martes, 30 de diciembre de 2025

CUENTO: Doce uvas y un desajuste

 

 “La contabilidad de la vida nunca cierra en números redondos”.


Podían escucharse —a través de los largos pasillos— las voces superpuestas y las risas francas de las mujeres durante su tiempo de descanso. Ese era el único momento del día en que podían reunirse sin prisas, sentarse unas junto a otras y sentirse, aunque fuera por un rato, menos solas. Sabían sacarle provecho a esos minutos robados al cansancio. Compartían anécdotas personales y laborales, se escuchaban con atención y, cuando el asunto era serio, se aconsejaban y se sostenían mutuamente. Si el tema no revestía gravedad, no perdían tiempo en hacer guasa: reían a carcajadas, exageraban los detalles y sacaban chistes de todo. Disfrutaban de una camaradería nacida de la necesidad, pero fortalecida por el afecto.

Registra la historia universal la constante necesidad del ser humano de migrar, cualquiera que haya sido la causa: el deseo de conquistar lo ajeno, de expandir dominios, de demostrar poder y supremacía; o la urgencia de huir, de sobrevivir a catástrofes naturales o provocadas por la propia perversidad humana.

En la época en que estas mujeres coincidieron, los motivos pertenecían, casi todos, a esta última categoría: guerras interminables, opresión política, corrupción institucionalizada, abandono y desidia de los gobiernos. Cuando se reunían, el grupo parecía una pequeña asamblea de las Naciones Unidas: en ellas convivían geografías enteras, islas cálidas y cordilleras lejanas, países del Caribe, de Centro y Suramérica, junto a tierras del Este europeo y del continente africano, como si múltiples banderas se hubieran dado cita en un mismo cuerpo colectivo. A veces se reían de ello, conscientes de la ironía. Habían llegado a España con el firme propósito de dejar atrás una vida marcada por el miedo y la tristeza, y se esforzaban cada día en lograrlo. No les importaba realizar trabajos físicos de limpieza —arrojando por la borda años de estudios universitarios, títulos, grados y especializaciones— mientras eso les permitiera alcanzar su verdadero objetivo: vivir en libertad y sin temor.

Entre ellas había una licenciada en contaduría pública, con especialización en auditoría. Su manera de estar en el mundo parecía inseparable de su profesión: ordenada, meticulosa, precisa. Ella misma era consciente de esa rigidez, pero la consideraba necesaria. Siempre que el grupo planeaba algo —una comida, una salida, un pequeño viaje— era a ella a quien recurrían para evaluar la viabilidad: calcular costos, distribuir gastos, prever imprevistos, asegurar que cada aporte fuera equitativo y que el plan se ejecutara con eficiencia.

Para ella, todo debía cuadrar: el tiempo, el dinero, las decisiones. Le incomodaban los márgenes imprecisos y las respuestas abiertas. Las demás se reían de la expresión seria que adoptaba al “sacar cuentas”, como si estuviera elaborando el presupuesto anual de una institución pública. Pero así funcionaban, y en el fondo, todas descansaban en esa certeza.

Aquella diversidad —de fisonomías, temperamentos, costumbres y acentos— resultaba tan armoniosa como inesperada. Era agradable de ver y de habitar, como si fueran especímenes de la flora mundial reunidos en un jardín botánico, exhibiendo sus rarezas, sus colores y su sorprendente capacidad de adaptación.

Era una experiencia que ninguna de ellas habría vivido de no haberse visto obligada a emigrar. La vida, con su lógica incomprensible, las había hecho coincidir en ese lugar y en ese tiempo. Lo comentaban a menudo, y de ahí surgían largas conversaciones sobre el destino, las pérdidas y las oportunidades ocultas en el dolor.

Además de ser migrantes, compartían otra cosa: todas eran cristianas. La mayoría católicas; algunas pertenecían a otras confesiones, pero todas reconocían a Cristo como centro de su fe. Esa creencia común les daba consuelo, especialmente en fechas sensibles.

Como la Navidad solía vivirse en recogimiento familiar, decidieron celebrar juntas las preuvas en la Puerta del Sol y recibir el año nuevo con las campanadas del reloj de la Real Casa de Correos como protagonista absoluto. Así lo acordaron.

Y así lo hicieron.

El 31 de diciembre, a las diez de la noche, ya estaban todas reunidas en la Puerta del Sol. El lugar hervía de gente. Las luces navideñas colgaban sobre la plaza como hilos dorados, reflejándose en los abrigos, en las bufandas brillantes, en los gorros de lentejuelas y en los collares improvisados con números del año entrante. Había destellos metálicos, rojos intensos, verdes profundos y dorados que parpadeaban al ritmo de los movimientos. Todas iban engalanadas a su manera, pero compartían el mismo maquillaje esencial: una sonrisa amplia, cargada de esperanza.

El aire estaba impregnado de olores mezclados: cava recién descorchado, vino dulce derramado en vasos de plástico, perfume barato y caro confundidos, humo de cigarrillos que se elevaba en espirales, y el aroma fresco y ligeramente ácido de las uvas. Se escuchaban risas, villancicos lejanos, gritos de cuenta atrás anticipada, silbatos, palmadas, voces que cantaban y otras que simplemente celebraban estar vivas.

Transcurrieron las horas entre bromas y abrazos, hasta que comenzó el conteo oficial. El murmullo se transformó en expectación.
Doce… una uva fría entre los dedos, lisa y firme.
Once… otra uva en la boca, la piel estallando con su jugo dulce.
Diez… nueve… algunas se atragantaban, otras reían con la boca llena.

—Otro año más… —comentó la “saca cuentas”, con la seriedad que la caracterizaba, casi como si estuviera cerrando un balance invisible, mientras intentaba no perder el ritmo de las campanadas.

—No, otro año menos… —respondió la mujer que estaba a su lado, mirándola de reojo con una mueca en la que se mezclaban ironía y melancolía.

—¿Otro año menos? ¿Cómo es eso? —preguntó ella, genuinamente intrigada.

—Sí… otro año menos por vivir —contestó sin darle mayor importancia, concentrada en no atragantarse con la siguiente uva.

Aquella frase la dejó desconcertada. Tenía una lógica irrefutable, incluso matemática, pero no encajaba en su forma habitual de sacar cuentas. Sintió una leve presión en el pecho, similar a la que aparecía cuando una cifra no cerraba y la obligaba a revisar toda la operación desde el inicio.

Hasta ese momento, para ella, sacar cuentas había sido un ejercicio exacto: cifras alineadas, operaciones claras, balances que debían cerrarse sin margen de error. Todo encontraba su lugar en el papel.

Pero aquello era distinto. No se trataba de sumar ni de restar, sino de algo imposible de auditar: los años vividos y los que aún quedaban por vivir. Y ese cálculo no ofrecía un resultado preciso, sino un balance abierto, sin cifras definitivas, imposible de corregir.

Aquella no fue una noche cualquiera. Fue distinta. No solo por haber compartido un momento irrepetible con esas amigas regaladas por el destino, sino porque, sin saberlo del todo, comenzó a comprender que la vida no se deja medir con la rigidez de una fórmula. Hay cuentas que no admiten auditoría, pérdidas que no se registran y ganancias que no figuran en ningún estado financiero.

Desde esa noche, sus cuentas ya no serían las mismas. Y ella tampoco. Aunque todavía no fuera consciente, había comenzado a intuir que no todo debía cerrarse con exactitud, que había balances que no pedían corrección. Comprendía, sin saber aún cómo nombrarlo, que la vida no exige rigidez, sino presencia; no control, sino disposición a fluir con sus inevitables desajustes.

Entonces volvió en sí. El conteo seguía su curso y las campanadas caían una tras otra, densas, metálicas. Tomó un puñado de uvas; las sintió frías y lisas en la palma de la mano, y se las llevó a la boca sin medir el tiempo. La piel estalló entre los dientes, dulce y áspera a la vez. Masticó al ritmo que pudo, respirando hondo, dejando que el jugo le escurriera por la lengua. Por primera vez, no intentaba ajustar el tiempo a sus cuentas, sino acompasarse a él, aceptando su pulso irregular.

“Hay balances que solo se comprenden cuando se dejan abiertos.”




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