domingo, 21 de diciembre de 2025

CUENTO: Soy el sueño de Dios


“A veces, para no perder la vida que nos toca vivir, necesitamos soñar otra.”

Prólogo

Hay vidas que no se rompen de golpe, sino en silencio. Se parten en dos sin estruendo: entre lo que se vive y lo que se desea vivir; entre el deber que sostiene y el anhelo que empuja. En esa grieta cotidiana —hecha de amor, culpa, cansancio y esperanza— nace un conflicto íntimo que no siempre encuentra palabras.

Soñar despierto no es huir. Es, muchas veces, la única forma de permanecer. Imaginar otra vida no significa despreciar la propia, sino intentar respirar dentro de ella. Porque cuando el presente se vuelve estrecho, el deseo abre ventanas invisibles.

Este cuento habita ese espacio: el de una mujer joven cuya vida se despliega entre la entrega y la espera, entre el cuidado y el deseo, entre la realidad que la reclama y los sueños que la llaman. Allí donde el alma, para no apagarse, aprende a soñar.


Cuento

El sofá de la casa de su madre tenía un olor particular: una mezcla de lavanda, muebles antiguos y algo indefinido que solo existe en las casas donde el tiempo se ha detenido, un olor a cerrado. A ese aroma se sumaba ahora el suyo, un perfume joven, suave, todavía nuevo, que no terminaba de imponerse. Los olores flotaban juntos, sin vencerse, como si la casa se resistiera a oler de una sola manera.

Ella estaba echada de lado, con las piernas recogidas y la espalda hundida en el sofá. Era delgada, de hombros finos, y el vestido se le arrugaba en la cintura con naturalidad, como si su cuerpo todavía no hubiera decidido del todo en qué forma quedarse. El cabello negro, ondulado y algo indisciplinado, caía sobre su rostro y se extendía por el cojín, formando sombras suaves.

Tenía los ojos abiertos.

No miraba nada en particular. El techo de la sala estaba allí, lleno de figuras conocidas por las sombras que proyectaba la luz del sol que, cansado, se despedía del día; pero su atención no estaba en eso. La mente se le iba, como tantas veces, hacia otro lugar. No dormía. Soñaba despierta.

Mientras lo hacía, movía la mano derecha en círculos lentos sobre la tela del sofá. Siempre el mismo gesto. El roce producía un sonido bajo, rítmico, casi imperceptible, que —como un efecto hipnótico— la ayudaba a concentrarse. Ese murmullo textil era su ancla. El cuerpo se quedaba. La mente se iba.

Pensaba en otra vida.

Una donde el tiempo no estuviera partido en dos. Una donde no tuviera que medir cada decisión según la salud, el ánimo o las necesidades de su madre. No porque no la amara —la amaba profundamente—, sino porque sentía que algo en ella se estaba quedando sin espacio. Como si la juventud se le fuera gastando en pausas, esperas, renuncias silenciosas.

A veces se sentía culpable por pensar así. Otras, simplemente cansada.

Soñaba con un hogar propio, luminoso, donde el aire circulara libremente. Con un trabajo que le exigiera todo. Con metas que no pidieran permiso. Soñaba con amor, con pasión, con noches largas y mañanas sin prisa. Soñaba con una vida donde cuidar no fuera sinónimo de postergarse.

Y en medio de esos sueños conscientes, sin darse cuenta, siempre aparecía la misma plegaria.

No era solemne. No tenía palabras precisas.

Era apenas un pensamiento dirigido a algo más grande que ella.

Ábreme los caminos —pedía en silencio—.
No para huir. No para dejarla.
Solo para poder vivir mi propia vida.

El movimiento de su mano siguió marcando el ritmo. El sonido la envolvía. La casa parecía más quieta. El aire, más denso.

—¿Sigues soñando despierta? —preguntó la madre desde la puerta, mientras se acercaba y extendía la mano para acariciar el cabello de su hija.

Ella sonrió apenas.

—Sí, madre… sabes que soy una soñadora —respondió, alcanzando la mano de su madre y apoyándola sobre su cabeza, acariciándola con suavidad.

La madre la miró con ternura.

—Haces bien —dijo—. A veces los sueños, de tanto soñarlos, se hacen realidad.

Le sonrió y se marchó a hacer lo suyo.

En algún punto, ella dejó de distinguir si seguía despierta.

El salón apareció sin aviso.

No era la sala de su madre, aunque tenía algo de ella: la luz baja, el aire cargado, el silencio expectante. Había una mesa larga, de madera oscura, iluminada desde arriba por lámparas que creaban círculos de claridad sobre la superficie. El resto del espacio permanecía en penumbra.

El olor cambió. Cuero, papel antiguo, tabaco. Bebidas servidas en copas gruesas. Trajes oscuros. Voces.

Ella estaba sentada un poco más atrás, como si ocupara una butaca. No se sorprendió de estar allí. Le pareció natural. El corazón le latía con fuerza, pero no había miedo.

Descartes hablaba primero. Su voz era firme, clara, casi geométrica. Decía que el sueño era una duda, un engaño de los sentidos, una prueba más de que solo el pensamiento podía sostener la certeza de existir. Cada palabra caía como una línea recta.

Sartre respondió enseguida, con vehemencia. Para él, el sueño no ocultaba la verdad: la revelaba. Allí, decía, la conciencia se enfrentaba a su libertad sin excusas, sin estructuras que la contuvieran.

Ella sentía esas voces en el cuerpo. Le recordaban aulas, pizarras, tardes de aprendizaje intenso. Las palabras no eran solo ideas: resonaban, vibraban, la atravesaban.

Camus escuchaba. Cuando habló, lo hizo con una calma que aquietó el salón. Dijo que el sueño era el lugar donde el absurdo se mostraba sin disfraz. Donde la vida no prometía sentido, pero aun así seguía siendo vivida.

Ella bajó la mirada un instante. Algo en eso la tocó.

Entonces lo sintió antes de verlo.

Un movimiento leve detrás de ella. Un perfume distinto. Ironía, tabaco, algo eléctrico.

Nietzsche se inclinó hacia su oído y habló casi en un susurro:

—El sueño no pide permiso —dijo—. Crea.

Ella sonrió, sin saber por qué. En ese momento levantó la vista y se encontró con los ojos de Camus. Él la miró como si la viera de verdad. No como espectadora, sino como parte de la escena. Como si supiera que ella no había ido a escuchar respuestas, sino a hacerse una pregunta.

El salón empezó a desvanecerse sin ruido.

El sonido del roce volvió primero.

Luego el olor a lavanda, a muebles viejos y a aire viciado.

Abrió los ojos.

Seguía en el sofá. La luz de la tarde entraba por la ventana, iluminando el perfil de su silueta y los objetos de la casa, creando una penumbra nostálgica. Su mano seguía moviéndose en círculos sobre la tela, aunque más despacio.

Se quedó quieta. Confundida.

La confusión no era molesta. Era profunda. Las ideas de los filósofos sobre los sueños se mezclaban en su mente, superponiéndose sin orden. Engaño. Libertad. Absurdo. Creación.

Se incorporó un poco, como si con ese gesto pudiera salir de la confusión. El cuerpo le pesaba. La cabeza, no.

Pensó en sus sueños despiertos. En cómo, al imaginarlos, sentía una expansión real en el pecho. Alegría. Hambre de mundo. Una vitalidad que no era imaginaria, porque la atravesaba de verdad.

Si todo eso que sentía al soñar despierta no era real, ¿Qué lo era?

Escuchó su respiración. El latido. Ese ritmo constante que no dependía de su voluntad. Nunca había elegido empezar a vivir. Nunca había decidido seguir un segundo más.

Y, sin embargo, algo la sostenía.

Comprendió entonces, con una humildad nueva, que su vida —con todas sus divisiones, sus cargas y sus deseos— no era un error ni una falla. Era una forma. Una experiencia particular dentro de algo más amplio.

Así como ella soñaba despierta otra vida posible, su propia existencia podía ser parte de un sueño mayor. No como ilusión, sino como voluntad. Como acto creador.

No necesitó entenderlo del todo.

Solo aceptarlo.

Porque, en el fondo, ella no soñaba a Dios.

Era Dios soñándola a ella.


Epílogo

Al final, hay cosas que escapan por completo a nuestro control: el tiempo, el destino, la voluntad de Dios. No siempre podemos elegir las circunstancias que nos tocan, ni los caminos que se cierran o se bifurcan sin aviso.

Pero hay un territorio donde aún somos libres.

Soñar despiertos es crear una vida paralela hecha de emociones verdaderas, de deseos que alivian, de imágenes que sostienen. Aunque no se concreten de inmediato, esos sueños hacen el presente más llevadero, más respirable. Y de tanto soñarlos, sin darnos cuenta, se transforman en metas; y las metas, a veces, en realidad.

Quizá no todo sueño se cumpla como lo imaginamos.
Pero todo sueño vivido con intensidad deja huella.

Y acaso eso baste: saber que, mientras soñamos, estamos vivos.


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