso.
—Ahora, todos se van a sus cuartos, los
ordenan y ayudan a sus hermanos menores a hacer lo mismo. ¡No quiero ni un
grito ni un llanto, solo quiero silencio para mi descanso!
Los niños, uno a uno, en perfecta y silente
fila india, subieron a sus habitaciones.
Lola sonrió por primera vez en mucho tiempo.
Había sido muy dura y cruel con los niños, pero era un mal necesario. Con el
tiempo, cuando las cosas se calmaran, ella recobraría el respeto, el amor y la
confianza de sus amados hijos.
Durante varias noches Lola durmió
profundamente, recuperando su semblante y su sonrisa. Al cabo de unas semanas
volvió a ser la de antes, dando —nuevamente— de qué hablar a la gente.
"Con una amenaza de orfanato y
cementerio, Lola logró silencio absoluto. ¡Mano dura,
descanso seguro!"
joder.. con intriga estoy y con intriga voy para el cuarto capítulo...
ResponderEliminarajajaja gracias Don Francisco, cuidese usted de no aparecer en uno de los episodios de Doña Lola!
ResponderEliminarLa propia Viuda Negra!!! Bien lejos. Mejor me quedo con las hermanas.
ResponderEliminarHola Néstor, creo que haces bien! ajajaj
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