“Un relato para quienes sienten que el mundo es más profundo de lo que parece.”
Reflexión inicial
Dicen que la vida es un soplo, y la muerte un silencio.
Pero entre ambos existe un murmullo, un lugar donde las almas se preguntan
quiénes son en realidad.
Allí, en ese intervalo casi invisible, se cruzan los que recuerdan… y los que
están por despertar.
EL CAMINANTE
Nadie sabía su nombre, aunque a decir verdad eso jamás tuvo
importancia. En el pueblo lo llamaban El Caminante, porque aparecía y
desaparecía como un susurro llevado por el viento. Tenía una presencia extraña:
al verlo, uno no sabía si era joven o un viejo. No se le podía medir los años, aunque inmóvil,
parecía deslizarse entre infinitas versiones de sí mismo, como si una sucesión
vertiginosa de imágenes lo habitara, superpuestas, imposibles de retener. Pero
siempre se tenía la sensación de estar ante alguien que sabía.
No sabían qué, pero lo sabía.
Había algo en él que parecía haber atravesado siglos: el
modo en que sus pasos no levantaban polvo, la manera en que su mirada cargaba
un brillo vetusto, como si hubiese visto arder civilizaciones enteras y
renacer otras en el mismo instante. Olía ligeramente a romero y a lluvia seca,
a esos aromas que solo se adhieren a quienes han caminado mucho más que
caminos: quienes han caminado épocas. Cuando respiraba, el aire parecía
volverse más claro, como si su pecho contuviera un equilibrio que el mundo
olvidaba mantener.
Aquel atardecer, la luz dorada se desparramaba sobre las
casas como miel tibia. El aire olía a tierra húmeda después del riego, y el
canto de un pájaro solitario perforaba el silencio del final del día. Bajo el
gran árbol del camino, un anciano observaba el horizonte del mismo modo en que
se observa un recuerdo: con ternura y cierto dolor.
El Caminante se detuvo frente a él. Su sombra parecía más
larga que la de cualquier otro ser vivo, como si el sol se inclinara para
saludarlo.
—¿Crees que estás vivo? —preguntó, sin saludo, sin
preámbulo.
El anciano sintió un leve estremecimiento, como si la brisa
le hubiera susurrado su nombre.
—Creo que respiro —respondió—. Pero no sé si eso basta para
llamarlo vivir.
El Caminante tomó asiento a su lado. Su movimiento no dejó
ruido alguno; ni la hierba protestó.
Y mientras se acomodaba, el anciano notó un detalle
inquietante y hermoso: alrededor del Caminante el aire vibraba levemente, como
si el calor del sol se quedara a vivir en él. No era un resplandor visible,
pero había una cualidad en ese hombre que recordaba a los relatos ancestrales,
cuando los mensajeros divinos caminaban entre mortales sin ser del todo
percibidos.
Su silencio tenía textura: parecía de terciopelo oscuro, profundo, un silencio
que invitaba a escuchar lo que uno teme escuchar.
—Muchos creen que la vida es esto —dijo, señalando el
crepúsculo que teñía de púrpura el cielo—. Pero dime: ¿nunca has sentido que
este lugar es solo un pasillo? ¿Un corredor entre dos habitaciones que
olvidamos al nacer?
El anciano cerró los ojos un instante; podía sentir el olor
del árbol, viejo y dulce, como madera de biblioteca, de esa que guarda
historias. Recordó sus propias pérdidas, sus viejos amores, sus errores.
—A veces pienso que estamos pagando algo —murmuró—. Como si
este plano fuese un purgatorio amable… donde las almas se afinan antes de
seguir su camino.
El Caminante inclinó la cabeza. A la luz del ocaso, sus ojos
tenían un brillo que no era reflejo, sino fuente.
Antes de hablar, respiró profundamente, y ese gesto liberó
un aroma tenue a hojas añejas, a pergaminos, a fuego encendido en noches de
sabiduría compartida. Parecía llevar dentro el polvo dorado de los desiertos
egipcios, el incienso de monasterios escondidos, el humo de hogueras druidas
bajo lunas gigantes.
—Otros antes que tú ya lo pensaron —dijo—. Platón, por
ejemplo, creía que la muerte era el verdadero despertar; que lo que llamamos
vida es apenas una proyección tenue. La mayoría mira solo la pared… y olvida la
luz detrás.
Al mencionarlo, la voz del Caminante pareció adquirir una
musicalidad primigenia. Como si no estuviera recordando un libro, sino una
conversación al calor de una lumbre ateniense, con el olor del aceite de oliva
y la brisa marina entrando por una ventana abierta. El anciano sintió que
hablaba alguien que no solo había leído ideas, sino que había caminado junto a
ellas.
El viento cambió entonces, trayendo el perfume salado del
río cercano. El anciano lo respiró hondo: le recordó a su infancia, cuando aún
corría sin pensar en el peso de los años.
El Caminante continuó, pero su voz era ahora un murmullo
profundo, como si hablara desde algún lugar más remoto que el tiempo:
—Hermes... Hermes decía que “lo de arriba es como lo de
abajo”, que la muerte no es caída sino tránsito, un cambio de vibración.
Recuerdo cuando lo escuché por primera vez… tenía el olor del incienso sagrado
y la arena caliente pegada a mis pies.
Al anciano se le erizó la piel.
Ese recuerdo… no podía ser humano.
Era demasiado vívido, demasiado sensorial, demasiado real.
—¿Tú… lo escuchaste?
—Estuve allí —respondió el Caminante con suavidad—. Igual
que cuando conversé con Siddhartha bajo un cielo cargado del aroma a mango
maduro. Él decía que la muerte es solo una curva del río, y que la vida
continúa fluyendo aunque el cauce se esconda.
Mientras hablaba, parecía que el aire cambiaba a su
alrededor, trayendo olores que no pertenecían a ese lugar: dulce mango, humo
tibetano, tierra roja de la India, la humedad casi sagrada del Ganges.
Sus palabras abrían puertas invisibles.
—Y más tarde —continuó El Caminante— escuché a Rumi decir
que la muerte es regresar al hogar. “Morimos antes de morir”, repetía, mientras
su voz sonaba como un tambor en medio de la noche, como si cada palabra fuera
una puerta.
El anciano sintió un estremecimiento.
El Caminante no era un viajero.
Era el viaje.
—¿Y tú, Caminante? —preguntó finalmente—. ¿De qué lado del
umbral vienes?
La sonrisa que recibió como respuesta fue tan suave que
parecía hecha de terciopelo.
—De ambos —dijo—. Porque no hay lados. Solo continuidad. Son
ustedes quienes lo fragmentan para poder entenderlo.
El anciano sintió entonces un ligero temblor en sus manos.
—Entonces… ¿estoy vivo o muerto?
—Eres tránsito —susurró el Caminante—. Como todos. Una
chispa en viaje, cambiando de forma, de historia, de cielo. La vida no empieza
ni termina; solo cambia de máscara. Lo esencial es cuánto despiertas mientras
la llevas puesta.
Las hojas se movieron encima de ellos, rozándose entre sí
con un sonido que parecía un rezo. El anciano apoyó la cabeza en el tronco: la
corteza estaba tibia, como si el árbol le compartiera su pulso.
—Estoy cansado —confesó.
—Lo sé —dijo El Caminante—. Y has caminado bien.
El anciano sintió entonces un sosiego que nunca había
experimentado. El aire a su alrededor se volvió ligero, casi luminoso. Un
latido profundo —quizá suyo, quizá del mundo— se expandió en su pecho.
—¿Te quedarás conmigo? —preguntó, sintiendo que su voz venía
de muy lejos.
—Siempre lo he estado —respondió El Caminante.
El anciano cerró los ojos. Su respiración se fue apagando
como una vela que se entrega al final de su luz.
El Caminante se incorporó. Antes de alejarse, dijo:
—Bienvenido de vuelta.
Fue entonces cuando ocurrió lo que se cree imposible.
El anciano abrió los ojos. Ya no eran los ojos de un hombre
cansado, sino los de alguien recién nacido al infinito. Miró sus manos
—ligeras, sin temblor— y el mundo le pareció más nítido, más real, como si
antes lo hubiera visto a través de un velo.
—Lo había olvidado —dijo, con una sonrisa que parecía una
brasa encendida.
El Caminante asintió con la serenidad del que ha visto nacer
y morir estrellas.
Caminaron juntos, y sus pasos no dejaron huellas sobre la
tierra.
A la mañana siguiente, en el pueblo encontraron el cuerpo
sin vida bajo el árbol, con una sonrisa profunda e inexplicable. Quienes lo
vieron dijeron que parecía feliz… como alguien que recordara un secreto hermoso
justo antes de partir.
Reflexión final
Quizá la vida no sea un camino que termina en la
muerte, ni la muerte una caída hacia la nada.
Tal vez ambos sean un puente, una serie de puertas que atravesamos sin darnos
cuenta, una espiral de despertares.
Y quizá —solo quizá— El Caminante no sea Dios, ni ángel, ni espíritu… sino
aquello que siempre nos acompaña:
la parte eterna de nosotros mismos, guiándonos —en el tránsito— de una forma a
otra, recordándonos que nunca dejamos de existir.
Nota: fue escrito el 11/02/2011
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