viernes, 18 de febrero de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: ( 2 ) DON FERNANDO Y LA PRIMERA DAMA


El llanto de los niños, clamando por su padre, se oía a metros de distancia.

El funeral de Juan Gallardo fue todo un espectáculo. No faltó nadie del pueblo; la mayoría estaba allí mostrando su cariño y respeto porque el difunto se lo había ganado. Pero otros tantos solo acudieron por curiosidad, atraídos por la historia de dolor y muerte que sobre la familia Gallardo se cernía y, aún más, por la intriga de lo que allí pudiese pasar. Se murmuraba que la viuda lo había asesinado y que el Prefecto andaba tras de ella, que —en cualquier momento— la haría arrestar.

Todo se desenvolvió con la normalidad del caso. Todos dieron el pésame a la viuda y a sus cuatro hijos. Todos bebieron café, té o chocolate y —los que se quedaron para acompañarla en la noche— hasta sopa caliente, muy humeante, que dejaba un fresco sabor a hierbabuena en la boca. Poco a poco se fueron retirando los curiosos, decepcionados por no producirse lo que ellos esperaban. Luego se retiraron los amigos, muy apenados. Lola y sus hijos se quedaron frente al féretro, muy desconsolados. Con ellos, los abuelos de los niños, las tías de estos y, por supuesto, don Fernando y su secretario.

Don Luis, el padre de Lola, se retiró un poco del grupo buscando un sitio adecuado donde pudiese fumarse un habano y cavilar sobre la situación en la que ahora se encontraba su hija y sus nietos. Encontró una banca en un patio abierto, muy floreado. Lirios y trinitarias de todos los colores lo adornaban. Allí se sentó. Las bocanadas del puro impregnaron el ambiente con un fuerte, pero agradable, olor a tabaco.

Don Fernando lo había seguido en silencio y se le paró enfrente. Don Luis, sin levantar la mirada, le dijo:

—Era hora, hace rato le estaba esperando. Pensaba que usted nunca se me acercaría. Le escucho. Me debe una explicación —le habló en forma seria y autoritaria, pese a que entre los dos hombres había confianza.

—Lo sé, don Luis. Esperaba el momento oportuno y creo que este lo es —le contestó don Fernando al tiempo que se sentaba al lado de su interlocutor.

—Las murmuraciones sobre mi hija no solo me molestan, sino que son infundadas. Pensaba yo que usted, en cumplimiento de su deber y en retribución a nuestra amistad, pondría fin a ellas. No obstante, ocurre lo contrario. Se comenta que usted las genera al no dejar a mi hija fuera de observación… ¿qué tiene que decir al respecto? —esto lo decía don Luis con extrema serenidad, pese a la preocupación que sus palabras implicaban.

—Reconozco que la culpa es mía por no aclarar el asunto y poner fin a las murmuraciones. Pero es que me asisten razones para ello. Sigo a su hija para protegerla, porque ahora está indefensa, vulnerable… y porque estoy enamorado de ella. Y es por esta última razón que me acerco a usted esta noche. Necesito su consentimiento para cortejarla, ¡deseo casarme con doña Lola!

—¡Ah!... con que esas tenemos… —exclamó don Luis sin mostrar ningún signo de sorpresa, pues algo así ya se esperaba. Se quedó pensando entre bocanada y bocada de su fino tabaco—. Tiene usted mi consentimiento, pero le deben quedar claras dos cosas: de inmediato deberá usted hacer lo pertinente para que cesen las murmuraciones y mi hija quede libre de cualquier sospecha. Asimismo, deberá usted enamorarla bien, pues es ella quien tiene la última palabra. Para nadie es desconocido que Lola es mi hija preferida, siempre estará bajo mi protección y su felicidad es la mía. Así que… ¡ya sabe usted cómo debe proceder!

Me gustaría que, para el día de las elecciones, ya mi hija fuera su consorte. Es necesario que haya una primera dama, eso le aumentará la simpatía de los votantes. Mañana temprano pasaré por el Partido y haré unas contribuciones para su campaña y algunos arreglos que estimo serán necesarios. El nuevo alcalde deberá tener una posición sólida ante la oposición, yo me encargaré de ello.

Apenas terminó de hablar, echó lo que quedaba de su tabaco a la tierra, lo pisó fuertemente hasta desbaratarlo. Miró a don Fernando de una manera intimidante, como advirtiéndole: ¡ten cuidado con mi hija, no me la maltrates!

Así terminó la conversación de los dos hombres, mientras Lola lloraba sobre el ataúd de su marido que aún estaba tibio. Recién enviudaba, y ya sus próximas nupcias habían sido acordadas.

"Mientras Lola lloraba a su difunto, ya le estaban arreglando marido nuevo. ¡Así cualquiera se consuela rápido!"


miércoles, 16 de febrero de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: ( 1 ) LA VIUDEZ



Dolores Díaz Robaina, hija de canarios, era una mujer buena moza y muy altiva, la mayor de tres hermanas; ya contaba veinte y nada que se casaba. Eso, en aquel pueblo y en aquel entonces, significaba que la muchacha quedaría solterona; situación que preocupaba a sus padres y tenía desesperadas a las hermanas. No era porque le faltasen pretendientes, ¡no! Es que Lola –así la llamaban– de Antonio estaba enamorada, y él ni bolas le paraba. La presión que ejercían sus hermanitas y la vergüenza de sus padres hicieron que ella, por Juan, se decidiera.

Juan, de apellido Gallardo, era un joven bien compuesto, de buena cuna y, sobre todo, loco por ella. El matrimonio se dio –con gran gala– y todo el pueblo asistió.

Lola de Gallardo no perdió tiempo: a Juan le dio un hijo por año, ¡y ya llevaban cuatro de casados! Él estaba encantado con ella y los niños. A todos decía que la amaría por siempre y ella, con sarcasmo, respondía que tantos hijos no quería.

Un buen día, Lola se levantó de madrugada, como siempre lo hacía, para alistar el desayuno de su esposo y de los niños. Estaba cansada. Su marido, la noche anterior, le había hecho el amor sin cesar; de seguro saldría de nuevo preñada, pensaba ella a disgusto.

Sentada en la mesa, se encontraba dando el biberón al menor; los otros tres estaban comiendo animosos de sus platos. La cocina olía a compota de manzanas y canela, a leche tibia y a avena, a pan tostado, huevos fritos y jamón planchado. Lo acostumbrado para satisfacer las necesidades y gustos de una familia tan numerosa. El rostro de Lola era un poema: adoraba a sus criaturas y ellos a ella. Reinaba cierto desorden en esa mesa, pero la alegría era la recompensa. El plato de su marido estaba servido, pero él no bajaba. Era extraño y ella ya se inquietaba.

Subió con el bebé en brazos hasta la recámara, puso al niño en la cuna y a su esposo agitó mientras lo llamaba:

—Juan, Juan, despierta, ¡el desayuno se enfría y llegarás tarde al trabajo!

Lola se quedó muda; se echó para atrás, aterrorizada: ¡su marido ya con ella no estaba! Entre llantos y sollozos, llamó a la Prefectura para que vinieran a ayudarla, pues su marido había muerto… ¡y tieso estaba!

Don Fernando –así se llamaba el Prefecto– llegó con su secretario, más rápido que volando. Sacaron a Lola del dormitorio para examinar al difunto y poder expedir el acta de defunción correspondiente. Juan permanecía boca arriba en la cama, completamente desnudo, y tenía una sonrisa en la boca de oreja a oreja… ¡con el pene erecto!

El secretario, al ver esto, conmocionado comentó:

—Prefecto, ¡yo nunca había visto esto… un difunto que haya muerto con esa sonrisa! —lo dijo con los ojos desorbitados y la mandíbula abierta de par en par, sin quitar la mirada del pene del difunto.

—¡Si a mí se me parara el pene como se le paró a este… yo también tendría esa sonrisa! —dijo el Prefecto sarcásticamente—. El hombre fue afortunado: murió feliz haciéndole el amor a Lola. ¡Ah! Es que esa mujer se las trae…

Cubrieron a Juan con la sábana, de pies a cabeza, siendo imposible disimular el bulto que entre sus piernas se elevaba muy indiscretamente. Al final de cuentas, determinaron que la muerte era natural y no obedecía a ningún accidente.

Desde ese momento en adelante, Don Fernando seguiría de cerca a doña Lola Gallardo. Se convertiría en su sombra. En el pueblo se murmuraba que ese seguimiento que le hacía el Prefecto a la viuda era a causa de que sospechaba que ella había sido la causante de la muerte de Juan, que su muerte no fue natural y, por ello, empezaron a llamarla –a sus espaldas– La Viuda Negra.

Lo que no sabía la gente –ni tampoco Lola– es que Don Fernando usaba como excusa la muerte de Juan para pretenderla, y quería tener en sus labios la misma sonrisa que ella a él le había dejado.

"Cuando la muerte llega con una sonrisa, los enredos apenas comienzan."


NOTA: La foto que ilustra este relato corresponde a mi madre, María Dolores Martin Chica.