“La amistad: el arte sagrado de coincidir”
PRÓLOGO
Hay historias que no nacen de un suceso
extraordinario, sino del resplandor silencioso que deja un corazón en otro. La
amistad verdadera es precisamente eso: un eco que se reconoce, una chispa que,
sin proponérselo, da origen a un relato, a un aprendizaje o a un capítulo nuevo
en la vida.
La palabra amistad se usa con una ligereza que a veces
la despoja de su hondura. Se le llama “amigo” a quien apenas es un conocido, un
saludo casual, un rostro pasajero. Pero la amistad auténtica —esa que merece
pronunciarse con el peso de un tesoro— es otra cosa. No se encuentra pulida, no
viene envuelta en oro. Aparece como una piedra tosca en el camino, y es el
roce, el desacuerdo, la honestidad, la claridad y los límites compartidos los
que la van puliendo hasta hacerla brillar.
El amigo no es incondicional: es recíproco. No es
sombra silenciosa: es presencia lúcida. No calla verdades: las ofrece con amor.
No exige: acompaña. No invade: sostiene.
En la amistad no hay sumisión, sino acuerdo. No hay cadenas, sino libertad. No
hay posesión, sino reverencia por el alma ajena.
Los amigos son maestros y alumnos al mismo tiempo. Se
enseñan, se corrigen, se tallan, se confrontan cuando hace falta, y se abrazan
cuando todo lo demás se desmorona. La amistad se toca con la mirada que se
sostiene, con el silencio que no incomoda, con la palabra que sabe cuándo ser
pequeña y cuándo ser valiente.
Y es ese valor —este tejido delicado y poderoso— el
que da origen a la historia que sigue.
Puede parecer un juego, una anécdota ligera. Quizá provoque una sonrisa. Pero
si lees entre líneas, si te permites la pausa, si abres el corazón… tal vez
encuentres en ella el recordatorio de que la amistad auténtica es una forma de
libertad que ninguna prisión puede contener.
AUNQUE PASEN 23 AÑOS
Cuando por fin el portón oxidado del penal se abrió con un
gemido metálico, la luz de la mañana cayó sobre sus rostros como una bendición
tibia. Carmen y Ana aspiraron al mismo tiempo, y el aire fresco —con olor a pan
recién hecho de alguna panadería lejana, a asfalto que empezaba a calentarse, a
polvo de eucalipto del patio exterior— les llenó los pulmones como si el mundo
entero hubiera estado reteniendo la respiración durante veintitrés años.
La funcionaria les entregó sus pertenencias: dos cepillos de
dientes gastados, un esmalte vencido, unas cartas dobladas tantas veces que
parecían respiraciones acumuladas. Les deseó suerte con un tono indiferente,
pero ellas ya estaban en otra parte.
Porque en cuanto dieron un paso afuera, volvieron a hablar.
—Bueno… ¿por dónde íbamos? —preguntó Carmen, ajustándose el
pantalón flojo que le resbalaba en la cintura.
—Por lo de tu vecina, la que ronca —respondió Ana—. Aunque eso fue hace siete
años… Y tampoco terminaste lo del taller de bordado que tomaste hace diez.
Se miraron. Y se rieron. Con una risa grande, redonda, que salió
de los huesos y subió al cielo. Una risa tan viva que los pájaros del cable
cercano inclinaron la cabeza curiosos.
Veintitrés años de condena.
Veintitrés inviernos con el frío metido en los huesos.
Veintitrés veranos oliendo a cloro y metal caliente.
Veintitrés años de luces que nunca dormían, de pasos que resonaban en pasillos
interminables que hacían temer lo inimaginable.
Pero también veintitrés años de compartir un catre
improvisado solo para hablar más cómodas.
Veintitrés años de inventar excusas para coincidir en la lavandería.
Veintitrés años de contarse la vida con los ojos cuando la voz estaba
prohibida.
Y aun así —o quizá por eso mismo— jamás tuvieron suficiente
tiempo para hablar de todo.
Se quedaron detenidas justo en la frontera invisible entre
prisión y mundo. El sol les calentaba el cabello, la brisa les traía olor a
guayaba madura desde algún puesto callejero, y un perro — que parecía no tener
dueño— pasó a su lado moviendo la cola,
como si las reconociera.
Las otras mujeres liberadas ya se habían ido. La guardia
carraspeó dos veces, insinuando que bloqueaban el paso. Ellas ni la oyeron.
—Escucha… —dijo Carmen, bajando la voz—. ¿Sabes qué? En
veintitrés años nunca te conté lo que de verdad pasó con el pastel de
cumpleaños de la jefa del módulo C.
—¡No! —Ana se llevó las manos a la boca—. No me digas que fuiste tú.
—Bueno… —Carmen arqueó las cejas, en un gesto delicioso de picardía.
Y así, bajo ese sol que parecía celebrar su libertad, se
quedaron hablando.
De cosas grandes. De tonterías. Del miedo a dormir la primera noche afuera. Del
olor del mar que planeaban visitar. De amores antiguos que el tiempo había
vuelto difusos. De sueños que guardaron enterrados como semillas.
De la vida que las esperaba… y de la que habían vivido juntas sin proponérselo.
Cuando el calor del mediodía les empezó a dibujar sombras
cortas en los pies, Carmen suspiró:
—Ana… ¿crees que deberíamos irnos ya?
Ana miró el mundo ancho que las esperaba, luego miró a su
amiga.
—Sí. Pero antes dime, por favor… ¿qué pasó con el pastel?
Carmen sonrió con esa sonrisa que había resistido todo.
—Eso nos llevará un rato.
Y se quedaron un poco más. No por nostalgia, ni por
costumbre, ni por miedo.
Sino porque la amistad verdadera no entiende de prisiones, ni de relojes, ni de
puertas abiertas.
Entiende de historias que no terminan, de voces que se buscan, de silencios que
dicen más que cualquier libertad recién estrenada.
EPÍLOGO
La eternidad en un abrazo
Hay vínculos que no los rompe el encierro, ni el
tiempo, ni la oscuridad. Hay amistades que se tallan con paciencia, con verdad,
con heridas compartidas y con risas que sobreviven a todo. Cuando dos almas se
eligen de esa manera, ni veintitrés años bastan para contarse la vida.
Porque la amistad verdadera no se mide en tiempo, sino
en presencia.
No en días, sino en el brillo que deja un alma en otra.
No en palabras, sino en el silencio que une.
Por eso ellas se quedaron un poco más.
Porque cuando la amistad es auténtica, el tiempo nunca alcanza.
Y aun así, siempre es suficiente.
DEDICATORIA
A la memoria de Florica Vidican
(Febrero de 1912, Talpoș — Junio de 1994, Arad),
cuyas palabras —“hablas más que dos amigas presas por veintitrés años”—
sobrevivieron al tiempo y encendieron esta historia.
A su nieta, Carmen Bad,
que conserva ese dicho como un tesoro heredado.
Y a nosotras, Carmen y yo,
que descubrimos que la amistad verdadera
no conoce silencios ni fronteras.
— Ana Margarita Pérez Martin
No hay comentarios:
Publicar un comentario