viernes, 26 de diciembre de 2025

CUENTO: Manos de algodón



Una memoria íntima atravesada por la guerra, la migración y el trabajo”. 

Las manos de su padre cabían apenas entre las suyas.

Eran ásperas, anchas, marcadas por surcos profundos donde el tiempo había ido dejando su firma. Manos que sabían a tierra húmeda y a sudor viejo, a hierro oxidado y a hojas machacadas. Manos que habían aprendido el lenguaje del machete y del sol antes que el de las caricias. Ahora estaban frías, ligeramente húmedas, temblando con un pulso irregular, como una marea cansada que ya no logra volver.

Hipólito no las soltaba.

Las sostenía con una devoción casi infantil, como si en ese gesto simple pudiera retenerlo un poco más en este mundo. El cuerpo del viejo yacía vencido sobre la cama angosta; la respiración le salía rota, trabajosa, como si el aire tuviera espinas. No podía tragar ni siquiera agua. El agua —ese alivio mínimo— se le negaba, y la vida parecía divertirse con esa crueldad.

Afuera, el Chaco ardía. El calor se pegaba a las paredes de adobe, se filtraba por las rendijas, empapaba el aire. Todo olía a tierra caliente, a polvo suspendido, a vegetación reseca. Adentro, el cuarto estaba lleno de un silencio espeso, roto apenas por el quejido bajo del moribundo y por el latido acelerado del hijo.

Se le moría su padre.
Se le moría su viejo.
Y con él, el amigo más fiel que había tenido jamás.

El sudor le bajaba por la frente y se le metía en los labios, dejando ese gusto salado, metálico, que conocía bien desde niño. A veces el sudor se mezclaba con lágrimas que no terminaban de caer. El llanto se le quedaba atorado en el pecho, como un animal asustado que no encuentra salida. Apretó un poco más esas manos, y entonces la memoria, sin pedir permiso, empezó a tirar de él hacia atrás.

Recordó historias que no había vivido, pero que había escuchado tantas veces que parecían suyas. Historias de una Europa quebrada. Ciudades reducidas a escombros; calles cubiertas de polvo gris, de ladrillos partidos, de vidrios rotos que crujían bajo los pies. El aire era espeso de humo y pólvora; el olor persistente de la carne quemada y del hierro caliente se impregnaba en la memoria de quienes lo habían vivido. Trenes abarrotados de hombres flacos, con los ojos hundidos y la ropa raída, atravesaban paisajes sin árboles, sin colores, sin promesas.

Escenas que se sucedían con una música de fondo: explosiones, gritos y llantos. Esa se oía. Pero había otra —un murmullo interno—, evocador del miedo y de la esperanza, que solo se sentía, flotando entre los cuerpos exhaustos y los silencios que la guerra dejaba atrás. Era un sonido sin forma, un latido que recorría a todos, un susurro que nadie podía nombrar pero que todos entendían: la incertidumbre de sobrevivir, la extraña sensación de que seguir con vida era tanto suerte como condena.

Dos guerras bastaron para partir un continente.

De allí salieron. No buscando riqueza, sino descanso. Se fueron porque quedarse era seguir enterrando hijos, padres, hermanos. Cruzaron el océano con la memoria llena de ruinas y las manos vacías. Llegaron a una tierra nueva donde el sol quemaba distinto y donde algo blanco crecía en los campos como una promesa.

El “oro blanco”.
Algodón.

Decían que era progreso. Y lo fue. Pero también fue sudor constante, espaldas dobladas, manos abiertas por las espinas. Sudor salado que ardía en los ojos y se quedaba pegado a la piel. Así se fue construyendo otra vida, lejos de Europa, pero no tan lejos del sacrificio.

No todas las batallas se libran con armas. Algunas se pelean en cocinas silenciosas, en camas separadas, en miradas que ya no se encuentran. La suya empezó en una casa humilde, cuando el matrimonio de sus padres se quebró sin estruendo.

Un día, su padre vino a buscarlo.

Lo esperaba en el zaguán, sentado bajo una sombra corta. Vestía su mejor camisa, planchada con esmero, como si fuera a misa. A su lado, una maleta vieja guardaba toda la vida del niño. Desde adentro, su madre los observaba sin dejarse ver, conteniendo el llanto para que no se notara.

La llegada fue breve.
La partida, definitiva.

Padre e hijo se fueron tomados de la mano. Caminaron por la calle de tierra levantando una nube fina que se les pegó a los tobillos. Hipólito sonreía, contagiado por la firmeza tranquila de su padre, pero de tanto en tanto volteaba. Atrás quedaban su madre y su hermana, quietas, cada vez más pequeñas. Esa imagen se le clavó para siempre: el amor partido en dos, la infancia rasgada sin entender por qué.

El viaje fue largo. Corrientes quedó atrás; luego Resistencia y, más allá aún, Pedro Saénz. El paisaje se volvió más áspero. Tierra rojiza, vegetación rala, un cielo inmenso que parecía aplastar a los hombres.

La vida en el Chaco era dura.
Pero con él, era buena.

Se levantaban antes del amanecer, cuando el aire aún era fresco y olía a rocío. Caminaban hacia los algodonales, filas interminables de plantas bajas cubiertas de copos blancos que brillaban bajo el sol naciente. El calor subía rápido, empapándolos. El sudor corría por la espalda, salado, espeso.

Hipólito miraba a su padre trabajar. Menudo, firme. El machete brillaba un segundo antes de caer. El sonido seco del corte se mezclaba con el zumbido de los insectos y el crujir de las plantas. Cada golpe era exacto, aprendido con los años.

Así pasaron los años.
Hasta que el niño dejó de serlo.

El campo empezó a quedarle estrecho. El algodón ya no era promesa, sino límite. Como una vez había dejado atrás a su madre, ahora dejaría a su padre. Volvería a Corrientes, al hogar materno. La despedida fue corta, silenciosa.

El recuerdo se quebró cuando el viejo emitió un último sonido. Un gemido leve, casi un suspiro.

Hipólito levantó la vista. Los ojos de su padre estaban abiertos, tranquilos. No había miedo en ellos. Tampoco dolor. Se iba acompañado, sostenido por las manos de su hijo, lejos del sol inclemente y del áspero algodón.

Afuera, el calor seguía.
El mundo continuaba.

Hipólito entendió entonces que algunas vidas se construyen enteras con las manos.
Y que cuando esas manos se detienen, dejan al mundo un poco más vacío.


“La historia también se escribe con manos anónimas.”


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