jueves, 11 de diciembre de 2025

CUENTO: El Caminante

 



 

“Un relato para quienes sienten que el mundo es más profundo de lo que parece.”

Reflexión inicial

Dicen que la vida es un soplo, y la muerte un silencio.
Pero entre ambos existe un murmullo, un lugar donde las almas se preguntan quiénes son en realidad.
Allí, en ese intervalo casi invisible, se cruzan los que recuerdan… y los que están por despertar.


EL CAMINANTE

Nadie sabía su nombre, aunque a decir verdad eso jamás tuvo importancia. En el pueblo lo llamaban El Caminante, porque aparecía y desaparecía como un susurro llevado por el viento. Tenía una presencia extraña: al verlo, uno no sabía si era joven o un viejo.  No se le podía medir los años, aunque inmóvil, parecía deslizarse entre infinitas versiones de sí mismo, como si una sucesión vertiginosa de imágenes lo habitara, superpuestas, imposibles de retener. Pero siempre se tenía la sensación de estar ante alguien que sabía.

No sabían qué, pero lo sabía.

Había algo en él que parecía haber atravesado siglos: el modo en que sus pasos no levantaban polvo, la manera en que su mirada cargaba un brillo vetusto, como si hubiese visto arder civilizaciones enteras y renacer otras en el mismo instante. Olía ligeramente a romero y a lluvia seca, a esos aromas que solo se adhieren a quienes han caminado mucho más que caminos: quienes han caminado épocas. Cuando respiraba, el aire parecía volverse más claro, como si su pecho contuviera un equilibrio que el mundo olvidaba mantener.

Aquel atardecer, la luz dorada se desparramaba sobre las casas como miel tibia. El aire olía a tierra húmeda después del riego, y el canto de un pájaro solitario perforaba el silencio del final del día. Bajo el gran árbol del camino, un anciano observaba el horizonte del mismo modo en que se observa un recuerdo: con ternura y cierto dolor.

El Caminante se detuvo frente a él. Su sombra parecía más larga que la de cualquier otro ser vivo, como si el sol se inclinara para saludarlo.

—¿Crees que estás vivo? —preguntó, sin saludo, sin preámbulo.

El anciano sintió un leve estremecimiento, como si la brisa le hubiera susurrado su nombre.

—Creo que respiro —respondió—. Pero no sé si eso basta para llamarlo vivir.

El Caminante tomó asiento a su lado. Su movimiento no dejó ruido alguno; ni la hierba protestó.

Y mientras se acomodaba, el anciano notó un detalle inquietante y hermoso: alrededor del Caminante el aire vibraba levemente, como si el calor del sol se quedara a vivir en él. No era un resplandor visible, pero había una cualidad en ese hombre que recordaba a los relatos ancestrales, cuando los mensajeros divinos caminaban entre mortales sin ser del todo percibidos.
Su silencio tenía textura: parecía de terciopelo oscuro, profundo, un silencio que invitaba a escuchar lo que uno teme escuchar.

—Muchos creen que la vida es esto —dijo, señalando el crepúsculo que teñía de púrpura el cielo—. Pero dime: ¿nunca has sentido que este lugar es solo un pasillo? ¿Un corredor entre dos habitaciones que olvidamos al nacer?

El anciano cerró los ojos un instante; podía sentir el olor del árbol, viejo y dulce, como madera de biblioteca, de esa que guarda historias. Recordó sus propias pérdidas, sus viejos amores, sus errores.

—A veces pienso que estamos pagando algo —murmuró—. Como si este plano fuese un purgatorio amable… donde las almas se afinan antes de seguir su camino.

El Caminante inclinó la cabeza. A la luz del ocaso, sus ojos tenían un brillo que no era reflejo, sino fuente.

Antes de hablar, respiró profundamente, y ese gesto liberó un aroma tenue a hojas añejas, a pergaminos, a fuego encendido en noches de sabiduría compartida. Parecía llevar dentro el polvo dorado de los desiertos egipcios, el incienso de monasterios escondidos, el humo de hogueras druidas bajo lunas gigantes.

—Otros antes que tú ya lo pensaron —dijo—. Platón, por ejemplo, creía que la muerte era el verdadero despertar; que lo que llamamos vida es apenas una proyección tenue. La mayoría mira solo la pared… y olvida la luz detrás.

Al mencionarlo, la voz del Caminante pareció adquirir una musicalidad primigenia. Como si no estuviera recordando un libro, sino una conversación al calor de una lumbre ateniense, con el olor del aceite de oliva y la brisa marina entrando por una ventana abierta. El anciano sintió que hablaba alguien que no solo había leído ideas, sino que había caminado junto a ellas.

El viento cambió entonces, trayendo el perfume salado del río cercano. El anciano lo respiró hondo: le recordó a su infancia, cuando aún corría sin pensar en el peso de los años.

El Caminante continuó, pero su voz era ahora un murmullo profundo, como si hablara desde algún lugar más remoto que el tiempo:

—Hermes... Hermes decía que “lo de arriba es como lo de abajo”, que la muerte no es caída sino tránsito, un cambio de vibración. Recuerdo cuando lo escuché por primera vez… tenía el olor del incienso sagrado y la arena caliente pegada a mis pies.

Al anciano se le erizó la piel.
Ese recuerdo… no podía ser humano.
Era demasiado vívido, demasiado sensorial, demasiado real.

—¿Tú… lo escuchaste?

—Estuve allí —respondió el Caminante con suavidad—. Igual que cuando conversé con Siddhartha bajo un cielo cargado del aroma a mango maduro. Él decía que la muerte es solo una curva del río, y que la vida continúa fluyendo aunque el cauce se esconda.

Mientras hablaba, parecía que el aire cambiaba a su alrededor, trayendo olores que no pertenecían a ese lugar: dulce mango, humo tibetano, tierra roja de la India, la humedad casi sagrada del Ganges.
Sus palabras abrían puertas invisibles.

—Y más tarde —continuó El Caminante— escuché a Rumi decir que la muerte es regresar al hogar. “Morimos antes de morir”, repetía, mientras su voz sonaba como un tambor en medio de la noche, como si cada palabra fuera una puerta.

El anciano sintió un estremecimiento.
El Caminante no era un viajero.
Era el viaje.

—¿Y tú, Caminante? —preguntó finalmente—. ¿De qué lado del umbral vienes?

La sonrisa que recibió como respuesta fue tan suave que parecía hecha de terciopelo.

—De ambos —dijo—. Porque no hay lados. Solo continuidad. Son ustedes quienes lo fragmentan para poder entenderlo.

El anciano sintió entonces un ligero temblor en sus manos.

—Entonces… ¿estoy vivo o muerto?

—Eres tránsito —susurró el Caminante—. Como todos. Una chispa en viaje, cambiando de forma, de historia, de cielo. La vida no empieza ni termina; solo cambia de máscara. Lo esencial es cuánto despiertas mientras la llevas puesta.

Las hojas se movieron encima de ellos, rozándose entre sí con un sonido que parecía un rezo. El anciano apoyó la cabeza en el tronco: la corteza estaba tibia, como si el árbol le compartiera su pulso.

—Estoy cansado —confesó.

—Lo sé —dijo El Caminante—. Y has caminado bien.

El anciano sintió entonces un sosiego que nunca había experimentado. El aire a su alrededor se volvió ligero, casi luminoso. Un latido profundo —quizá suyo, quizá del mundo— se expandió en su pecho.

—¿Te quedarás conmigo? —preguntó, sintiendo que su voz venía de muy lejos.

—Siempre lo he estado —respondió El Caminante.

El anciano cerró los ojos. Su respiración se fue apagando como una vela que se entrega al final de su luz.

El Caminante se incorporó. Antes de alejarse, dijo:

—Bienvenido de vuelta.

Fue entonces cuando ocurrió lo que se cree imposible.

El anciano abrió los ojos. Ya no eran los ojos de un hombre cansado, sino los de alguien recién nacido al infinito. Miró sus manos —ligeras, sin temblor— y el mundo le pareció más nítido, más real, como si antes lo hubiera visto a través de un velo.

—Lo había olvidado —dijo, con una sonrisa que parecía una brasa encendida.

El Caminante asintió con la serenidad del que ha visto nacer y morir estrellas.

Caminaron juntos, y sus pasos no dejaron huellas sobre la tierra.

A la mañana siguiente, en el pueblo encontraron el cuerpo sin vida bajo el árbol, con una sonrisa profunda e inexplicable. Quienes lo vieron dijeron que parecía feliz… como alguien que recordara un secreto hermoso justo antes de partir.


Reflexión final

Quizá la vida no sea un camino que termina en la muerte, ni la muerte una caída hacia la nada.
Tal vez ambos sean un puente, una serie de puertas que atravesamos sin darnos cuenta, una espiral de despertares.
Y quizá —solo quizá— El Caminante no sea Dios, ni ángel, ni espíritu… sino aquello que siempre nos acompaña:
la parte eterna de nosotros mismos, guiándonos —en el tránsito— de una forma a otra, recordándonos que nunca dejamos de existir.

Nota: fue escrito el 11/02/2011



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