“Cuando el pasado llama… y la
vida te recuerda que el tiempo vuela.”
Habían llegado a
casa. Don Luis ni siquiera entró; dejó a las mujeres con Antonio y se fue
—caminando— en busca de Don José, el cura. Tenía que discutir con él la lista
de donativos, tanto para la casa parroquial como para el orfanato, asunto que
había tomado para sí como si fuese una obligación propia. Él se encargaba de
conocer las necesidades que tenían, cerciorándose de que Doña Ana y las
muchachas les hiciesen llegar todo lo necesario… y algo más.
No fue mucho lo
que tuvo que caminar, solo una cuadra atravesando la plaza. Antes de entrar a
la casa parroquial se sentó en uno de los bancos de la iglesia y allí, en esa
paz espiritual, hurgó en su bolsillo y sacó el papel que le había metido Doña
Rosaura. Lo sostuvo en sus manos un buen rato, así, doblado como estaba. Por
sus mejillas rodaron unas lágrimas mientras recordaba. Con los ojos cerrados se
transportaba en el tiempo: evocaba el sonido del agua bajando por el río,
chocando con las piedras y arrastrando las hojas acumuladas en las orillas por
las lluvias de la temporada, que se deslizaban entre los pies descalzos de
ellos; el piar de las aves; lo tibio de los rayos del sol y de su piel…
mientras charlaban y reían por todos los cuentos que echaban los pobladores
acerca de ella y de sus poderes mágicos.
Magia que a él
le constaba: de solo mirarlo lo hechizaba. Ella era una muchacha solitaria; su
clarividencia la confinaba a la soledad y solo él en su mundo entraba. Se
querían de verdad, por años fue así, hasta que Ana se convirtió en una bella
damita, robándole el corazón y apartándolo, poco a poco, de Rosaura, quien lo
dejó ir sin una protesta ni una sola lágrima. Ella bien sabía que él de ella no
sería; ya lo había vaticinado, y él llegó a reírse de eso, no dando crédito a
sus palabras.
Abrió los ojos,
humedecidos por el llanto que la nostalgia le regalaba. Volvió al presente. Con
mucha lentitud y cuidado abrió aquel papel, como si de algo sagrado se tratara,
y lo leyó:
“Luis, sé que
te tomaste tu tiempo para abrir esta nota mía. También sé que habrás recordado
el ayer con lágrimas en los ojos. Nuestro tiempo fue el perfecto. Solo te pido
que no dejes de acudir al llamado mío: te haré llegar una misiva cuando
corresponda. No dejes de venir, será para despedirme de ti llegado mi momento.
Tuya, siempre tuya, Rosaura.”
Don Luis apretó
las mandíbulas para contener su dolor: bien sabía que ella ya le anticipaba su
partida. Ahí, donde antes en su corazón había dejado una huella, ahora le abría
una herida. Se levantó lentamente, como queriéndole ganar tiempo al tiempo, y se
dirigió hacia el altar. Colocó la carta sobre un cirio encendido. El papel
empezó a arder en una flama completamente azul, y de él se desprendía una
fragancia a rosas tan intensa que todo el recinto se impregnó de ella.
—Apuesto que es
de Doña Rosaura… —le dijo Don José, que en silencio lo había estado observando.
—¿Qué, ahora
espías a tus feligreses? —replicó Don Luis sin voltearse a verlo.
—Te vi venir
desde la ventana cuando atravesabas la plaza; pero como no terminabas de
llegar, salí yo a buscarte. Es de Rosaura, ¿verdad? —contestó Don José, quien
ya se había acercado y le pasaba el brazo por el hombro.
—Sí, es de ella.
¿Cómo lo sabes, te lo dijo papá Dios o también eres brujo? —respondió Don Luis
al tiempo que le daba una palmadita en la mano que le había puesto sobre el
hombro.
—Esto es un
pueblo, y nada se mueve sin que lo sepan sus moradores. Rosaura está muy
enferma, lo siento, Luis. Realmente lo siento por ella; es una extraordinaria
mujer a la que le ha tocado vivir sola por un don que Dios le dio y que la
gente le atribuye al diablo. ¡Qué vainas tiene la vida! —exclamó Don José, sin
quitarle el brazo del hombro.
—Deja ya, Luis,
que te vas a quemar los dedos. Ven conmigo, tomemos un vaso de vino y charlemos
de hombre a hombre —le dijo con amabilidad, casi con compasión.
Los dos hombres
se alejaron del altar, adentrándose en la casa parroquial. Durante varias horas
estuvieron conversando los viejos amigos; entre charlas, risas y llantos se
bajaron varias botellas de vino… y mucho moco se sonaron. Lo de Doña Rosaura
era grave: ¡tenía los días contados!
Aparte de Doña
Ana, Don Luis no había tenido otra mujer que Doña Rosaura. Que ella estuviera
próxima a la muerte lo acongojaba: por ella, pues mucho la amaba; y por él,
porque ese hecho le daba aviso de que su tiempo también se acortaba. Se estaba
poniendo viejo y, a veces, ¡con el ímpetu de Doña Ana le costaba dar la talla!
“Rosaura
enferma, Ana vigilante… y él, atrapado entre el corazón y el altar.”
Este capítulo me ha dejado sin palabras, simplemente es la coronación de la historia, no se si haya mas capítulos pero para mi este ha sido clave y en cierta forma culminante!
ResponderEliminarNi hablar de la foto del abuelo Juan.... Fran es igualito a él, hasta los ni`nos vieron la foto y dijeron al mismo tiempo... es papi!
Un desenlace muy triste pero real! Tu capacidad imaginativa y de improvisación es digna de reconocer. Te felicito. Tu Papá ha debido morir muy joven, que lastima. Dios lo tenga en la gloria. Mis respetos.
ResponderEliminarSi... es un capítulo cargado de mucho sentimiento y de una verdad innegable, la vejez nos separa de los seres queridos y nos acerca a la muerte. También ha sido un capítulo muy especial para mí, junto con el de Anita... Gracias RUMI, gracias Néstor por tan bellos comentarios.
ResponderEliminarPD/ Si, Francisco tiene mucho de su abuelo... todo lo mejor de él!
AH! no es el último capítulo... faltan unos cuantos más... hasta donde me lleve la imaginación...