domingo, 7 de diciembre de 2025

El guardián de la madre

 

Donde el primer hijo aprende a ser faro


PRÓLOGO

Siempre he creído que las almas tienen pasillos secretos por donde se buscan antes de nacer. A veces pienso que la tuya caminó por esos corredores infinitos hasta encontrar la mía y decirle: “Yo iré primero. Yo llegaré cuando me necesites.”

Y así fue.

Cuando te vi por primera vez, llevabas en los ojos un brillo que no pertenecía a un recién nacido: era el resplandor de un alma que ya sabía. Te recibí con la fuerza que una niña descubre solo cuando la vida la mira de frente, pero también con una soledad silenciosa, fina como un hilo de agua. Y tú, tan pequeño, ya escuchabas ese murmullo.

Creciste sin que yo te señalara caminos. Fuiste aprendiendo el mundo a tu modo, pero siempre había en ti una cuerda suave —como un lazo de luz— que te guiaba a donde debías ir y, además, nos mantenía unidos en la distancia. No te lo pedí. No te lo exigió nadie. Fue el alma quien lo decidió.

Este texto es mi manera de agradecerte.
De honrar el idioma secreto con el que siempre me has hablado.
Ese idioma que solo se aprende antes de nacer.

Somos dos historias que se encontraron mucho antes de hacerse cuerpo.
Somos dos almas que se siguen reconociendo en silencio.


Estábamos sentados en el sofá, en uno de esos instantes que no hacen ruido, pero que quedan grabados en la memoria como si fueran constelaciones. Me acomodaste con la delicadeza de quien conoce el mapa de un cuerpo amado: un pequeño movimiento hacia adelante y luego el abrazo que me dejaba descansar en tu pecho, como si en ti siempre hubiera un refugio destinado para mí.

Tu gesto era un manto, una orilla, un hogar.

—¿Me amas? —te pregunté, no por duda, sino por ritual.
—Muchísimo —me respondiste, con la firmeza de quienes llevan la verdad en la piel.

Cerré los ojos y sentí que un soplo conocido pasaba entre nosotros. Tus manos se entrelazaron sobre mi pecho como quien protege una llama para que no se apague. En ese gesto entendí algo que ya sabía sin saberlo: que mi vida había sido, desde siempre, un altar pequeño donde tú encendías luz.

Dicen que cuando el primer hijo es varón, es porque la vida sabe que esa mujer necesitará un guardián. No sé si sea un mito o un susurro del universo disfrazado de creencia, pero contigo todo tiene sentido. Desde niño cargabas una madurez que no aprendiste: la traías.

Tu alma caminaba delante de tus pasos.
Tú eras el faro antes de saber lo que era iluminar.

Porque entre todos los caminos que se abrieron ante ti, fuiste —eres— el hijo mayor que acompañó mi primera ausencia, el que asumió sin palabras ese rol de guardián sagrado, no por deber, sino por amor.

Un amor sin ruido.
Un amor que no pide permiso.

Tú hiciste tu vida, como debe ser. Yo seguí la mía, como aprendí a hacerlo. Ambos independientes, ambos completos. Sin embargo, siempre había un punto secreto donde nos encontrábamos, como dos ríos que, aun separados, siguen reconociendo el mismo mar.

Entre nosotros no hicieron falta grandes gestos: bastó un abrazo para decir lo que otros necesitan libros para explicar. Bastó un silencio compartido para entendernos. Bastó un “¿Cómo estás?” para que el alma respirara.

Y así seguimos: tú caminando tu destino, yo caminando el mío, pero ambos regresando una y otra vez al mismo centro: ese lugar invisible donde se tocan las almas que se eligieron desde siempre y que nunca dejaron de elegirse.


¿Te digo algo?

No sale de mi mente una imagen —que es pasado y eterno presente— en la que estoy parada frente a tu cuna, viéndote con miedo a que desaparecieras, temiendo que fueras solo un sueño del que podía despertar. Te observaba como quien observa un milagro encarnado, inmerecido, demasiado grande para ser verdad… y, aun así, sonreía; con miedo, sí, pero sonreía. Pasaba horas en esa contemplación, agradeciendo a Dios la bendición de la maternidad. ¡Es ahí, y solo ahí, cuando se pasa de niña a mujer!

Recuerdo —y sé que tú también lo recuerdas— que en esos momentos mágicos el móvil que pendía de tu cuna emitía la Canción de cuna de Brahms. Melodía clásica perfecta para tranquilizar y conciliar el sueño de un bebé… y para generar sueños en la madre con ese bebé. Yo le puse letra, ¿lo recuerdas?

Ay Francisco, ay Francisco,
ay Francisco José,
que eres mi hijo, que eres mi hijo…
¡No lo puedo creer!

Aún llevo esa música y esa letra en mi mente. Cuando te veo, saltan y suenan melodiosamente. Y yo sé por qué: ¡porque aún sigo fascinada, y agradecida, por el milagro de tenerte!


EPÍLOGO

Con los años comprendí que no fuiste mi sostén porque yo flaqueara, sino porque tu alma llevaba un propósito arraigado antes de que tu tiempo iniciara. Hay misiones silenciosas que no se anuncian, pero se cumplen. Y tú lo hiciste sin romper nunca tu propia vida, sin dejar de ser quien debías ser.

Cada reencuentro contigo es un ajuste del mundo, como si el universo respirara mejor cuando nuestras miradas se encuentran. Una taza de café compartida puede acomodar galaxias enteras. Un abrazo puede devolver el equilibrio al tiempo, o doblarlo a su antojo

Hoy te veo —hombre, padre, luz propia— y reconozco en ti al niño que me miraba con ojos de sabiduría.

Pero también veo algo más: el alma vieja que llegaba antes que mis pasos, para hacerme más liviana la vida.

Tú me enseñaste que el amor tiene muchas formas, pero que en su expresión más profunda es simplemente guía.
Es faro.
Es elección.

Tú me acompañaste porque así lo decidió tu espíritu, mucho antes de que existiera el nombre “hijo”.

Y sé que, aun cuando pase el tiempo, mientras exista la memoria de la luz, nuestras almas seguirán encontrándose, una y otra vez, en el ciclo infinito de la vida.


EPÍGRAFE

Entre nosotros, el amor siempre supo el camino

Dedicado a mi hijo mayor.


3 comentarios:

  1. Que hermosa historia, que suerte la de ese hijo tener a tan espectacular madre. Parece atemporal, quizá lo sea, y que sus ríos se encuentren una y otra vez reconociendo el mismo mar de sus destinos. Ese hijo tuvo la fortuna de elegirte de madre, y tiene la suerte de que tu le guiaras para que él a su vez te pudiera y supiera corresponderse. El siempre estará eternamente agradecido, de eso no hay duda, e infinitamente dado a dar y recibir el amor de tan espectacular madre.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Suerte la mía, créeme, tener un hijo como él... es como caminar por la vida a través de un sendero firme y luminoso; un lugar seguro como una fortificación, pero en su interior hallas tanto amor que un templo envidiaría. ¡Gracias por leerme, por el comentario!

      Eliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar