domingo, 21 de diciembre de 2025

CUENTO: La habitación sin latido



"La muerte no arrebata: reclama lo que le pertenece".

PRÓLOGO

Amar es aprender a convivir con la fragilidad. Desde el primer instante, la vida se nos ofrece como un préstamo breve e incierto, y aun así la habitamos con la ilusión de lo permanente. Crecemos creyendo que el amor protege, que el vínculo salva, que la cercanía puede detener lo inevitable. Pero amar no nos concede poder sobre el tiempo; apenas nos vuelve conscientes de su paso.

La vida, la muerte y el amor no son acontecimientos extraordinarios: son hechos profundamente humanos. Llegan sin pedir permiso, se instalan, transforman y continúan su curso. No obedecen a la voluntad ni al deseo, ni siquiera a la fe más fervorosa. Suceden. Y en su suceder nos despojan de certezas, obligándonos a mirar de frente aquello que no se puede controlar.

Este relato no pretende explicar la muerte ni suavizar el dolor. Se detiene en un instante suspendido: aquel en que el amor comprende que no puede retener. En el umbral donde la vida se apaga y quienes permanecen aceptan que partir y quedarse forman parte del mismo acto de amar.


CUENTO

La habitación permanecía en penumbras: sobria, solemne, detenida en un silencio tan espeso que parecía haber expulsado hasta el aliento. No se escuchaba la respiración de ninguna de las dos. En las paredes, un Cristo clavado, imágenes de la Virgen, rosarios colgando como cuentas inmóviles. No era un templo. Era su aposento. Su última estancia. El lugar donde se había invocado, una y otra vez, el poder de Dios y la intercesión de su Santísima Madre para que le concedieran un tiempo extra de vida.

Un tiempo breve, quizá mínimo, pero suficiente. No para hazañas ni milagros imposibles, sino para decir lo que nunca se dijo por darlo por sabido. Para abrazarse sin la urgencia que siempre empuja hacia otro lugar. Para detenerse, al fin, y reír por las cosas simples que pasaron inadvertidas por miedo a perderlas. Un tiempo más para vivir lo que sí merecía ser vivido… y que dejaron pasar.

En el aire flotaba aún el perfume de sus cabellos, ese aroma familiar que había acompañado los días de luz. Ahora se mezclaba con otra fragancia más grave: un olor a lirios, a flores de cementerio, que parecía haberse instalado en su piel. Blanca. Inmóvil. Fría como el mármol pulido de la lápida que algún día llevaría su nombre.

La mujer que velaba permanecía sentada junto a la cama. En su mente, el murmullo de las oraciones era incesante. Se sucedían como una letanía gastada que, a fuerza de repetirse, iba perdiendo sentido. Y con las palabras, también se deshilachaba la esperanza que las sostenía.

Contemplaba aquel cuerpo pálido tendido sobre las sábanas blancas, como si ya no perteneciera del todo a este mundo. El cuerpo conservaba apenas el eco de una presencia, pero el alma —esa que había conocido desde siempre— parecía haber emprendido otro camino.

El rostro boquiabierto. La mirada extraviada hacia el techo alto. Aunque la mujer sabía —lo sentía— que no miraba allí, sino más allá: hacia un punto sin coordenadas, donde los límites del tiempo se disuelven.

No dejaba de observarla. En la penumbra, la figura parecía una muñeca sin cuerda, expuesta, aguardando que alguien la tomara entre los brazos. Se preguntaba en qué momento habían cesado las ganas de andar… y con ellas, las de respirar. El cuerpo no luchaba: se entregaba. Como una flor marchitada antes del alba, privada incluso del deseo de sobrevivir.

La sábana de algodón que la cubría guardaba, como un tesoro mínimo, la última calidez de su piel. La mujer lo sabía sin tocarla. Aquel calor había sido suyo primero: lo había sostenido, lo había acunado, lo había protegido del frío del mundo. Ahora apenas quedaba un rastro, una tibieza que se extinguía lentamente.

La mente de la enferma estaba deshabitada. La memoria, arrancada a pedazos por las garras afiladas de aquello que había ido ocupando su cabeza. Un huésped no invitado, cruel, que se instaló sin permiso. Como una bestia ingrata y despiadada, lo devoró todo sin compasión. El pasado, a mordiscos lentos. El presente, de un solo bocado. ¿Y el futuro? A ese lo miró con desprecio… no le dejó nada.

En ese horizonte terrestre ya nada la aguardaba. Solo la muerte, deseada no como castigo, sino como regreso. Como volver a la cuna, al origen. Como un silencio dulce que, por fin, le abriera los brazos para descansar.

La mujer que la velaba no se atrevió a preguntarle cómo se sentía. No creyó que quedara aliento suficiente para tejer una palabra. Y si acaso respondía, ¿serían humanos sus sonidos? ¿Podría entenderlos desde este lado del umbral?

No intentó animarla. ¿Para qué? Toda palabra era ruido. Toda esperanza, un hilo cortado. La contemplaba como se contempla una imagen sagrada en un altar: con el alma arrodillada, los ojos desbordados, el corazón trémulo, implorando un milagro que, en lo más hondo, sabía que no vendría.

Nada se escuchaba en aquel recinto. Sin embargo, podría decirse que las lágrimas que brotaban de sus ojos y caían sobre su falda tenían sonido. Sonaban a plegarias perdidas. A súplicas sin destinatario.

Porque la muerte no entra ni golpea la puerta. Se desliza por debajo. Y cuando llega, ya ha estado antes. Ronda. Se posa. Envuelve. Habita. Como un suspiro sin dueño, entra por la boca y se instala, formando un umbral entre dos respiros.

Allí estaba ella, con las manos atadas por la impotencia, con la voz disuelta en la humedad de la pena. Comprendiendo, sin necesidad de palabras, que aquella —a la que le había dado la vida— ahora se la llevaba consigo. No por crueldad, sino por destino. Porque hay lazos que ni siquiera la muerte corta sin llevárselos.

Nada de lo suyo podía retenerla. Ni el amor. Ni las lágrimas. Ni las oraciones silenciosas repetidas en el altar secreto del pecho.

Entonces lo supo, como se saben las verdades últimas: que hay presencias que se van antes de partir. Y que existen despedidas que solo se entienden con el alma de rodillas.

No dijo nada.
No tocó su mano.
Solo la vio partir,
como se mira un barco que se aleja entre la niebla:
sin saber si volverá,
sin saber si alguna vez estuvo.


EPÍLOGO

Aceptar no es olvidar ni resignarse. Es reconocer que la vida no nos pertenece del todo, que los cuerpos son tránsito y los vínculos dejan huellas aun cuando la presencia se apaga.

La muerte no niega el amor: lo revela en su forma más desnuda, cuando ya no puede proteger ni sostener. Cuando amar consiste únicamente en dejar ir sin romper el hilo invisible que une lo que fue con lo que permanece.

Tal vez ese sea el aprendizaje final: comprender que la vida y la muerte no se oponen, que ambas se necesitan para cumplirse. Y que aceptar no es vencer el dolor, sino aprender a habitarlo en silencio, sabiendo que todo lo que respira, algún día, también aprende a callar.


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