miércoles, 24 de diciembre de 2025

CUENTO: Un Cuento de Navidad

 

Nota de la autora

Este cuento nace del silencio, de la contemplación y de la certeza íntima de que el amor verdadero no siempre se reconoce a primera vista. Es una invitación a mirar la propia vida con gratitud y a descubrir que, incluso en los momentos de aparente vacío, hay una presencia que sostiene.

La Navidad es aquí símbolo y memoria: un recordatorio de que el amor más grande eligió hacerse pequeño para no asustarnos, para enseñarnos a amar desde la humildad y la ternura.


Una mujer, un cielo lleno de estrellas y el amor que la sostuvo antes de nacer.


UN CUENTO DE NAVIDAD

El vacío silencioso

Hubo una vez una mujer que caminaba por la vida con la serenidad de quien ha aprendido a agradecerlo casi todo y, al mismo tiempo, con la callada melancolía de quien siente que algo esencial siempre le ha rozado sin quedarse del todo. No le faltaba nada que pudiera nombrarse: tenía un techo tibio donde refugiarse del frío, pan en la mesa, manos amigas, recuerdos suficientes como para llenar muchas tardes. Y, sin embargo, dentro de ella habitaba un silencio hondo, un hueco suave pero persistente, como el tañido de una campana que hubiera sonado hace años y aún no terminara de apagarse.

Desde joven había sentido que el amor era un don que desbordaba en su pecho. Un manantial inagotable. Amaba con facilidad, con hondura, con una entrega que no pedía garantías. Pero la vida —caprichosa y sabia a su manera— no siempre había sabido corresponderle en la misma medida. Amó a quienes no supieron amarla. Fue amada por quienes ella no pudo abrazar del todo. Y aun en los amores compartidos, había sentido que algo quedaba incompleto, como si el abrazo terminara siempre un segundo antes de lo necesario.

Aun así, no caminaba con amargura. Caminaba con gratitud. Daba las gracias por cada amanecer, por cada rostro que había pasado por su historia, por cada herida que le había enseñado algo. Solo que, en las noches silenciosas, cuando el mundo se aquietaba y las luces se apagaban, ese vacío se sentaba a su lado como un viejo conocido.


La carretera y el cielo

Fue en vísperas de Navidad cuando ocurrió aquello que marcaría su vida para siempre.

Transitaba por una carretera estrecha que se desprendía de la ciudad —bulliciosa, luminosa, vestida de guirnaldas y promesas— y se internaba en un pueblo apartado de la montaña. La ciudad quedaba atrás como un joyero abierto: faroles, escaparates, risas, música. A cada kilómetro, el ruido se hacía más lejano y la oscuridad más profunda. Era una noche sin luna, de esas que parecen creadas para revelar secretos.

Al alzar la vista, el cielo se desplegó ante ella como un milagro jamás soñado. Todas las constelaciones visibles parecían haberse puesto de acuerdo para brillar aquella noche. Un firmamento salpicado de luces: algunas tímidas, otras audaces; unas pequeñas como suspiros, otras enormes como proclamaciones. El cielo titilaba en silencio, tan lleno de destellos como las calles de la ciudad lo estaban de luces navideñas.

Movida por un impulso casi reverencial, detuvo el coche en un pequeño mirador. Bajó despacio, como si temiera romper el hechizo, y se sentó en el banco frío de piedra. El aire le acarició la piel con perfume a pino y tierra húmeda. Arriba, el cielo parecía inclinarse hacia ella.

Sintió que el corazón se le detenía un instante. La brisa de la montaña comenzó a mecer los rizos de su cabello negro, y ella los apartó del rostro con un gesto lento, casi inconsciente, como si quisiera despejar también la mirada para no perderse nada de aquel prodigio.


El juego de las estrellas

Mientras observaba, un pensamiento —envuelto en emociones profundas, temblorosas— atravesó su mente.

Había vivido tanto. Había conocido a tantas personas. Había amado y había sido amada.

¿Serían tantas… como las estrellas que brillaban en el firmamento?

La pregunta le arrancó una sonrisa infantil. Y entonces, llena de curiosidad y entusiasmo, inventó un juego, un juego solo para ella, como los que se inventan los niños para dialogar con el mundo.

Contaría las estrellas.

Y a cada una le pondría un nombre.

Los nombres dependerían de su tamaño y de su brillo. Las más grandes y luminosas llevarían los nombres de quienes más la habían amado y a quienes ella había amado con igual intensidad, en un amor recíproco y pleno. Las más pequeñas guardarían los nombres de los amores fugaces, de los encuentros breves, de los afectos que pasaron como una caricia ligera.

Comenzó el juego.

La estrella más grande, la más poderosa, la más resplandeciente, no le dejó dudas: era para sus padres. Ellos la habían amado desde el primer instante de su existencia, y ella los había amado sin aprender, sin preguntas, sin condiciones.

Pero cuando intentó fijar ese nombre en el cielo, algo extraño ocurrió.

La estrella se escurría.

Cada vez que creía haberla contado, se deslizaba fuera de su mirada, como si no aceptara aquella designación. Pensó que era un efecto óptico, un engaño de la luz demasiado intensa. No le dio importancia. Siguió adelante.

Continuó con sus abuelos, con hermanos, con hijos, con nietos. Luego avanzó cronológicamente, decidida a no olvidar a nadie. Recorrió su infancia con pasos pacientes, volvió a las escuelas, a las calles, a los juegos. Después la juventud, con sus pasiones desbordadas y sus desengaños. La madurez, con sus silencios fértiles y sus lealtades profundas.

A medida que contaba, su corazón se llenaba.

Aparecían rostros que creía olvidados: personas apenas conocidas con las que compartió instantes de ternura; otras que la amaron con fuerza y a las que ella respondió con la misma verdad; algunas a las que amó sin ser correspondida; otras que la amaron y a las que ella no supo —o no pudo— amar.

El cielo comenzó a quedarse pequeño.

Las miles de estrellas parecían insuficientes para contener tanta historia.

Y entonces apreció lo mucho que había amado y había sido amada, más de lo que siempre creyó. El amor que aún sentía brotar en su pecho no era señal de carencia, sino de abundancia.

Se sintió plena.


La estrella innombrable

Con la mente y el alma infladas de una calma desconocida, volvió a notar aquella estrella rebelde. La más grande. La que había rehuido ser nombrada.

Ahora parecía distinta.

¿Era más grande?

¿O se estaba acercando?

Le pareció que podía alcanzarla. Sonrió, divertida por su propia imaginación, pero estiró la mano, siguiendo el juego de su mente como quien intenta atrapar un copo de nieve.

No la tocó.

Rió suavemente.

Pero entonces, la estrella comenzó a alejarse. Lentamente. Y en su retirada dejó una estela de luz inmensa, viva, que descendía hacia ella como una cascada luminosa.

La luz sí llegó.

Y ella la tocó.


El ascenso

En ese instante, sus pies se separaron del suelo. Su cuerpo fue elevado por el haz de luz en un ascenso indescriptible. Por dentro, la luz no brillaba: era cálida, envolvente, protectora. No tenía color ni transparencia, pero estaba llena de presencia. Flotaba envuelta en notas musicales jamás escuchadas, melodías que no se oían con los oídos, sino con el alma.

Sintió una paz tan profunda que creyó dormirse.

O tal vez despertó.


La Madre y el Niño

Cuando recobró la conciencia, se encontró junto a una jovencita envuelta en mantos gastados y humildes. A la vista parecían ásperos, ajados por el polvo de los caminos y la intemperie, pero al rozarlos con la piel eran como una niebla viva: fresca, suave, imposible de apresar, perfumada a sándalo tibio y a miel recién abierta. El aire a su alrededor parecía respirar con ellas, denso de misterio y dulzura.

La joven la miraba con una ternura que no pertenecía a este mundo. No era solo una mirada: era un refugio, un hogar silencioso. Sus ojos tenían la profundidad de los lagos milenarios y la claridad de la primera mañana del mundo. En ellos no había reproche ni temor, solo una aceptación infinita, como si la conociera desde siempre.

Se acercó despacio, y al hacerlo, el tiempo pareció diluirse. Todo latía con un ritmo distinto, más lento, más verdadero. La joven inclinó el rostro y le susurró al oído, con una voz que era a la vez humana y eterna:

—¿Ves a ese niño recién nacido? Es mi hijo. Acabo de traerlo al mundo…

Al pronunciar esas palabras, lo hizo con una dignidad serena, nacida del amor más absoluto. Entonces tomó al niño de una cuna improvisada —paja, madera, humildad— y lo depositó en los brazos de ella.

Al recibirlo, todo cambió.

El peso era mínimo, pero contenía el universo entero. Su piel era tibia, delicada como el pétalo de una flor nocturna. El olor del niño era leche, vida recién estrenada y eternidad. Al respirar, su pequeño pecho se movía con un compás perfecto, como si marcara el pulso secreto del mundo. Ella sintió que ese latido se sincronizaba con el suyo, que algo dentro de su pecho se ordenaba para siempre.

El contacto le atravesó el alma.

No era ella quien sostenía al niño.

Era el niño quien la sostenía a ella.

—Este niño se llama Jesús —dijo la joven, acariciando suavemente la cabeza del recién nacido—. Aunque lo tengas en tus brazos, en realidad Él te sostiene en los suyos. Te ha sostenido incluso antes de que pensaras en nacer. Antes de tus preguntas. Antes de tus heridas. Antes de tu primer suspiro.

En ese instante, ella comprendió. Comprendió sin palabras, sin razonamientos. Comprendió con el cuerpo, con la memoria, con cada lágrima que alguna vez había contenido. Todo amor recibido, todo amor entregado, todo vacío sentido, todo anhelo no colmado… todo había estado envuelto desde siempre en esos brazos invisibles.


La revelación

No supo si aquello fue un sueño, una visión o un instante suspendido fuera del tiempo. No supo si su cuerpo seguía en el mirador o si su alma había cruzado un umbral que no figura en los mapas.

Pero sí supo algo con una certeza más firme que cualquier certeza conocida.

La estrella más grande, la más brillante, la más destellante, aquella que había rehuido ser contada y nombrada, no pertenecía al pasado ni a ningún recuerdo humano.

Era presencia.
Era origen.
Era amor antes del amor.

Y por primera vez en su vida, pronunció su nombre sin temor, sin dudas, sin sentirlo ajeno.

La nombró “Dios”.

Y en ese acto sencillo y sagrado, el vacío que la había acompañado durante años se disolvió como la niebla al amanecer. No porque hubiera sido llenado, sino porque nunca estuvo vacío. Siempre había estado habitado.

Desde aquella noche de Navidad, caminó distinta. No más ligera, sino más verdadera. Sabiendo —con una certeza que no necesitaba explicación— que había sido amada desde antes de existir, y que ese amor no se apaga, no se pierde, no se escapa del conteo.

Brilla.
Eterno.
Como una estrella.


Epílogo

La Navidad pasa.

Se apagan las luces, se guardan los adornos, el mundo retoma su ritmo cotidiano. Pero lo que la Navidad señala permanece.

Permanece el amor que no se cansa.
Permanece el Dios que no se aleja.
Permanece aquel Niño que, naciendo en la humildad más absoluta, recuerda al ser humano que nunca está solo, que nunca llega tarde al amor, que nunca ha sido olvidado.

Este cuento es solo una historia.

Pero la verdad que lo atraviesa no lo es.

Que cada Navidad —más allá de la tradición— sea un recordatorio silencioso de ese amor incondicional que sostiene, acompaña y espera.

Como una estrella que no deja de brillar.

Incluso cuando nadie la está mirando.


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