El llanto de los niños, clamando por su padre, se
oía a metros de distancia.
El funeral de Juan Gallardo fue todo un espectáculo.
No faltó nadie del pueblo; la mayoría estaba allí mostrando su cariño y respeto
porque el difunto se lo había ganado. Pero otros tantos solo acudieron por
curiosidad, atraídos por la historia de dolor y muerte que sobre la familia
Gallardo se cernía y, aún más, por la intriga de lo que allí pudiese pasar. Se
murmuraba que la viuda lo había asesinado y que el Prefecto andaba tras de
ella, que —en cualquier momento— la haría arrestar.
Todo se desenvolvió con la normalidad del caso.
Todos dieron el pésame a la viuda y a sus cuatro hijos. Todos bebieron café, té
o chocolate y —los que se quedaron para acompañarla en la noche— hasta sopa
caliente, muy humeante, que dejaba un fresco sabor a hierbabuena en la boca.
Poco a poco se fueron retirando los curiosos, decepcionados por no producirse
lo que ellos esperaban. Luego se retiraron los amigos, muy apenados. Lola y sus
hijos se quedaron frente al féretro, muy desconsolados. Con ellos, los abuelos
de los niños, las tías de estos y, por supuesto, don Fernando y su secretario.
Don Luis, el padre de Lola, se retiró un poco del
grupo buscando un sitio adecuado donde pudiese fumarse un habano y cavilar
sobre la situación en la que ahora se encontraba su hija y sus nietos. Encontró
una banca en un patio abierto, muy floreado. Lirios y trinitarias de todos los
colores lo adornaban. Allí se sentó. Las bocanadas del puro impregnaron el
ambiente con un fuerte, pero agradable, olor a tabaco.
Don Fernando lo había seguido en silencio y se le
paró enfrente. Don Luis, sin levantar la mirada, le dijo:
—Era hora, hace rato le estaba esperando. Pensaba
que usted nunca se me acercaría. Le escucho. Me debe una explicación —le habló
en forma seria y autoritaria, pese a que entre los dos hombres había confianza.
—Lo sé, don Luis. Esperaba el momento oportuno y
creo que este lo es —le contestó don Fernando al tiempo que se sentaba al lado
de su interlocutor.
—Las murmuraciones sobre mi hija no solo me
molestan, sino que son infundadas. Pensaba yo que usted, en cumplimiento de su
deber y en retribución a nuestra amistad, pondría fin a ellas. No obstante,
ocurre lo contrario. Se comenta que usted las genera al no dejar a mi hija
fuera de observación… ¿qué tiene que decir al respecto? —esto lo decía don Luis
con extrema serenidad, pese a la preocupación que sus palabras implicaban.
—Reconozco que la culpa es mía por no aclarar el
asunto y poner fin a las murmuraciones. Pero es que me asisten razones para
ello. Sigo a su hija para protegerla, porque ahora está indefensa, vulnerable…
y porque estoy enamorado de ella. Y es por esta última razón que me acerco a
usted esta noche. Necesito su consentimiento para cortejarla, ¡deseo casarme
con doña Lola!
—¡Ah!... con que esas tenemos… —exclamó don Luis sin
mostrar ningún signo de sorpresa, pues algo así ya se esperaba. Se quedó
pensando entre bocanada y bocada de su fino tabaco—. Tiene usted mi
consentimiento, pero le deben quedar claras dos cosas: de inmediato deberá
usted hacer lo pertinente para que cesen las murmuraciones y mi hija quede
libre de cualquier sospecha. Asimismo, deberá usted enamorarla bien, pues es
ella quien tiene la última palabra. Para nadie es desconocido que Lola es mi
hija preferida, siempre estará bajo mi protección y su felicidad es la mía. Así
que… ¡ya sabe usted cómo debe proceder!
Me gustaría que, para el día de las elecciones, ya
mi hija fuera su consorte. Es necesario que haya una primera dama, eso le
aumentará la simpatía de los votantes. Mañana temprano pasaré por el Partido y
haré unas contribuciones para su campaña y algunos arreglos que estimo serán
necesarios. El nuevo alcalde deberá tener una posición sólida ante la
oposición, yo me encargaré de ello.
Apenas terminó de hablar, echó lo que quedaba de su
tabaco a la tierra, lo pisó fuertemente hasta desbaratarlo. Miró a don Fernando
de una manera intimidante, como advirtiéndole: ¡ten cuidado con mi hija, no
me la maltrates!
Así terminó la conversación de los dos hombres,
mientras Lola lloraba sobre el ataúd de su marido que aún estaba tibio. Recién
enviudaba, y ya sus próximas nupcias habían sido acordadas.
"Mientras Lola lloraba a su difunto, ya
le estaban arreglando marido nuevo. ¡Así cualquiera se consuela rápido!"