“Cuando
el ruido del mundo irrumpe, lo cotidiano sostiene.”
Ana
margarita Pérez martin
Me levanté
antes de que el sol hiciera su trabajo completo. La casa aún dormía y el aire
tenía ese frescor leve que solo existe antes de que el día se decida a
comenzar. Al abrir la puerta y salir a la calle, el cielo se estaba dejando
pintar con timidez: rosados diluidos, azules aún inseguros, como si alguien
mezclara los colores con agua y paciencia. Las nubes descansaban bajas, tan
cerca del suelo que parecía que la tierra se negara a soltarlas, aferrándose a
su cobija nocturna unos minutos más.
Respiré
hondo. El aire entró frío, limpio, y algo dentro de mí se acomodó sin hacer
ruido. Sonaba una canción —no recuerdo cuál—, pero recuerdo lo que me hizo
sentir: una complicidad silenciosa con el instante. El corazón latía con un
entusiasmo sereno, sin euforia, sin urgencia. No pensaba en grandes cosas.
Simplemente estaba ahí. Viva. Y eso, en ese momento, era suficiente.
Las calles
estaban extrañamente dóciles. Nada de tráfico, ningún claxon reclamando
espacio. Me deslizaba por el pavimento con una suavidad casi absurda, incluso
sabiendo que varios semáforos seguían apagados desde la madrugada. El orden no
estaba garantizado, pero el movimiento fluía igual. A veces la vida funciona
así: no porque todo esté bien, sino porque algo —no siempre visible— encuentra
cómo avanzar.
Al llegar
al colegio, mi hija se bajó del auto y la vi alejarse. Caminaba despacio, con
una ligereza nueva. Había adelgazado, sí, pero era algo más que el cuerpo: era
la forma de ocupar el espacio. Los pasos tranquilos, el balance natural de
quien empieza a habitarse de otra manera. Me quedé observándola unos segundos
más de lo necesario. En ese andar había dulzura y determinación, una infancia
que se despide sin dramatismos. El tiempo, entendí, no solo se lleva cosas:
también nos entrega otras.
De regreso
a casa compré el periódico. Lo doblé bajo el brazo como quien lleva una rutina
conocida, y en el trayecto me sorprendí sonriendo sola. Había en mí una
liviandad conocida, parecida a la de los años adolescentes, cuando la vida
parecía una promesa abierta. No era ingenuidad; era disposición.
Me senté
en mi lugar favorito del patio trasero. La madera del mueble antiguo estaba
tibia, ligeramente áspera bajo las manos. Ese mueble tenía historia: había sido
rescatado de una casa en ruinas de un pueblo costero, y siempre pensé que
guardaba algo de esa otra vida, de sal y humedad, de voces que ya no estaban.
Apoyé el periódico sobre el regazo y sostuve la taza de café con leche
espumosa. El vapor subía despacio, con ese aroma que mezcla amargura y
consuelo.
Desde ahí
observaba la casa despertar. Mi hijo y su esposa iban y venían, cruzándose
palabras cotidianas, pequeñas decisiones del día, gestos mínimos de pareja que
se conocen bien. Todo ocurría sin espectáculo, pero con una armonía discreta.
Sabía que pronto despertaría mi nieto y que, una vez de pie, me seguiría a
todas partes como un pollito recién salido del cascarón. Sonreí ante la
certeza. Pensé que solo faltaba un cigarrillo entre los dedos para completar la
escena, aunque ya no fumara. El cuadro estaba entero.
Abrí el
periódico.
Las
palabras saltaron como golpes secos. Muertos. Heridos. Represión. Invasiones.
Acoso. Tiroteos. Adolescentes caídos. Policías homicidas. Países lejanos y
calles cercanas unidos por la misma gramática del horror. La mañana, tan
cuidadosamente construida, se resquebrajó.
No seguí
leyendo. Cerré el diario y apoyé la espalda contra el mueble. La cabeza comenzó
a moverse sola, de un lado a otro, describiendo círculos torpes. Es un gesto acostumbrado,
casi involuntario, una forma física de soltar tensión. Sentí el cuello crujir
levemente. El cuerpo entendiendo antes que la mente. Si alguien me hubiera
visto, habría pensado en exorcismos o rituales extraños. Tal vez no estaría tan
equivocado: algo había sido expulsado con violencia.
La
convicción dulce de la mañana se había ido. No derrotada, sino sacudida.
Respiré
otra vez. Más lento. Como se respira cuando el aire no trae alivio inmediato,
pero sigue siendo necesario. El café ya no estaba tan caliente. El patio seguía
ahí. La casa seguía viva.
Entonces
entendí que —sin necesidad de formularlo en grandes frases— la belleza de la
vida no está en su pureza, sino en su resistencia. No en la ausencia de dolor,
sino en la posibilidad de sostener algo luminoso aun cuando el mundo insiste en
mostrarnos su lado más oscuro.
No estoy
sola en esta contradicción. La habitamos todos. Vivimos entre titulares crueles
y escenas domésticas, entre el miedo colectivo y la ternura privada. La vida
humana es así: desigual, injusta, profundamente herida… y, aun así,
obstinadamente viva.
Sostener
la calma en medio del ruido, cuidar a los nuestros, detenerse a mirar un cielo
que amanece o un niño que despierta, no es evasión. Es una forma silenciosa de
rebeldía. Una manera de decir que el horror no tendrá la última palabra.
Y en esa
respiración consciente, frágil, profundamente humana,
vale la pena quedarse.
Quedarse
porque, aun con sus espinas, con sus heridas abiertas y sus cicatrices mal
cerradas, la vida no ha dejado de ofrecernos mañanas, manos, café caliente y
pasos que crecen. No se trata de negar el dolor, sino de no dejarle la última
palabra.
Quedarse
porque, a pesar de todo,
la vida —así como es— sigue siendo bella.
“Seguimos aquí porque algo, aun herido,
vale la pena.”
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