Nota de la autora
Este cuento nace del silencio, de la contemplación y de
la certeza íntima de que el amor verdadero no siempre se reconoce a primera
vista. Es una invitación a mirar la propia vida con gratitud y a descubrir que,
incluso en los momentos de aparente vacío, hay una presencia que sostiene.
La Navidad es aquí símbolo y memoria: un recordatorio de
que el amor más grande eligió hacerse pequeño para no asustarnos, para
enseñarnos a amar desde la humildad y la ternura.
Una mujer, un cielo lleno de estrellas y el amor que
la sostuvo antes de nacer.
UN CUENTO DE NAVIDAD
El vacío silencioso
Hubo una vez una mujer que caminaba por la vida con
la serenidad de quien ha aprendido a agradecerlo casi todo y, al mismo tiempo,
con la callada melancolía de quien siente que algo esencial siempre le ha
rozado sin quedarse del todo. No le faltaba nada que pudiera nombrarse: tenía
un techo tibio donde refugiarse del frío, pan en la mesa, manos amigas,
recuerdos suficientes como para llenar muchas tardes. Y, sin embargo, dentro de
ella habitaba un silencio hondo, un hueco suave pero persistente, como el tañido de una campana que hubiera sonado hace años y aún no terminara de apagarse.
Desde joven había sentido que el amor era un don que
desbordaba en su pecho. Un manantial inagotable. Amaba con facilidad, con
hondura, con una entrega que no pedía garantías. Pero la vida —caprichosa y
sabia a su manera— no siempre había sabido corresponderle en la misma medida.
Amó a quienes no supieron amarla. Fue amada por quienes ella no pudo abrazar
del todo. Y aun en los amores compartidos, había sentido que algo quedaba
incompleto, como si el abrazo terminara siempre un segundo antes de lo necesario.
Aun así, no caminaba con amargura. Caminaba con gratitud.
Daba las gracias por cada amanecer, por cada rostro que había pasado por su
historia, por cada herida que le había enseñado algo. Solo que, en las noches
silenciosas, cuando el mundo se aquietaba y las luces se apagaban, ese vacío se
sentaba a su lado como un viejo conocido.
La carretera y el cielo
Fue en vísperas de Navidad cuando ocurrió aquello que
marcaría su vida para siempre.
Transitaba por una carretera estrecha que se desprendía de
la ciudad —bulliciosa, luminosa, vestida de guirnaldas y promesas— y se
internaba en un pueblo apartado de la montaña. La ciudad quedaba atrás como un
joyero abierto: faroles, escaparates, risas, música. A cada kilómetro, el ruido
se hacía más lejano y la oscuridad más profunda. Era una noche sin luna, de
esas que parecen creadas para revelar secretos.
Al alzar la vista, el cielo se desplegó ante ella como un
milagro jamás soñado. Todas las constelaciones visibles parecían haberse puesto
de acuerdo para brillar aquella noche. Un firmamento salpicado de luces:
algunas tímidas, otras audaces; unas pequeñas como suspiros, otras enormes como
proclamaciones. El cielo titilaba en silencio, tan lleno de destellos como las
calles de la ciudad lo estaban de luces navideñas.
Movida por un impulso casi reverencial, detuvo el coche en
un pequeño mirador. Bajó despacio, como si temiera romper el hechizo, y se
sentó en el banco frío de piedra. El aire le acarició la piel con perfume a
pino y tierra húmeda. Arriba, el cielo parecía inclinarse hacia ella.
Sintió que el corazón se le detenía un instante. La brisa de
la montaña comenzó a mecer los rizos de su cabello negro, y ella los apartó del
rostro con un gesto lento, casi inconsciente, como si quisiera despejar también
la mirada para no perderse nada de aquel prodigio.
El juego de las estrellas
Mientras observaba, un pensamiento —envuelto en emociones
profundas, temblorosas— atravesó su mente.
Había vivido tanto. Había conocido a tantas personas. Había
amado y había sido amada.
¿Serían tantas… como las estrellas que brillaban en el
firmamento?
La pregunta le arrancó una sonrisa infantil. Y entonces,
llena de curiosidad y entusiasmo, inventó un juego, un juego solo para ella,
como los que se inventan los niños para dialogar con el mundo.
Contaría las estrellas.
Y a cada una le pondría un nombre.
Los nombres dependerían de su tamaño y de su brillo. Las más
grandes y luminosas llevarían los nombres de quienes más la habían amado y a
quienes ella había amado con igual intensidad, en un amor recíproco y pleno.
Las más pequeñas guardarían los nombres de los amores fugaces, de los
encuentros breves, de los afectos que pasaron como una caricia ligera.
Comenzó el juego.
La estrella más grande, la más poderosa, la más resplandeciente,
no le dejó dudas: era para sus padres. Ellos la habían amado desde el primer
instante de su existencia, y ella los había amado sin aprender, sin preguntas,
sin condiciones.
Pero cuando intentó fijar ese nombre en el cielo, algo
extraño ocurrió.
La estrella se escurría.
Cada vez que creía haberla contado, se deslizaba fuera de su
mirada, como si no aceptara aquella designación. Pensó que era un efecto
óptico, un engaño de la luz demasiado intensa. No le dio importancia. Siguió
adelante.
Continuó con sus abuelos, con hermanos, con hijos, con
nietos. Luego avanzó cronológicamente, decidida a no olvidar a nadie. Recorrió
su infancia con pasos pacientes, volvió a las escuelas, a las calles, a los
juegos. Después la juventud, con sus pasiones desbordadas y sus desengaños. La
madurez, con sus silencios fértiles y sus lealtades profundas.
A medida que contaba, su corazón se llenaba.
Aparecían rostros que creía olvidados: personas apenas
conocidas con las que compartió instantes de ternura; otras que la amaron con
fuerza y a las que ella respondió con la misma verdad; algunas a las que amó
sin ser correspondida; otras que la amaron y a las que ella no supo —o no pudo—
amar.
El cielo comenzó a quedarse pequeño.
Las miles de estrellas parecían insuficientes para contener
tanta historia.
Y entonces apreció lo mucho que había amado y había sido
amada, más de lo que siempre creyó. El amor que aún sentía brotar en su pecho
no era señal de carencia, sino de abundancia.
Se sintió plena.
La estrella innombrable
Con la mente y el alma infladas de una calma desconocida,
volvió a notar aquella estrella rebelde. La más grande. La que había rehuido
ser nombrada.
Ahora parecía distinta.
¿Era más grande?
¿O se estaba acercando?
Le pareció que podía alcanzarla. Sonrió, divertida por su
propia imaginación, pero estiró la mano, siguiendo el juego de su mente como
quien intenta atrapar un copo de nieve.
No la tocó.
Rió suavemente.
Pero entonces, la estrella comenzó a alejarse. Lentamente. Y
en su retirada dejó una estela de luz inmensa, viva, que descendía hacia ella
como una cascada luminosa.
La luz sí llegó.
Y ella la tocó.
El ascenso
En ese instante, sus pies se separaron del suelo. Su cuerpo
fue elevado por el haz de luz en un ascenso indescriptible. Por dentro, la luz
no brillaba: era cálida, envolvente, protectora. No tenía color ni
transparencia, pero estaba llena de presencia. Flotaba envuelta en notas
musicales jamás escuchadas, melodías que no se oían con los oídos, sino con el
alma.
Sintió una paz tan profunda que creyó dormirse.
O tal vez despertó.
La Madre y el Niño
Cuando recobró la conciencia, se encontró junto a una
jovencita envuelta en mantos gastados y humildes. A la vista parecían ásperos,
ajados por el polvo de los caminos y la intemperie, pero al rozarlos con la
piel eran como una niebla viva: fresca, suave, imposible de apresar, perfumada
a sándalo tibio y a miel recién abierta. El aire a su alrededor parecía
respirar con ellas, denso de misterio y dulzura.
La joven la miraba con una ternura que no pertenecía a este
mundo. No era solo una mirada: era un refugio, un hogar silencioso. Sus ojos
tenían la profundidad de los lagos milenarios y la claridad de la primera
mañana del mundo. En ellos no había reproche ni temor, solo una aceptación
infinita, como si la conociera desde siempre.
Se acercó despacio, y al hacerlo, el tiempo pareció
diluirse. Todo latía con un ritmo distinto, más lento, más verdadero. La joven
inclinó el rostro y le susurró al oído, con una voz que era a la vez humana y
eterna:
—¿Ves a ese niño recién nacido? Es mi hijo. Acabo de traerlo
al mundo…
Al pronunciar esas palabras, lo hizo con una
dignidad serena, nacida del amor más absoluto. Entonces tomó al niño
de una cuna improvisada —paja, madera, humildad— y lo depositó en los brazos de
ella.
Al recibirlo, todo cambió.
El peso era mínimo, pero contenía el universo entero. Su
piel era tibia, delicada como el pétalo de una flor nocturna. El olor del niño
era leche, vida recién estrenada y eternidad. Al respirar, su pequeño pecho se
movía con un compás perfecto, como si marcara el pulso secreto del mundo. Ella
sintió que ese latido se sincronizaba con el suyo, que algo dentro de su pecho
se ordenaba para siempre.
El contacto le atravesó el alma.
No era ella quien sostenía al niño.
Era el niño quien la sostenía a ella.
—Este niño se llama Jesús —dijo la joven, acariciando
suavemente la cabeza del recién nacido—. Aunque lo tengas en tus brazos, en
realidad Él te sostiene en los suyos. Te ha sostenido incluso antes de que
pensaras en nacer. Antes de tus preguntas. Antes de tus heridas. Antes de tu
primer suspiro.
En ese instante, ella comprendió. Comprendió sin palabras,
sin razonamientos. Comprendió con el cuerpo, con la memoria, con cada lágrima
que alguna vez había contenido. Todo amor recibido, todo amor entregado, todo
vacío sentido, todo anhelo no colmado… todo había estado envuelto desde siempre
en esos brazos invisibles.
La revelación
No supo si aquello fue un sueño, una visión o un instante
suspendido fuera del tiempo. No supo si su cuerpo seguía en el mirador o si su
alma había cruzado un umbral que no figura en los mapas.
Pero sí supo algo con una certeza más firme que cualquier
certeza conocida.
La estrella más grande, la más brillante, la más
destellante, aquella que había rehuido ser contada y nombrada, no pertenecía al
pasado ni a ningún recuerdo humano.
Era presencia.
Era origen.
Era amor antes del amor.
Y por primera vez en su vida, pronunció su nombre sin temor,
sin dudas, sin sentirlo ajeno.
La nombró “Dios”.
Y en ese acto sencillo y sagrado, el vacío que la había
acompañado durante años se disolvió como la niebla al amanecer. No porque
hubiera sido llenado, sino porque nunca estuvo vacío. Siempre había estado
habitado.
Desde aquella noche de Navidad, caminó distinta. No más
ligera, sino más verdadera. Sabiendo —con una certeza que no necesitaba
explicación— que había sido amada desde antes de existir, y que ese amor no se
apaga, no se pierde, no se escapa del conteo.
Brilla.
Eterno.
Como una estrella.
Epílogo
La Navidad pasa.
Se apagan las luces, se guardan los adornos, el mundo
retoma su ritmo cotidiano. Pero lo que la Navidad señala permanece.
Permanece el amor que no se cansa.
Permanece el Dios que no se aleja.
Permanece aquel Niño que, naciendo en la humildad más absoluta, recuerda al ser
humano que nunca está solo, que nunca llega tarde al amor, que nunca ha sido
olvidado.
Este cuento es solo una historia.
Pero la verdad que lo atraviesa no lo es.
Que cada Navidad —más allá de la tradición— sea un
recordatorio silencioso de ese amor incondicional que sostiene, acompaña y
espera.
Como una estrella que no deja de brillar.
Incluso cuando nadie la está mirando.
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