“Y mientras todos callaban, Don Luis estrenaba su ‘derecho de autor’: la bofetada paternal.”
Faltaban todavía
dos horas para que saliera el sol y ya Don Luis estaba tomando su café, presto
a coger carretera. No pudo dormir esa noche: vueltas y vueltas en la cama…
¡tantas como vueltas daban sus pensamientos en la cabeza!
Al principio, la
actitud de Lola la tomó como simple molestia por lo sucedido en su fiesta; en
ese caso, ella tendría razones para estar enfadada. Pero el asunto se había
salido de control y la reacción era desproporcionada. Lola tendría que entrar
en razón, él se encargaría de ello.
En el camino,
las largas horas para llegar a su destino le dieron tiempo de reflexionar y de
calmarse, para poder ir a donde realmente quería estar: ¡en el corazón de su
hija!
Cuando lo vieron
llegar, todos se alegraron. Vislumbraban en él una luz que podría apaciguar a
la bestia que dentro de Lola habitaba. La primera en correr hacia Don Luis fue
su esposa. Doña Ana se le abrazó de tal manera que parecía un corroncho pegado
a la pared de una pecera.
—Luis, amor mío,
a Dios le doy las gracias por estar tú aquí —lo decía llorando y visiblemente
muy alterada—. No tienes ni idea del infierno que estamos viviendo… ¡Lola se ha
vuelto loca!
—Cálmate, mujer,
realmente no sé lo que pasa… aunque tengo cierta idea. Vamos, entremos, para
que me cuentes con calma.
Abrazado a su
mujer caminó hacia la casa. En el corto trayecto se le unieron las hijas y los
nietos, y todos —al igual que ella— desconsolados lloraban. Don Luis se puso
más preocupado de lo que ya estaba… ¡la vaina era seria!
En el salón de
la casa, todas las mujeres se sentaron con las niñas en sus faldas. Los niños,
en el piso. Las empleadas de la casa atendieron a Don Luis, trayéndole café y
agua fresca, para luego quedarse a escuchar la charla. Estaban tan afectadas
que casi renunciaban. Todos en silencio, esperando que él la palabra tomara.
—Bien, querida,
quiero que seas tú quien me cuente qué carajo es lo que aquí pasa; pero te
agradezco lo hagas pausado y sin lágrimas —se dirigió a Doña Ana con la
parsimonia que le caracterizaba.
Ella tragó
saliva y con las manos se echaba aire en la cara para calmarse, como su marido
mandaba. Inhalando profundamente, empezó su relato: le contaba y le contaba —a
veces interrumpida por gemidos del llanto reprimido— de cómo Lola con saña se
comportaba. Era tosca, brava y maleducada.
A los niños no
quería dejarlos volver a la ciudad para que sus estudios continuaran, pero
estando con ella los maltrataba: no les daba cariño y por todo los regañaba. No
se acercaba a ellos… ¡casi los despreciaba! Los ponía a hacer duras faenas del
campo, levantándolos de madrugada, incluyendo a los bebés, que apenas hablaban.
También le contó
su extraña relación con el peonaje: andaba con ellos y como ellos, no se
comportaba como una dama. Mientras narraba, hacía pausas y recorría con la
mirada a los allí presentes buscando que su historia confirmasen.
Todos, a medida
que ella el cuento echaba, movían la cabeza en señal de aprobación, con caras
de pendejos y la boca abierta como esperando que las moscas entraran.
Don Luis, en la
medida que su mujer hablaba, iba perdiendo la compostura: los dedos de sus
manos en el sillón enterraba, su mandíbula apretaba y la mirada se le ofuscaba.
Estaba realmente enojado, ¡para nada lo disimulaba!
Justo en ese momento Lola hizo su
aparición, exclamando muy sarcástica:
—¡Vaya, llegó el que faltaba!
Lo dijo con una
sonrisita de jodedora, pero no le duró mucho porque el padre se la borró de una
sola bofetada. Lola se llevó la mano a la cara: era la primera vez que él le
pegaba y, también, la primera vez en todo ese tiempo que la lucidez en sus ojos
se reflejara.
Se quedó seria y
muy callada, evidentemente adolorida en el rostro y en el alma. Todos los
presentes se taparon la boca para no dejar salir el grito de sorpresa ante
aquella situación inesperada.
Doña Ana se puso
instintivamente de pie, como para evitar que una reyerta se iniciara, pero no
sucedió. Lola se aplacó, respetando a su padre.
—Jamás pensé que un miembro de mi
familia me avergonzara… y tú lo has hecho, Lola, ¡de quien menos lo esperaba!
Le dijo esto
hablándole de frente; la tenía sujeta por los hombros, con sus manos firmes en
ellos. Lola no dijo nada. Bajó la cabeza y se abrazó a su padre fuertemente,
llorando desesperada.
Le decía, casi a
gritos, que tenía miedo porque Doña Rosaura le había dicho que “de siete,
llevaba tres”, es decir, que faltaban cuatro, no queriendo ella contar a
Antonio entre los faltantes. Eso la tenía desquiciada y por ello de él se
alejaba.
Inmediatamente
se escuchó un ¡ah! que pronunciaron atónitos los presentes. Intuyeron que el
asunto se ponía color de hormiga y ¡hubieran dado todo lo que tenían por no
estar ahí ese día!
Mejor Lola no
hubiera dicho nada. Cuando Don Luis escuchó el nombre de Doña Rosaura, la
bruja, entró en cólera. Márgara y Ana Isabel se levantaron y corrieron
espantadas: sabían que se había prendido la mecha… ¡y de esa no se salvaban!
“El miedo de Lola tiene nombre y apellido:
Doña Rosaura.”
Ana Margarita, ¡qué historia fantástica la de Lola, me encanta!. Espero seguir leyendo tus relatos apasionados e intensos...
ResponderEliminarGracias Iratxe, me satisface tu comentario... gracias de nuevo, saludos y un gran abrazo.
ResponderEliminarQue bueno esta este, viví cada momento, pobre Lola, le metieron su buena cachetada pero bien merecido que se lo tenia...
ResponderEliminarAnoche lei este relato en el movil y le dije a Fran que no podía esperar a leer el próximo... Excelente voy por el último...
Pobre Lola... estoy haciendo desastres con ella! Un beso a Francisco José y bendiciones para todos.
ResponderEliminarMe gusto mucho esta entrega, la descripcion que haces de la reunion nos adentra en la escena. Felicitaciones!!!
ResponderEliminar