“La madurez no apaga la emoción: la vuelve consciente”
Nota de la autora
Este cuento nació de una caminata cotidiana y de una
pregunta que no siempre se formula en voz alta: ¿en qué momento empezamos a
habitar el tiempo de otra manera?
Con los años, el reloj sigue avanzando, pero la
conciencia despierta y el alma parece detenerse en un punto extraño, donde
conviven la madurez y la emoción intacta. Ese lugar —sin edad, sin prisa— es el
que intento explorar aquí.
No quise escribir sobre la nostalgia ni sobre el paso
del tiempo como pérdida, sino sobre el instante en que la vida se vuelve
plenamente perceptible: cuando el cuerpo camina más despacio, los sentidos se
abren y el presente deja de ser tránsito para convertirse en hogar.
Si este texto logra que quien lo lea recuerde una
tarde, un olor, un sonido, o simplemente se permita caminar sin apuro por unos
minutos, entonces el cuento habrá cumplido su propósito.
Prólogo
Hay un momento en que la prisa se detiene sin aviso.
No hay relojes que marquen la pausa: simplemente, el alma empieza a respirar
distinto.
La vida se encorva sobre sí misma y el tiempo se vuelve maleable, como si
quisiera abrazar todo lo que fuimos y lo que aún soñamos ser.
Eso, cree ella, es la madurez: no llegar al final,
sino encontrar el centro.
El lugar donde los tiempos se tocan, donde el pasado ya no duele, el futuro no
asusta y el presente —el presente— por fin se deja sentir.
Cuento
De salida del trabajo, se echó a andar calle abajo.
El cielo tenía ese color indeciso que no es del todo tarde
ni todavía noche: una mezcla suave de miel y ceniza. Los troncos oscuros de los
árboles, aún húmedos, sostenían hojas doradas, naranjas, ocres, que caían con
una lentitud casi deliberada, contrastando con el gris brillante de la calzada
mojada.
El aire era espeso y tibio, cargado del olor a tierra húmeda
y a hojas rendidas por el otoño. También flotaban restos de perfumes ajenos: un
rastro de jabón, un aroma dulce, un dejo amaderado que alguien había dejado
atrás al pasar. Cada paso producía un crujido irregular, una música sin ritmo
fijo. Las hojas se quebraban bajo sus zapatos con un sonido seco y suave a la
vez, como pequeñas confesiones.
El viento, juguetón, no dejaba quieta la bufanda. La hacía
ondear, la tironeaba con descaro, rozándole el cuello y las mejillas. A ratos,
una ráfaga más fresca le acariciaba la piel, y luego el sol —ya cansado— le
devolvía un calor tenue, casi agradecido.
Se bebía el aire como si fuera suyo. Solo suyo.
Delante de ella, un chiquillo arrastraba los pies,
levantando remolinos de hojas. Cada paso suyo era un desorden alegre. No
caminaba hacia ningún sitio urgente: avanzaba como si el trayecto fuera lo
único importante. El sonido que dejaba tras de sí era una mezcla de crujidos,
risas contenidas y viento revuelto.
Ella lo observaba con una sonrisa leve, de esas que aparecen
sin permiso cuando se despiertan emociones que parecían dormidas para siempre.
Pensó que, si fuera su madre, ya le habría pedido que levantara los pies, que
caminara bien, que no hiciera tanto ruido.
Ese pensamiento la hizo reír en voz baja. No porque fuera
gracioso, sino porque estaba cargado de una ternura inesperada.
El niño caminaba más rápido que ella. Poco a poco se fue
alejando.
La distancia transformó su figura —envuelta en un abrigo rojo, bufanda
multicolor y zapatillas brillantes como el sol— en una especie de garabato
vivo, como si un pintor abstracto lo hubiera dibujado con prisa y alegría.
Hasta que, finalmente, se volvió apenas un punto indefinido en el espacio que
tenía delante.
Y con él se apagó el crujir de las hojas.
La música extraordinaria de aquella función vespertina llegó a su fin.
Aspiró profundo.
Exhaló lento.
Entonces, su mente comenzó un pequeño alboroto, y el alma
—esa criatura caprichosa— se le unió en el bullicio.
Ambas hablaban a la vez, en idiomas distintos, reclamando atención, pidiéndole
silencio para poder entenderse.
Algo se dobló dentro de ella.
El tiempo, tal vez.
O su manera de sentirlo.
Porque ya no estaba allí, sino detrás de una mujer joven que
regañaba con dulzura a sus hijos para que no arrastraran los pies. Ellos reían,
sin hacerle caso.
La mujer se volvió, la miró, y ella, con una sonrisa
cómplice, le dijo:
—Déjalos, que disfruten el camino como niños… ya tendrán
tiempo para aprender a no tropezar.
Le guiñó un ojo.
Lo supo: era ella.
Ella, mirándose desde —y hacia— otro tiempo.
¿Recordó o transmitía una experiencia?
¿Se plegaron los tiempos por un instante para crear algo nuevo?
Quizá sí. Quizá no.
Esa sensación de habitar dos tiempos a la vez no le era
extraña. Tal vez fuera común a todos, aunque pocos se detuvieran a notarla. Lo
cierto es que esos momentos la sumergían en una meditación profunda: el proceso
de crecer, de madurar, de despertar.
Cuando se es joven —pensó— solo existe el futuro.
El presente no tiene espacio, y el pasado apenas se asoma en fotografías. Se
vive de prisa, persiguiendo metas que se deshacen como polvo en la palma con el
paso de los días.
Pero un día, sin aviso, algo cambia.
No es el reloj —ese invento mecánico que cree medir lo
inmensurable—.
Es la mirada.
Porque el tiempo no es una línea: es el instante que se
respira.
El cerebro lo sabe. Se vuelve cómplice.
Juega a confundir, a traer recuerdos con textura de presente, sueños con aroma
de pasado. Y así convence de que todo ocurre a la vez: lo vivido, lo esperado,
lo que aún no nos atrevemos a imaginar.
Allí donde el alma respira, el calendario no sabe marcar
fecha y el reloj es incapaz de dar la hora.
Es la plenitud del instante.
Con los años, aprendió que solo hay un tiempo que el cuerpo
reconoce como verdadero: el ahora que se respira. Todo lo demás —el pasado y el
futuro— son huellas o anhelos.
Había entendido que el ser humano insiste en dividir la vida
en minutos, pero el alma solo distingue dos territorios: lo que vibra ahora y
lo que ya se apagó o todavía no ha ocurrido.
A esa altura de su vida, dejó de desafiar al tiempo.
No le teme.
Lo observa.
Lo respira.
El pasado es una piel que lleva encima: en ella están las
marcas de quienes la amaron, de quienes la hirieron, de quienes le enseñaron
sin darse cuenta.
El futuro ya no la amenaza; le pregunta:
¿Qué huella quiero dejar en otros?
¿Qué quedará de mí cuando mis días se desvanezcan en los suyos?
Por eso se queda aquí, en el presente.
No pide hazañas. Solo instantes verdaderos.
Los que laten.
Porque comprendió que llega un día —sin aviso— en que algo
cambia.
No el reloj.
No el calendario.
Cambia la conciencia: un segundo de plenitud puede pesar más
que un año entero de ruido.
Había aprendido a quedarse.
Su cuerpo tenía una edad clara, visible en los gestos, en
ciertas líneas del rostro que ya no intentaba ocultar.
Pero el alma no obedecía esas reglas.
Se había detenido en un punto extraño.
No era joven del todo, pero sentía con la misma intensidad.
No era niña, pero conservaba la capacidad de asombro.
No era vieja: había aprendido a mirar sin miedo.
Tenía una edad sin número.
Una edad donde la conciencia había despertado, pero las emociones seguían a
flor de piel. Donde la ternura no se había endurecido y la pasión no necesitaba
correr. Donde se podía comprender sin dejar de sentir.
No renunciaría a la pasión, sino que aprendería a encenderla
con calma.
No negaría la ternura, sino que sabría elegir con quién compartirla.
Comprendió que cada instante podía volverse memoria o
legado, según cómo lo viviera. Y decidió que sus instantes tendrían esa doble
alma: que le pertenecieran mientras los respiraba y que siguieran vivos en
quienes los tocara después.
Y así, mientras el día terminaba de doblarse sobre sí mismo,
siguió caminando, habitando esa edad invisible donde el tiempo no manda, donde
la conciencia florece y el corazón —adulto y joven a la vez— aprende, por fin,
a estar.
El tiempo no le pertenecía, pero sus huellas sí.
Y entre ellas —aunque nadie lo sepa— queda quien ha leído hasta aquí, tocado
por este mismo instante.
Epílogo
Tal vez la vida no nos pida correr ni llegar primero,
sino aprender a habitar cada paso. Respirar con atención. Caminar con los
sentidos despiertos. Permitir que el presente se llene de las mejores memorias
de lo que fue y de los sueños de lo que aún desea ser, como si ya existieran.
Que seamos felices en ese equilibrio frágil y hermoso.
Que atesoremos instantes repletos de sentimientos y emociones profundamente
humanas, porque es lo único que verdaderamente nos llevamos.
Todo lo demás es equipaje que se queda en la estación
cuando emprendemos el viaje, y un peso inútil mientras nos preparamos para él.
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