sábado, 5 de febrero de 2011

Relato: Respirar la vida



“Cuando el ruido del mundo irrumpe, lo cotidiano sostiene.”

Ana margarita Pérez martin


Me levanté antes de que el sol hiciera su trabajo completo. La casa aún dormía y el aire tenía ese frescor leve que solo existe antes de que el día se decida a comenzar. Al abrir la puerta y salir a la calle, el cielo se estaba dejando pintar con timidez: rosados diluidos, azules aún inseguros, como si alguien mezclara los colores con agua y paciencia. Las nubes descansaban bajas, tan cerca del suelo que parecía que la tierra se negara a soltarlas, aferrándose a su cobija nocturna unos minutos más.

Respiré hondo. El aire entró frío, limpio, y algo dentro de mí se acomodó sin hacer ruido. Sonaba una canción —no recuerdo cuál—, pero recuerdo lo que me hizo sentir: una complicidad silenciosa con el instante. El corazón latía con un entusiasmo sereno, sin euforia, sin urgencia. No pensaba en grandes cosas. Simplemente estaba ahí. Viva. Y eso, en ese momento, era suficiente.

Las calles estaban extrañamente dóciles. Nada de tráfico, ningún claxon reclamando espacio. Me deslizaba por el pavimento con una suavidad casi absurda, incluso sabiendo que varios semáforos seguían apagados desde la madrugada. El orden no estaba garantizado, pero el movimiento fluía igual. A veces la vida funciona así: no porque todo esté bien, sino porque algo —no siempre visible— encuentra cómo avanzar.

Al llegar al colegio, mi hija se bajó del auto y la vi alejarse. Caminaba despacio, con una ligereza nueva. Había adelgazado, sí, pero era algo más que el cuerpo: era la forma de ocupar el espacio. Los pasos tranquilos, el balance natural de quien empieza a habitarse de otra manera. Me quedé observándola unos segundos más de lo necesario. En ese andar había dulzura y determinación, una infancia que se despide sin dramatismos. El tiempo, entendí, no solo se lleva cosas: también nos entrega otras.

De regreso a casa compré el periódico. Lo doblé bajo el brazo como quien lleva una rutina conocida, y en el trayecto me sorprendí sonriendo sola. Había en mí una liviandad conocida, parecida a la de los años adolescentes, cuando la vida parecía una promesa abierta. No era ingenuidad; era disposición.

Me senté en mi lugar favorito del patio trasero. La madera del mueble antiguo estaba tibia, ligeramente áspera bajo las manos. Ese mueble tenía historia: había sido rescatado de una casa en ruinas de un pueblo costero, y siempre pensé que guardaba algo de esa otra vida, de sal y humedad, de voces que ya no estaban. Apoyé el periódico sobre el regazo y sostuve la taza de café con leche espumosa. El vapor subía despacio, con ese aroma que mezcla amargura y consuelo.

Desde ahí observaba la casa despertar. Mi hijo y su esposa iban y venían, cruzándose palabras cotidianas, pequeñas decisiones del día, gestos mínimos de pareja que se conocen bien. Todo ocurría sin espectáculo, pero con una armonía discreta. Sabía que pronto despertaría mi nieto y que, una vez de pie, me seguiría a todas partes como un pollito recién salido del cascarón. Sonreí ante la certeza. Pensé que solo faltaba un cigarrillo entre los dedos para completar la escena, aunque ya no fumara. El cuadro estaba entero.

Abrí el periódico.

Las palabras saltaron como golpes secos. Muertos. Heridos. Represión. Invasiones. Acoso. Tiroteos. Adolescentes caídos. Policías homicidas. Países lejanos y calles cercanas unidos por la misma gramática del horror. La mañana, tan cuidadosamente construida, se resquebrajó.

No seguí leyendo. Cerré el diario y apoyé la espalda contra el mueble. La cabeza comenzó a moverse sola, de un lado a otro, describiendo círculos torpes. Es un gesto acostumbrado, casi involuntario, una forma física de soltar tensión. Sentí el cuello crujir levemente. El cuerpo entendiendo antes que la mente. Si alguien me hubiera visto, habría pensado en exorcismos o rituales extraños. Tal vez no estaría tan equivocado: algo había sido expulsado con violencia.

La convicción dulce de la mañana se había ido. No derrotada, sino sacudida.

Respiré otra vez. Más lento. Como se respira cuando el aire no trae alivio inmediato, pero sigue siendo necesario. El café ya no estaba tan caliente. El patio seguía ahí. La casa seguía viva.

Entonces entendí que —sin necesidad de formularlo en grandes frases— la belleza de la vida no está en su pureza, sino en su resistencia. No en la ausencia de dolor, sino en la posibilidad de sostener algo luminoso aun cuando el mundo insiste en mostrarnos su lado más oscuro.

No estoy sola en esta contradicción. La habitamos todos. Vivimos entre titulares crueles y escenas domésticas, entre el miedo colectivo y la ternura privada. La vida humana es así: desigual, injusta, profundamente herida… y, aun así, obstinadamente viva.

Sostener la calma en medio del ruido, cuidar a los nuestros, detenerse a mirar un cielo que amanece o un niño que despierta, no es evasión. Es una forma silenciosa de rebeldía. Una manera de decir que el horror no tendrá la última palabra.

Y en esa respiración consciente, frágil, profundamente humana,
vale la pena quedarse.

Quedarse porque, aun con sus espinas, con sus heridas abiertas y sus cicatrices mal cerradas, la vida no ha dejado de ofrecernos mañanas, manos, café caliente y pasos que crecen. No se trata de negar el dolor, sino de no dejarle la última palabra.

Quedarse porque, a pesar de todo,
la vida —así como es— sigue siendo bella.


 “Seguimos aquí porque algo, aun herido, vale la pena.”

 


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