Hay encuentros breves que nos acompañan para siempre.
PRÓLOGO
Vivimos rodeados de personas y, sin embargo, cada vez
más distantes. Caminamos deprisa, miramos poco, escuchamos menos. La cortesía
se ha vuelto excepcional y la empatía, un acto casi heroico. No obstante, basta
un gesto amable, una palabra dicha a tiempo, una sonrisa sincera, para
recordarnos que la humanidad aún late en lo cotidiano.
Este relato nace de esa verdad sencilla y profunda:
que los buenos modales, el respeto y el cariño no son formalidades vacías, sino
puentes invisibles entre las almas. Que nunca sabemos cuánto puede significar
nuestra manera de estar para quien se cruza en nuestro camino.
Y que incluso en los lugares más duros, más impersonales o más temidos, puede
brotar la luz.
PASILLOS DE LUZ
En un edificio inmenso —tan vasto como el más grande de los
templos— transitaban miles de personas cada día, mientras otras pernoctaban
entre sus muros.
Quienes transitaban lo hacían porque así lo querían… o
porque lo necesitaban.
Quienes pernoctaban, en cambio, no lo deseaban; pero debían.
Eso, sin embargo, es otra historia.
En ese ir y venir constante, como aves de paso cruzando un
mismo cielo, muchas personas coincidían a diario sin llegar a verse realmente.
No se saludaban. No se conocían. Apenas se reconocían. Eran solo rostros
familiares, figuras repetidas en la rutina, presencias sin nombre ni historia.
Pero había otras que volaban a la misma altura, en la misma
dirección y con idéntica frecuencia. Ellas sí se saludaban. Se comunicaban.
Interactuaban. Unas dependían de lo que hacían las otras, y en esa dependencia
nacía una coreografía silenciosa, casi perfecta.
Entre risas contenidas, oraciones murmuradas y llantos que se escondían tras
puertas entreabiertas, algunas lograban conectarse de una manera especial. Sus
presencias se notaban al instante, como una luz tibia en medio del ruido.
Entre ellas se sabían los nombres. Se regalaban sonrisas sinceras, abrazos
breves pero hondos, palabras amables que, sin saberlo, salvaban días enteros.
El edificio, de innumerables plantas siempre iluminadas,
estaba atravesado por pasillos interminables que, como un laberinto, te
absorbían en sus entrañas. Pasillos que parecían alargarse con cada paso,
obligándote a ver cosas que jamás hubieras querido ver; a sentir emociones que
nunca imaginaste sentir.
Allí, el alma se volvía más fervorosa de lo que uno habría creído posible. No
había día en que no cerraras los ojos para rogarle a Dios por alguien que ni
siquiera conocías. Rezabas. Rezabas mucho.
Rezabas para que los milagros sucedieran uno tras otro, como cuentas frágiles
de un rosario que intentabas proteger para que no cayeran al suelo y se
perdieran en los recovecos imprevisibles de la vida.
Era un edificio donde el bien y el mal luchaban con frenesí.
Donde la esperanza entraba… y a veces salía la resignación.
Otras veces, la desesperanza se instalaba como una niebla espesa, hasta que de
pronto alguien exclamaba un “¡Gloria a Dios!” que lo cambiaba todo.
Era un edificio donde se oraba más que en un templo; donde
Dios estaba siempre en la punta de la lengua de quienes lo transitaban o lo
habitaban.
¿O era mágico?
Tal vez.
Porque allí las cosas no siempre eran lo que parecían.
Más allá del llanto, solía reinar la alegría por los
milagros que sucedían. Algunos los llamaban conocimiento, buena praxis,
dedicación, diligencia, debida atención o buen servicio.
Como fuera que los nombraran, eran milagros.
La mano de Dios estaba en cada saber, en cada tiempo, en cada acto, en cada
lugar, en cada cosa.
Y así, con el paso del tiempo en esa colmena vibrante, fue
como se conocieron aquellas dos mujeres:
una jovencita que despertaba a la vida,
y otra que comenzaba a escribir los capítulos finales de la suya.
Durante los últimos meses de aquel año, coincidían casi a
diario en esos pasillos interminables que parecían no tener fin.
La jovencita era como un copo de algodón: blanca, de gestos suaves, de una
serenidad que no necesitaba hacer ruido para hacerse notar.
Era tierna.
Era mansa.
La otra era impaciente, como quien mantiene una lucha
constante contra el reloj. Su energía desbordada se volcaba sobre los demás,
empujándolos a seguir su ritmo, a no detenerse, a no perder tiempo.
La jovencita lo sabía. Lo comprendía. Y se acoplaba con una diligencia
absoluta.
De su trabajo dependía el trabajo de la otra.
Y respondía.
Hacían un buen equipo. Funcionaban como el más fino y
perfecto engranaje de un reloj.
Entre ellas se tejió un hilo invisible que las ataba sin que ninguna fuera
consciente de ello: un hilo hecho de respeto, amabilidad y cariño.
Pero hay días destinados a romper esos hilos.
Días en que las aves de paso se cruzan por última vez en el cielo de una vida y
luego se pierden de vista para siempre.
Ese día llegó.
La jovencita buscó afanosamente a la mujer por los pasillos,
por las estancias… hasta que, por fin, la encontró en la 105.
La mujer estaba de espaldas.
La jovencita, paciente como era, se quedó quieta, en silencio, esperando que se
volviera.
Y sucedió.
—¡Mi niña! ¿Qué haces aquí? ¿Está reservada la habitación? ¿La
necesitas urgente? —preguntó la mujer con su acostumbrada amabilidad y esa
sonrisa amplia que siempre le iluminaba el rostro.
—No… —respondió ella—. Solo vengo a decirte que me voy.
Lo dijo con su serenidad habitual, aunque la tristeza
asomaba, tímida, en la voz.
La mujer no lo comprendió de inmediato. No era costumbre
despedirse así; sus horarios nunca coincidían al final de los turnos.
—Vale, cariño. Nos vemos mañana. Descansa —dijo mientras se
acercaba para darle un abrazo sincero.
—No entiendes… —continuó la jovencita—. Me voy. Terminaron
mis prácticas. Y no quería irme sin despedirme de ti… sin decirte lo agradecida
que estoy contigo.
Ha habido días muy duros. Y cuando tú aparecías con tus sonrisas, me alegrabas
el día. Me lo componías.
La ternura de aquellas palabras desarmó a la mujer. No
esperaba una manifestación de gratitud tan profunda y tan limpia. El alma le
tembló.
Se fundieron en otro abrazo.
Uno de esos abrazos que no se miden en tiempo ni se explican con palabras, pero
que quedan grabados para siempre en algún rincón del pecho.
La jovencita se fue con su rostro de poema.
La mujer se quedó con los ojos húmedos y el alma encogida.
Jamás pensó recibir una muestra tan sincera de cariño de una
“extraña”.
Se conocían… pero no sabían nada la una de la otra.
Desde entonces, la mujer no puede ver aves cruzar el cielo
en alto vuelo sin acordarse de aquella jovencita cuya piel olía a hambre de
conocimiento, a amor y bondad en abundancia, a dignidad, a futuro.
Otra ave de paso en su vida.
Una que jamás olvidaría.
EPÍLOGO
Tal vez no podamos cambiar el mundo entero, pero sí
podemos transformar los pequeños universos que tocamos.
Ser amables. Ser respetuosos. Ser atentos.
Entregar lo mejor de nosotros en cada encuentro, incluso cuando creemos que es
insignificante.
Las sociedades no se reconstruyen con grandes
discursos, sino con gestos cotidianos: una palabra dicha con cuidado, un
agradecimiento sincero, un abrazo oportuno.
Rescatar la empatía es rescatar la humanidad.
Porque todos somos aves de paso…
y siempre está en nuestras manos decidir si, al irnos, dejamos vacío
o dejamos luz.
Muchísimas gracias por las palabras tan bonitas , te mereces todo lo bueno y cada sonrisa tuya ha valido muchísimo .
ResponderEliminarGracias a ti, mi niña. ¡No cambies nunca!
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