lunes, 21 de febrero de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (6) LA MODISTA





 “Entre hilos, telas y secretos, ¡las costuras nunca fueron tan indiscretas!”

Había llevado a los niños a la escuela y, como sus hermanas los recogerían a la salida, volvió a su casa a preparar unos pastelillos salados y unas tartaletas de ciruelas, para disfrutarlos en la tarde con la modista en casa de sus padres. La cocina, su lugar preferido después de la alcoba, olía a guiso, esencias aromáticas y frutas caramelizándose. Cocinaba con entusiasmo y pasión, como si le estuviese haciendo el amor a Antonio… ¡su primer amor, su amor de siempre! Preparó el canasto con los pastelillos y tartaletas, agregando algunas frutas frescas de su jardín. Se bañó y se vistió para la ocasión.

Lola caminaba a casa de sus padres muy lentamente, como si quisiera alargar el sendero y darse tiempo para pensar en él: Antonio. Extrañamente, desde que su hermana le enseñó la carta que él le enviara, algo había cambiado en sus sentimientos. Sentía un repentino desapego, un rechazo hacia él. Tanto que lo había amado y esperado su regreso… y ahora, sentía como si se apagara la llama que mantuvo siempre encendida. ¿Sería, acaso, soberbia y sed de venganza? ¿Querría que él sufriera como lo hizo ella en su espera? No tuvo tiempo de darse respuesta alguna: ya estaba frente a la casa de sus padres. Respiró hondo y exhaló profundamente; no quería que nadie notara la perturbación que Antonio le causaba.

Apenas entró en la casa se percató de la gritería, ¡y de dónde provenía! Pasó directo al salón de té, donde su madre solía reunirse con sus íntimas amigas y con aquellas damas –que no eran sus amigas– pero a las que el protocolo obligaba a recibir. Allí estaban sus hermanas con la modista y sus siete hijos, quienes, al verla, salieron corriendo hacia ella rodeándola en tiernos abrazos. Ella, de inmediato, los miró con cara de que no entendía lo que allí pasaba; los niños procedieron a sentarse en perfecto orden y silencio. Entendían, sin duda alguna, cada gesto de su madre.

Lola abrazó a sus hermanas y luego a doña Cándida, la modista. Esta mujer era quien les hacía los trajes desde niñas y la que confeccionó sus dos vestidos de novia: el primero blanco, el segundo negro, porque era viuda, y como viuda se entregaba. Eso fue motivo de muchas habladurías, pero a Lola poco le importaba; al final de cuentas, todos reconocieron lo bien que le quedaba, más aún Don Fernando –que Dios lo tenga en su gloria–, quien le alabó su elegancia de infinitas maneras.

—Lola, cariño, ¡qué guapa estás! No has cambiado nada —le dijo mientras la besuqueaba en la cara y la hacía girar en torno a ella para observarla.
—¡Vamos, Cándida! El tiempo no perdona y yo no soy la excepción —respondió Lola con una gran sonrisa y un prolongado abrazo.

Entregó la canasta a sus hermanas, quienes dispusieron su contenido sobre la ya servida mesa de té. Todos los niños habían pasado por las manos de la afable Cándida, quien les tomó las medidas estableciendo sus tallas. Faltaban su madre, las hermanas y ella. Irene Margarita se llevó a los niños a la cocina para que merendaran. Los dejó al cuidado de las nanas. Al regresar, ya estaba su madre con el resto de las mujeres, examinando el muestrario de telas que Cándida había traído para que escogieran.

Retazos de finas telas —sedas, gasas, tafetanes, shantung, rasos, muselinas, terciopelos, satenes y organzas— se encontraban esparcidos sobre la mesa, el sofá y las alfombras… eran un gran y bello muestrario de piezas traídas de Italia, Francia, Inglaterra, Turquía, Marruecos, India, China… ¡y quién sabe de dónde más! Cándida era una empedernida viajera, la mejor modista de la Capital, y sus telas eran famosas por su belleza y calidad. Estaban tan emocionadas con el próximo evento que formaron un jolgorio.

—Les tengo algo que contar… —empezó Cándida con el chismorreo—. ¡Lola, tienes un admirador muy apasionado!

Lola se ruborizó; pensó que le hablaría de Antonio, pero no: Cándida se refería a don Clemente Baptista, el dueño de la funeraria que se encargó de dar cristiana sepultura a sus dos maridos.

—Yo fui a visitarlo —prosiguió Cándida, quien era una mujer mayor, regordeta, extravagante y muy acicalada— para entregar un pedido que él me había hecho, pues, como ustedes saben, yo también visto a los muertos. Como no lo encontré en su despacho, entré a buscarlo por la confianza de años que le tengo y, aunque no lo veía, lo escuchaba con claridad: “Lola, Lolita, que eres mía”, lo decía una y otra vez. Entonces, no aguanté la curiosidad, pensando que Lola estaba con él… —hizo una pausa y miró la cara de sus interlocutoras, quienes la veían con expresión atónita y prestaban toda su atención al relato—. Corrí la cortina del vestidor de un solo tirón y me encontré a don Clemente con los pantalones y calzones a los tobillos; con una mano en donde ustedes ya saben y la otra en la pared, creo que para sostenerse en pie. Al principio me asusté y luego, al comprender de lo que se trataba… ¡me ruboricé! Al darse cuenta de que lo había pillado en tan menudo trance, se avergonzó tanto que se desmayó. Entonces, la asustada fui yo, ¡creí que mi imprudencia le había provocado un infarto! Pero solo fue un susto; don Clemente se encuentra bien. Les cuento esto no por murmurar, sino para que estés pendiente, Lola; no vaya a ser que te cases de nuevo y, cuando al marido lo vayas a enterrar… ¡el que te “entierre” sea don Clemente!

Las mujeres ya no podían aguantar la risa y estallaron en carcajadas, no por burlarse de don Clemente —a quien tenían en gran estima por haber sido amigo del abuelo de Lola—, sino por la gracia y la admiración que les causaba la fogosidad mental del anciano, ¡próximo a cumplir los noventa años! De repente, Ana Isabel se levantó horrorizada:

—¡Qué asco! Esta mañana me encontré a don Clemente y me saludó tomándome de las manos —dijo mientras se las restregaba, una y otra vez, frenéticamente, en la falda de su vestido.

 “Cuando las costuras se sueltan, lo que se descose es la compostura.”


2 comentarios:

  1. Que imaginacion!!! Además de vengativa la tipa martiriza a los viejitos verdes. Es peligrosa la Lola.Cuantas victimas faltaran?

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  2. ajajaj Néstor, peligrosa es la psiquis del hombre!

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