jueves, 31 de marzo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (32) LA TÍA ISABEL





“Doña Ana se redime… pero ojo, que los celos solo toman siestas, no vacaciones.”

Lola y Doña Ana se encontraban con el cura Don José en la casa parroquial, distribuyendo la ropa, el calzado, los juguetes, los libros, los alimentos y el resto de las cosas que se necesitaban en el orfanato; así como también los obsequios que daban a cada niño en particular.

Ellas estimulaban su autoestima, independencia y creatividad. Esta vez, a Jorgito le regalarían una cámara fotográfica; y a Carmencita, un caballete, una paleta y un estuche de pinturas al óleo, con pinceles. Ellos, junto a Juanita —que cantaba como un ángel—, eran los niños más creativos y sensitivos; cada uno tenía un don muy especial. A Juanita le regalarían un radio: solo la música le interesaba. Pertenecía al coro de la iglesia y siempre deleitaba con su voz.

—Doña Ana, sé que, aunque no diga nada, está enterada. Solo le pido que sea justa y considerada. Deje sus celos, porque usted no fue la abandonada. Ella está en cama, contando los días para su definitiva marcha —le dijo Don José sin mirarla, aunque sintió cómo ella arrugaba la cara; la conversación la puso de malas.
—Es usted una buena cristiana, pero, sobre todo, una buena esposa… sea solidaria cuando el momento llegue, no le decepcione.

A Doña Ana estas palabras le cayeron como agua fresca en el rostro. Se quedó pensativa, exhausta: la carga que llevaba dentro era muy pesada. Miró hacia los lados buscando un lugar donde sentarse; se escurrió de entre los bultos que acomodaba y arrastró a Don José del brazo, apartándolo para que ni Lola ni las monjitas escucharan.

—Tú ganas, José, tienes toda la razón. Me he comportado de manera egoísta. Si fuera a mí a quien Luis hubiese abandonado por otra, hubiera muerto del dolor, no habría soportado la traición —dijo esto realmente conmovida, a manera de reflexión—. Dime, ¿qué tan grave está?

—Muy mal. Le quedan horas, quizás semanas… ¡solo Dios lo sabe! —respondió Don José.

Quedaron mirándose en silencio. Él atrajo hacia sí a Doña Ana, dándole un gran abrazo fraternal.

—Tu fortaleza será la de él, y el consuelo de ella. Sé flexible, piadosa de corazón.

A Doña Ana le corrieron las lágrimas por la cara; sentía vergüenza por su vil comportamiento. Se enmendaría. Apoyaría a Luis en este trance, en silencio. Dejaría que viviera como quisiera, y necesitase, su corazón este fatídico desenlace. Don José dio unas palmaditas en el hombro de Doña Ana, su amiga desde que ella y Don Luis se enamoraran. Volvieron a la faena con una sonrisa de ternura en el rostro, como dos niños de inocentes almas.

—Madre, se nos hace tarde. Debo pasar por la escuela a recoger a los “Gallardo” —así llamaba a sus hijos mayores: Anita, Juancito, Salvador y Santiago, los de Juan— y luego estar en casa a tiempo para la llegada de la tía Isabel. Por cierto, ¿ya invitaste a Don José para la cena de bienvenida de esta noche? —dijo Lola, mirando directamente al cura, quien reflejó una inusitada alegría en su rostro.

—¿Isabel viene hoy mismo? ¡Qué alegría debe estar sintiendo Luis! Tanto tiempo sin ver a su hermana… a Dios gracias, ¡qué oportuna la visita, le alegrará el alma! —dijo Don José, más contento que un muchacho correteando gallinas en el patio trasero.

Lola se sonrió; sabía que la cena de esa noche sería muy amena y divertida. La tía, por todos, era muy querida.

—¡Váyanse ustedes! Tienen muchas ocupaciones pendientes. Don José y nosotras terminaremos lo poco que queda —dijo Sor Begoña, la directora del orfanato y también del colegio La Concepción, donde estudiaban los Gallardo, dando palmadas con las manos en señal de que se marcharan.

Doña Ana y Doña Lola de inmediato sacudieron sus manos, alisaron sus faldas y acomodaron sus cabellos. Se despidieron cariñosamente de los presentes, saliendo de allí como si las apremiara algo urgente. Madre e hija iban agarradas de las manos, como siempre.

—Ni creas que no escuché lo que tú y Don José hablaron… me parece bien, madre, ese cambio de actitud en ti. Es lo más decente —le dijo Lola, sorprendiéndola con tal comentario.

—Y yo que pensé que hablaba en voz baja… —respondió Doña Ana, confundida—. ¿Entonces tú sabías lo de tu padre y Doña Rosaura?

—Claro, madre. Y… ¿quién no lo sabe? ¿Por qué crees que Márgara y yo tuvimos la osadía de ir a consultarla? Sabíamos que era buena persona y que daño no nos haría. ¿Y por qué crees que en el carro le pregunté a papá, con tanta tranquilidad, si habían sido novios? —todo esto se lo dijo Lola con una dulce sonrisa—. Madre, eso fue mucho tiempo antes de que él te conociera. Es correcto que seas indulgente en este asunto, ¡es lo justo!

Lola abrazó a su madre y le dio un beso en la frente. Siguieron caminando en paz, en silencio.

“Orfanato listo, corazones alineados… ¡solo falta que llegue la tía con su humor explosivo!”

 


NOTA: La foto que ilustra este relato fue obtenido de "Imágenes" de Google; se desconoce su autor o propietario: a ellos los méritos y derechos que correspondan.

miércoles, 30 de marzo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (31) LA VISITA







“Cuando la buena noticia entra por la puerta, ¡todos brincan de alegría!”

Don Luis se levantó más tarde de lo acostumbrado, por la resaca… ¡tanto vino y tanta charla! Bajó las escaleras con lentitud; cada paso era una repasada a la memoria, no quería olvidar ningún detalle del día anterior. En la medida en que bajaba, se desconcentraba: las charlas de las mujeres y el parloteo de los niños lo atraían, sacándolo de su dolor.

No había terminado de bajar el último escalón cuando Anita salió corriendo a su encuentro, seguida de sus hermanos y hermanas. Todos se peleaban por abrazarlo, casi lo derriban. Tuvo que sentarse; a todos y cada uno abrazaba, besaba y la bendición les daba.

Los varones estaban en franelillas y pantalones cortos; las niñas con vestidos de algodón estampados, abotonados en la espalda y atados con lazos. Escotes cuadrados, sin mangas, apenas sostenidos por tiras en los hombros, bien ventilados. ¡Todos en sandalias, el calor los mataba!

Doña Ana estaba parada al frente de ellos, sosteniendo en sus brazos a la más pequeña. También vestía un traje de fresco algodón, como el de las niñas: escotado y sin mangas, pero abotonado al frente; blanco con pequeñas flores azules como sus ojos, como los de Lola y los de Anita… ¡cómo amaba esa azul mirada!, intensa como el mar, pero calma como el cielo de verano. Le vino a la mente la imagen de ella cuando se convirtió en una bella damisela. Se quedaron mirándose el uno al otro, mucho se decían, aunque palabras no pronunciaban.

—Abuelo, ayer no pude verte. Te estuve esperando tooooodo el día y toooooda la noche, pero nada que llegaste y me quedé dormida. ¡Te tengo una buena noticia! —le dijo Anita, muy zalamera, mientras le entregaba un sobre de la Oficina de Correos.

Don Luis lo recibió sorprendido, más bien extrañado; miró intrigado a su mujer esperando alguna explicación.

—Ábrelo, amor, realmente es una buena noticia. ¡Te alegrará el corazón! —le dijo cariñosamente Doña Ana, instándolo a que se apresurara de una vez.

Don Luis frunció el ceño, dudoso de todo aquello. Al abrir el sobre, todos los niños guardaron silencio y se quedaron quietos, inmóviles, pendientes del suceso, sin quitar la vista de las manos del abuelo. Don Luis, sin pérdida de tiempo, sacó el papel: un telegrama. Lo leyó en voz baja, para sí.

De pronto su rostro se iluminó y una franca sonrisa apareció en sus labios. Todo el semblante le cambió, ¡le volvió la vida!

—¿Ya sabías de qué trataba, cierto? —le preguntó a su mujer, que asintió con la cabeza y con una sonrisa tan bella como la de él.

—Niños, llega mi hermana, su tía abuela… ¡la tía Isabel! Una buena noticia, la que faltaba —dijo poniéndose de pie y abrazando a Doña Ana, quien compartía su alegría y entusiasmo.

Anita y Juancito brincaron de contento, pues la tía los entretenía con sus raros y divertidos cuentos. Salvador y Santiago —los otros dos niños Gallardo— estaban confundidos, pues, si bien la conocían, de ella no se acordaban: eran muy pequeños cuando la visitaron en Las Islas Canarias.

—Llegará en el Santa María, la arribada será pasado mañana en el Puerto de La Guaira. Todo está dispuesto para irla a buscar y alojarla, así que no te preocupes por nada, solo disfruta de la llegada de tu hermana —le decía Doña Ana a su marido, mientras lo conducía a la cocina, aún abrazada de él, para que tomase café y desayunara como Dios manda.

Todos comieron con calma, pero con mucha algarabía. Solo se hablaba de la inesperada visita de la tía Isabel. No faltaba nadie en la mesa; hasta las empleadas estaban sentadas con ellos. Las mujeres charlaban y reían y todo lo planificaban, bajo la mirada atenta de Don Luis y los niños, que bien lo disfrutaban. Decían que nada debía fallar ni faltar.

Escribían en un papel y borraban; añadían y quitaban… hasta que por fin estuvieron de acuerdo en lo que tenían que hacer y comprar. Se distribuyeron las tareas, echaron un suspiro de alivio y detrás una carcajada: estaban contentas, muy entusiasmadas.

—Esta vez, papá, vamos a prepararnos bien para atenderla como se debe; le conocemos mejor y sabremos cómo agradarla —dijo Lola muerta de la risa, recordando cómo la vez pasada se burlaban de la buena y simpática tía, diciéndole que, al morirse, ¡la lengua —en urna separada— se la enterraban!

“Telegramas que iluminan rostros y desatan brincos: ¡así es la vida en familia!”


NOTA: La foto que ilustra este relato es cortesía de Google. Aparece en manuscrito nombres ilegibles, se presume autor; y unas letras digitales, se presume propietario. A ellos sus méritos y derechos correspondientes.

sábado, 26 de marzo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (30) DON LUIS


“Cuando el pasado llama… y la vida te recuerda que el tiempo vuela.”

Habían llegado a casa. Don Luis ni siquiera entró; dejó a las mujeres con Antonio y se fue —caminando— en busca de Don José, el cura. Tenía que discutir con él la lista de donativos, tanto para la casa parroquial como para el orfanato, asunto que había tomado para sí como si fuese una obligación propia. Él se encargaba de conocer las necesidades que tenían, cerciorándose de que Doña Ana y las muchachas les hiciesen llegar todo lo necesario… y algo más.

No fue mucho lo que tuvo que caminar, solo una cuadra atravesando la plaza. Antes de entrar a la casa parroquial se sentó en uno de los bancos de la iglesia y allí, en esa paz espiritual, hurgó en su bolsillo y sacó el papel que le había metido Doña Rosaura. Lo sostuvo en sus manos un buen rato, así, doblado como estaba. Por sus mejillas rodaron unas lágrimas mientras recordaba. Con los ojos cerrados se transportaba en el tiempo: evocaba el sonido del agua bajando por el río, chocando con las piedras y arrastrando las hojas acumuladas en las orillas por las lluvias de la temporada, que se deslizaban entre los pies descalzos de ellos; el piar de las aves; lo tibio de los rayos del sol y de su piel… mientras charlaban y reían por todos los cuentos que echaban los pobladores acerca de ella y de sus poderes mágicos.

Magia que a él le constaba: de solo mirarlo lo hechizaba. Ella era una muchacha solitaria; su clarividencia la confinaba a la soledad y solo él en su mundo entraba. Se querían de verdad, por años fue así, hasta que Ana se convirtió en una bella damita, robándole el corazón y apartándolo, poco a poco, de Rosaura, quien lo dejó ir sin una protesta ni una sola lágrima. Ella bien sabía que él de ella no sería; ya lo había vaticinado, y él llegó a reírse de eso, no dando crédito a sus palabras.

Abrió los ojos, humedecidos por el llanto que la nostalgia le regalaba. Volvió al presente. Con mucha lentitud y cuidado abrió aquel papel, como si de algo sagrado se tratara, y lo leyó:

Luis, sé que te tomaste tu tiempo para abrir esta nota mía. También sé que habrás recordado el ayer con lágrimas en los ojos. Nuestro tiempo fue el perfecto. Solo te pido que no dejes de acudir al llamado mío: te haré llegar una misiva cuando corresponda. No dejes de venir, será para despedirme de ti llegado mi momento.
Tuya, siempre tuya, Rosaura
.”

Don Luis apretó las mandíbulas para contener su dolor: bien sabía que ella ya le anticipaba su partida. Ahí, donde antes en su corazón había dejado una huella, ahora le abría una herida. Se levantó lentamente, como queriéndole ganar tiempo al tiempo, y se dirigió hacia el altar. Colocó la carta sobre un cirio encendido. El papel empezó a arder en una flama completamente azul, y de él se desprendía una fragancia a rosas tan intensa que todo el recinto se impregnó de ella.

—Apuesto que es de Doña Rosaura… —le dijo Don José, que en silencio lo había estado observando.

—¿Qué, ahora espías a tus feligreses? —replicó Don Luis sin voltearse a verlo.

—Te vi venir desde la ventana cuando atravesabas la plaza; pero como no terminabas de llegar, salí yo a buscarte. Es de Rosaura, ¿verdad? —contestó Don José, quien ya se había acercado y le pasaba el brazo por el hombro.

—Sí, es de ella. ¿Cómo lo sabes, te lo dijo papá Dios o también eres brujo? —respondió Don Luis al tiempo que le daba una palmadita en la mano que le había puesto sobre el hombro.

—Esto es un pueblo, y nada se mueve sin que lo sepan sus moradores. Rosaura está muy enferma, lo siento, Luis. Realmente lo siento por ella; es una extraordinaria mujer a la que le ha tocado vivir sola por un don que Dios le dio y que la gente le atribuye al diablo. ¡Qué vainas tiene la vida! —exclamó Don José, sin quitarle el brazo del hombro.

—Deja ya, Luis, que te vas a quemar los dedos. Ven conmigo, tomemos un vaso de vino y charlemos de hombre a hombre —le dijo con amabilidad, casi con compasión.

Los dos hombres se alejaron del altar, adentrándose en la casa parroquial. Durante varias horas estuvieron conversando los viejos amigos; entre charlas, risas y llantos se bajaron varias botellas de vino… y mucho moco se sonaron. Lo de Doña Rosaura era grave: ¡tenía los días contados!

Aparte de Doña Ana, Don Luis no había tenido otra mujer que Doña Rosaura. Que ella estuviera próxima a la muerte lo acongojaba: por ella, pues mucho la amaba; y por él, porque ese hecho le daba aviso de que su tiempo también se acortaba. Se estaba poniendo viejo y, a veces, ¡con el ímpetu de Doña Ana le costaba dar la talla!

“Rosaura enferma, Ana vigilante… y él, atrapado entre el corazón y el altar.”


PD/ La imagen, que ilustra este relato, corresponde a mi amado padre: Juan Luis Pérez Díaz.

miércoles, 23 de marzo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (29) ¡QUÉ CARAJO!





“Lola curiosa, Antonio fascinado… y Don Luis sin filtro.”

Salieron todos en silencio por el largo zaguán, acompañados de Doña Rosaura, quien muy discretamente metió un papelito doblado en el bolsillo de Don Luis… ¡el muy tonto no pudo disimular la emoción y cambió de colores como un camaleón!

—Espero se vayan tranquilos y en sus vidas reine la paz y el bien. No te pierdas, Luis, esta es tu casa… puedes venir a visitarme cuando quieras —le dijo guiñándole un ojo y echándole un beso al aire.

Don Luis pegó otro brinco. Doña Ana, esta vez, no le clavó las uñas, sino que le pegó un gran pellizco y le dijo muy bajo, acercándose al oído:

—Si tú te atreves a venir a la casa de esta mujer… ¡te juro que te lo arranco!

Se refería al pene, claro está. Luego se echó a andar delante del marido, encolerizada; los celos la mataban. Don Luis aprovechó para voltearse y, mirando a Doña Rosaura, dobló los brazos hacia delante con las palmas hacia arriba, como señal de interrogante: ¿Qué pasó, Rosaura, vas a seguir echando leña al fuego? Eso parecía preguntarle con la mirada; pero a Doña Rosaura ese asunto de los celos le causaba mucha gracia, y soltó una franca risotada. Se dio media vuelta y trancó las puertas tras ella, como si nada.

—Ni se te ocurra, mujer. Este viaje de regreso yo no lo hago en desgracia… ¡no permitiré que de nuevo me claves tus garras! —le dijo Don Luis a Doña Ana cuando esta pretendía sentarse junto a él.

La tomó delicada —pero firmemente— del brazo y la sacó del lugar que por “ley” le correspondía. Abrió la portezuela de la parte posterior y allí la sentó.

—Ahí vas muy tranquilita, y si es calladita… ¡mucho mejor! Y tú, Antonio, te vienes adelante conmigo. Deja a Lola con las mujeres… ¡que vayan atrás, para que no jodan con el temita de Doña Rosaura!

Antonio contuvo la risa e hizo caso a su suegro. Acomodó a todas las mujeres en el asiento posterior y luego se colocó en el puesto delantero: iría de copiloto. Estaba de lo más contento y nada le echaría a perder ese momento.

Doña Ana seguía enojada, pero su hermana Matilde le daba codazos para que cambiara la cara. Le hacía señas con los ojos y muecas con la boca, dándole a entender que allí no había pasado nada. Márgara las miraba, y ante cualquier asomo de que intentara pronunciar palabra, las dos se ponían el dedo en la boca en señal de que se mantuviera callada.

—Padre, ¿por qué mi madre está enojada y por qué Doña Rosaura es tan confianzuda contigo? ¿Fue tu novia? —le preguntó Lola con una sonrisa picarona.

Don Luis, que no llevaba ni cuatro minutos en carretera, no contestó nada.

—Papá, ¿no me escuchaste? —insistió ella, mirando a las otras que, con el silencio, le daban su anuencia para que preguntara.

—Lola, ¡mejor te callas! —le contestó muy seco.

—Caramba, padre, ¿no ves que con tu silencio lo que haces es aumentar la intriga y darle al asunto más gravedad de la que en realidad pueda tener? ¡Anda, echa el cuento afuera y así nos entretienes en la carretera! —insistió Lola, echada sobre el espaldar del asiento delantero, rodeando el cuello de Don Luis muy cariñosamente y muerta de la risa.

—¡Qué carajo! ¿Quieren cuento? ¡Cuento tendrán! —dijo Don Luis en un arranque de mal humor.

Antonio tenía una cara de fascinación por todo ese alboroto familiar. Aquello le producía bienestar: denotaba franqueza entre ellos y confianza en él. Su familia era muy conservadora y nada de esas familiaridades se disfrutaba en su hogar. Se sentía bien con ellos, se sentía en familia.

—¡Ay, Don Luis! Cuidado con lo que salga de su boca… después no acepto que se retracte de nada, y nada le perdono —le dijo Doña Ana, aún con su enojo.

—Usted se queda calladita, Doña Ana. ¡Fue usted la que empezó toda esta intriga con su alharaca! —la regañó su marido.

—Escuchen bien, pues el cuento no pienso repetir. Cuando yo contaba con dieciséis años ya era todo un mozo y las mujeres me gustaban. Ana solo era una niña de ocho, y con muñecas jugaba. En cambio, Doña Rosaura tenía veintidós y era extremadamente guapa… y muy dada a hacer favores a aquellos que bien la trataban. Ustedes saben, la consideraban “rara” por eso de la videncia; casi nadie le hablaba. Luego, al crecer tu madre, me enamoré de ella y más nunca volví a ver a Rosau… a Doña Rosaura. ¡Eso es todo, no sé por qué forman tanto drama!

Hizo una pausa, respiró hondo y remató con ironía:

—¡Ah! Y no quiero que se vuelva a hablar del tema, porque si no, me voy a visitar a la dama y así, ¡si hablan, ya no será cuento! —concluyó Don Luis, creyendo —iluso él— que al asunto le había puesto el punto final.

“Don Luis hablando claro… y Doña Ana ajustándole cuentas.”

NOTA: La foto que ilustra este relato fue bajado de Imágenes de Google. En ella se encuentran unas letras ilegibles. Se desconoce autor o propietario.

domingo, 20 de marzo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (28) LA ACLARATORIA




“Tres de siete… ¡y el misterio sigue dando vueltas!”

Estaban todos quietos —pero muy inquietos—, sentados en un gran banco de madera semicircular con espaldar finamente tallado, una verdadera obra de arte de algún ebanista que en ello puso mucho cuidado. Cada uno tenía un pensamiento en mente, al de los otros ¡completamente diferente!

Lola y Antonio estaban sentados muy juntitos, de las manos tomadas. Él, tranquilo, sabía que nada malo pasaba con el amor de ellos. Ella, angustiada, deseosa de que de su inseguridad la sacaran. Doña Matilde, echándose una gozada, a la expectativa de ver cómo todo aquello terminaba. Márgara hilaba mentalmente lo que contaría a Doña Rosaura. Doña Ana, montada en celos, con la mano bien afincada sobre el muslo de su marido para que no se olvidase de que ella allí estaba. Y Don Luis, calladito, para no alborotar el avispero en el que se encontraba.

Doña Rosaura apareció de la nada, silenciosa, y de esa manera se sentó frente a ellos en un gran sillón de suela repujada y de madera tallada, tan fina como la del banco donde ellos se encontraban. Prendió un cigarrillo y a todos, uno por uno, fue mirando. Detuvo la mirada en Márgara, a quien reconoció como la muchacha que aquel día acompañaba al sodomita al que ella le leyera las cartas: Lola. Luego se fijó en Doña Ana, examinándola con cuidado para no perder detalle de nada.

—Caramba, Doña Ana, ¡cuánto tiempo tenía sin verla! La última vez aún era una señorita —le dijo muy seria y con una intensa mirada.

Pero Doña Ana no le respondió nada, ni por cortesía; le sostuvo la mirada, ¡a ella nadie la intimidaba!

Doña Rosaura continuó recorriendo a todos con la vista hasta llegar a Don Luis, quien esquivó la mirada haciéndose el pendejo, a ver si no le hablaba… pero no le resultó.

—Y tú, Luis, estás igualito de guapo; parece que fue ayer… ¡hasta te has puesto mejor con los años! —dijo esto a conciencia de que molestaría a su mujer, por lo cual mostró una sonrisa de complacencia.

Don Luis pegó un pequeño brinco por las uñas que Doña Ana le enterrara. Doña Matilde, con los ojos bien abiertos, la rabieta de su prima esperaba… pero no pasó nada; aquella se comportó como una dama.

—¡Gracias! Todo bien, aquí con la familia —se apresuró a contestar “Luis” para cortar la charla de Doña Rosaura, a ver si su mujer le desencajaba las uñas del muslo; pero no, ahí seguían, bien clavadas.

Todos guardaban silencio; la intriga no los abandonaba. No entendían la familiaridad con la cual la bruja lo trataba, salvo Doña Matilde y Doña Ana, que el secreto guardaban.

—Bien, ustedes dirán a qué debo el honor… ¿a qué vinieron ustedes aquí? —inquirió ella, a la vez que soltaba una bocanada, envolviéndose en una nube de humo y perfumando el recinto a tabaco rubio, el inglés, que olía muy bien.

—Lo que pasa, Doña Rosaura, es que la vez que vinimos usted dijo algo que nos dejó confundidas, tanto… que la vida nos ha cambiado. Queríamos saber si nos puede aclarar el asunto y así, quizás, se resuelva todo —estas palabras las dijo Márgara, casi atropelladas por el nerviosismo que la embargaba.

—¿Confundidas? No entiendo. A ti las cartas no te he echado, y la única vez que viniste fue acompañando a un “él” … entonces, ¿de qué estamos hablando? —Doña Rosaura hizo la pregunta solo para introducir la charla, pues ya conocía la respuesta. En verdad, ya sabía a qué venían, pues “Luis” ya le había anticipado el motivo de la visita.

—Sí, lo sé, era Lola disfrazada; no quería que la vieran y de ella siguieran hablando. El asunto estaba mal y no lo queríamos empeorar: la gente diría que los muertos serían por hechicería, así como usted dijo… que se rompería.

—¿Muertos? ¿De qué demonios estás hablando? ¡Hazme el favor y aclara, que me tienes tan confundida ahora como me confundieron esa mañana! —exclamó Doña Rosaura, un poco en serio y un poco en broma.

—A Don Juan y Don Fernando, sus difuntos esposos… y a Don Clemente —acotó Márgara.

—Dos maridos difuntos tienes encima… —dijo Doña Rosaura sin sorprenderse, mirando a Lola—. ¡Ah! Lo de Don Clemente… hasta aquí llegaron las habladurías. ¿Y qué tiene que ver todo este asunto de los muertos con lo que yo les haya dicho en aquel momento? —puntualizó Doña Rosaura.

—Que usted dijo que llevaba “tres de siete”. Lola está asustada, teme que Antonio pueda ser el cuarto…

Aquello le resultó hilarante a Doña Rosaura, provocándole una inesperada risa que hizo que se ahogara con el humo del cigarrillo que, justo en ese momento, aspiraba. Se puso de pie y mandó a callar a Márgara.

—Ya, ya, ya… calla. Por tratar de engañarme a mí ese día, ¡salieron ustedes muy apresuradas y más enredadas de como entraron! Les confieso que, en aquel momento, lograron llegarme a molestar y confundir: mi visión era sobre una mujer y, en frente, lo que tenía era a un afeminado. Llegué a pensar que mi don me abandonaba… —Doña Rosaura hizo una pausa, inhaló profundamente y prosiguió—. Antonio es el “guerrero” y el hecho de que esté aquí indica que ya venció y empieza a beber las mieles… Y sí, lo confirmo más segura que antes: llevas tres de siete, y posiblemente sean cuatro de ocho… ¡quién sabe cuántos de tantos! La incógnita solo la podrán despejar ustedes dos.

Dijo esto mirando fijamente tanto a Antonio como a Lola, pero con una dulce sonrisa en los labios, casi triunfal.

Antonio, quien era muy hábil con los números y en aquello de resolver enigmas, solo necesitó segundos para descifrar aquella ecuación, por decirlo de alguna manera. Miró agradecido a Doña Rosaura por la bondad de sus palabras; luego volteó a mirar a Lola y apretó aún más la mano de ella, llevándosela a los labios y besándola suavemente, al tiempo que le decía:

—Cada día te amo más y más… y no sé cuánto más se pueda llegar a amar a alguien, ¡pero yo lo abarcaré!

Lola no comprendía nada, pero la seguridad y el amor de Antonio le eran suficientes para disipar sus temores y echar a andar sus amores.

 “Antonio descifrando ecuaciones amorosas mientras Lola solo sonríe.”


NOTA: La foto que ilustra este relato fue bajado de Imágenes de Google. Se desconoce autor o propietario.

miércoles, 16 de marzo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (27) DOÑA ROSAURA



“Lola temblando como hoja… ¡y las cartas riéndose desde la mesa!”

Don Luis no pudo conciliar el sueño esa noche; estaba ansioso por la entrevista con Doña Rosaura. Antes de que cantara el gallo, se levantó cuidadosamente de la cama, sin hacer movimientos que despertaran a su mujer. Se desplazó sigilosamente, a oscuras, por la habitación hasta el cuarto de aseo. Se duchó y acicaló; ahí mismo se vistió, pues por nada del mundo deseaba que Doña Ana se despertara. No quería que lo acompañara. Apagó la luz antes de abrir la puerta y salir hacia la habitación. Y así, como un ladrón, a hurtadillas se escabulló muy tranquilo, seguro de que ella seguía dormida… ¡en la cama vio el bulto de su cuerpo bien arropado!

Siguió bajando las escaleras con mucha cautela, para no tropezar con algo que los niños, por descuido, hubieran dejado. Antes de completar la bajada vio cómo de la cocina la luz se colaba, igual que el café, cuyo olor todo lo perfumaba. Seguro allí estarían Lola y Márgara, esperándolo para poner todo en marcha. Efectivamente, allí estaban ellas… ¡y Doña Matilde con Doña Ana, las dos muy compuestas como si fueran a una cena de gala!

—¡Carajo, lo que me faltaba! —exclamó inconscientemente Don Luis, quien no podía disimular la frustración que lo embargaba.

—¿Qué fue lo que dijiste, querido, que no te escuché bien? —le preguntó sarcásticamente Doña Ana, que había oído perfectamente, pero se hacía la pendeja para no entrar en polémica tan temprano en la mañana.

—¡Qué bueno que ya estén arregladas! —trató de emendar su torpeza, pero sin muchas ganas ni éxito alguno.

Doña Matilde, que sabía muy bien lo que allí se ocultaba, no dejaba de sonreír; a la vez hacía una mueca en su rostro y unos ademanes con sus manos, como queriéndole decir al compadre: “Yo no quería, fui obligada”.

Lola y Márgara miraban a uno y después al otro, sin entender nada; pero poco les importaba, pues en otro asunto estaban ensimismadas. Doña Teresita, que de todos los enredos gozaba, metió cizaña:

—¡Qué bien huele Don Luis! Ese perfume tenía tiempo que no lo usaba. ¿Y ese traje? ¿Y esa corbata?… ¡Qué guapo está, si hasta parece que va para un casorio!

—Doña Teresita, si le va a echar leña al fuego, asegúrese de que sea directo en su estufa —le dijo Don Luis, evidentemente molesto—; de lo contrario, ¡va a salir usted chamuscada!

—¡Ah, caramba! Yo solo quise ser amable y, vea usted, salgo regañada —le contestó Doña Teresita, haciéndose la ofendida, cuando en realidad se echaba una gozada.

Nadie más dijo nada. Desayunaron en silencio, pero de reojo se atisbaban para no perderse detalle.

Lola fue la primera en terminar y a todos apuraba; antes de que despuntara el alba quería estar con él, camino a ver a Doña Rosaura. Recogieron a Don Antonio, quien ya estaba más repuesto; el amor —correspondido— en su rostro se reflejaba. Hicieron el recorrido: no tan largo, ni tan corto. Unas veces en silencio, otras charlando. Pero lo cierto era que, cada uno en su cabeza… ¡tenía su trompo enrollado!

Al llegar, bajaron en silencio, guardando la debida compostura. Cuando Don Luis se disponía a golpear la puerta, esta se abrió de par en par: allí estaba ella.

—¡Creí que nunca llegarían, llevo rato esperándolos! —dijo Doña Rosaura, sin mostrar emoción alguna en su rostro.

Márgara, que si bien no era estúpida a veces sabía hacer muy bien ese papel, le preguntó sorprendida:

—¿Y cómo nos esperaba, si nunca le anunciamos nuestra llegada?

Ante estas palabras, Doña Rosaura arqueó las cejas como en señal de interrogación; pareciera que se hubiese preguntado: “¿Y es que esta no sabe con quién habla?” Pero no, la verdadera interrogante de la bruja fue: Caramba, ¿por qué Luis no le habrá dicho nada a su familia de que yo ya sabía que nos veríamos esta mañana? Guardó silencio: la prudencia se lo aconsejaba.

—Sigan, sigan, hasta el fondo, y tomen asiento, que en un momento yo los atiendo —cerró las puertas tras ellos y desapareció por un largo y angosto pasillo, sin hacer ningún ruido.

Los dejó solos en aquel salón extraño… oloroso a sándalo.

Ella aprovechó para echarle —en ausencia— las cartas a Lola, para recordar qué fue lo que le había pronosticado… ¡y que tanto alboroto causara! Pues bien, no lo recordaba. Las mismas cartas salieron y su memoria refrescó: se acordó de aquel día en que un joven la consultó; ahora estaba clara: ¡era Lola disfrazada! Qué tonta la muchacha, temblaba como hoja y se fue apurada… ¡ni siquiera le exigió que sus palabras explicara!

Soltó una ligera risotada y se dispuso a terminar su desayuno, tranquila, como si nada: han esperado tanto para venir el asunto aclarar, pues que esperen un poco más… no les pasará nada, pensó Doña Rosaura.

“Don Luis sigiloso… y la bruja más lista que nunca.”

NOTA: La foto que ilustra este relato fue bajado de Imágenes de Google. En ella se encuentran unas letras ilegibles. Se desconoce autor o propietario.

martes, 15 de marzo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (26) EL REGRESO


“La ciudad no sabe lo que se le viene encima… entre brujas y abrazos.”

Todo estaba preparado para el regreso a la ciudad. La caravana estaba formada; todos y todo en ella estaban. Los empleados los despedían con efusividad y tristeza; ciertamente daban trabajo, pero extrañarían la alegría de los niños y las aventuras de Lola, así como las risas de las mujeres que la casa alborotaban. Don Luis respetaría la tradición familiar: saldrían de la hacienda lentamente para dar oportunidad a todos de despedirse de los empleados y de los peones que en el camino se encontraran; de sus mujeres y niños… y de los perros, las gallinas con sus polluelos… ¡todo, todo lo que se moviese recibía un efusivo “¡hasta pronto!” en voz alta y con las manos agitadas! Ya, en silencio, con las cabezas fuera de las ventanas, memorizaban el paisaje que tanto amaban. Subiendo la colina, dejaban atrás el valle. Veían cómo se achicaban —en la distancia— los árboles frutales; solo quedaban a la vista las manchas coloridas de las flores de los apamates, acacias, flamboyanes y araguaneyes, bordeadas por las coloridas trinitarias que todo lo cercaban por donde el camino apuntaba. Se detuvieron, como siempre, en el panteón familiar.

Dejaron flores frescas —arrancadas del sendero— sobre las tumbas de los abuelos Don Francisco y Doña Margarita; de los bisabuelos Don Juan Luis y Doña Dolores; de los tatarabuelos Don Mario y Doña Isabel… y de Don Juan y Doña Belén. En la medida en que salían de la carretera de tierra, las cruces se perdían de vista y se iban esfumando el piar de las aves, los aromas a tierra negra mojada, de los jazmines y de los azahares. La velocidad aumentaba, y los niños —uno a uno— al sueño se entregaban. Por el camino era mucho lo que se hablaba: planes que se hacían y deshacían con la marcha. Lola callaba; iba absorta en sus pensamientos. Se sentía renacer.

A medida que se acercaban a la ciudad, su corazón latía más rápidamente: Antonio estaba de vuelta, muy metido en su ser. Cuando la caravana aparcó frente a la plaza —en casa de los Díaz Robaina— todos quedaron sorprendidos.

—¿Ese es Antonio? —le preguntó Doña Ana a Don Luis—. Santo Dios… ¡qué flaco está! —exclamó sin dejar de observarlo.

—No hagas ningún comentario, mujer; sé prudente —le aconsejó su marido.

Antonio estaba de pie en la puerta de entrada; erguido, con una sonrisa que parecía pintada por los ángeles y los brazos a la espalda, ocultando un hermoso ramo de margaritas blancas. Lola, cuando lo vio, prácticamente se bajó del carro en marcha, abalanzándose sobre él con tal ímpetu que casi cayeron al piso… y por este las margaritas quedaron desparramadas. Se abrazaban y besaban; por el espacio levitaban. Lola sentía que flotaba en el agua: tranquila, serena, en profunda calma.

A su derredor la familia se conglomeraba; sonreían y se quedaban mirándolos; las cosas empezaban a arreglarse… la normalidad regresaba.

Todos se encargaron de desempacar y ordenar sus cosas mientras los tórtolos conversaban. Con llanto y arrepentimiento, Lola a Antonio perdón le rogaba; sin mucho esfuerzo, claro está, porque ella era lo que él más ansiaba.

Pronto Don Luis los llamó. Se sentaron en la mesa de la terraza y, entre sorbos de café, hablaron de todo lo sucedido y acordaron la visita a Doña Rosaura para el día siguiente, muy temprano en la mañana. Ellos no lo sabían, pero Doña Matilde y Doña Ana, escuchando a escondidas todo lo que allí se hablaba, por ningún motivo permitirían que Don Luis, solito, se acercara a Doña Rosaura; ellas lo acompañarían y le cuidarían la espalda, no fuera que la doñita bruja utilizase sus artimañas… ¡reviviendo el pasado, echándoles buena vaina!

—No se hable más —puntualizó Don Luis, todo entusiasmado, ignorante de que a sus espaldas una conspiración se fraguaba—. Así quedamos: le pediremos a ella que nos explique, muy claramente, qué quiso decir con eso de que “de siete, van tres” … ¡y así matamos, de una vez, esa culebra por la cabeza!

“Preparados, listos… ¡regreso lleno de amor y conspiraciones!”


Nota: Los nombres aquí dados como de los bisabuelos y tatarabuelos, son en realidad los nombres de mis padres y abuelos, como un tributo a ellos... para que no sean olvidados por mis hijos y nietos... y los hijos de estos.

La foto que ilustra este relato fue bajado de Imágenes de Google. Se desconoce autor o propietario.


lunes, 14 de marzo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (25) LA CALMA



"El verdadero espanto no fue el diablo… sino las nalgas del abuelo en blanco y negro.”

Eso de brujas, enojos, ansiedades, llantos y gritos con diablos y espantos ya era historia, había quedado atrás. La magia que produce la felicidad tocaba a la familia Díaz Robaina para no abandonarla por mucho tiempo. No me atrevería a decir que nunca, jamás. No, no les diría eso… ¡les mentiría!

En toda la casa, en cada rincón, se podían respirar los aromas que se desprendían de las ollas y sartenes sobre la estufa. Pero los aromas no venían solos: los melodiosos sonidos de los platos y cuchillos, de las charlas, de las risas a carcajadas… ¡los acompañaban!

—Lo juro —le decía Doña Blanca a Doña Matilde, Doña Teresita y a las demás empleadas— que yo no vuelvo a dormir sin las gafas puestas. Si no fuera porque me dijeron que fue una travesura de la niña Ana, yo aún estaría diciendo… ¡que vi al diablo y a un espanto cerca de mi cama! —Cuando hablaba ponía cara de incrédula, como dando lugar a la duda, y se persignaba.

Las demás mujeres estallaban en risas y de ella se mofaban. Doña Matilde necesitó ser auxiliada, de la cocina fue sacada… ¡de la risa no contuvo la meada!

Don Luis, Lola y Márgara se levantaron muy temprano; estaban en el campo con el capataz y el peonaje, dejando todo listo. El regreso a casa ya se acercaba: mañana temprano, con maletas y demás equipaje… ¡todos se marchaban!

Como la más pura y cristalina agua que se filtra por un tinajero, uno a uno fueron bajando los niños. A pesar de tener en sus caritas la huella del trasnocho, el alboroto no dejaban; comentaban del susto, pero también de la pela que la abuela le dio a Ana.

Se sentaron según las mujeres les ordenaban, guardando compostura una vez que a la mesa estaban. En el rostro de todos, la intriga se dibujaba; esperaban que Anita bajara y poder ver la humillación reflejada en su cara.

De repente, todos enmudecieron: Anita por la escalera se asomaba. Ella, que de tonta no tenía nada, captó el momento… ¡a todos tenía en suspenso! Inhaló profundamente y tomó valor. Ignorar a todos era algo que necesitaba y, más aún, disimular que el culo le molestaba.

Le dolía muchísimo por las nalgadas que la abuela le propinara… si ellos se daban cuenta, ¡derrotada estaba! Bajó las escaleras con la barbilla levantada, como si se tratara de una gran dama, con el cabello suelto tapándole casi por completo la cara. Se sentó como pudo, ocultando el dolor que la hinchazón de las nalgas le provocaba.

Logró su objetivo: ¡dejó a todos con las ganas de verla humillada! Empezaron a comer en orden, con los buenos modales que la madre y los abuelos les enseñaran.

Anita, al dejar de ser el centro de atención, se sintió más cómoda, liberando sus pensamientos y emociones. Sola se sonreía al recordar la hermosa imagen de su abuela arreglada y perfumada para conquistar al abuelo; se le parecía tanto a su madre, en aquellas noches de verano, cuando en la terraza de la casa charlaba con su padre… al que ya casi no recordaba.

Esto le produjo nostalgia; alguna que otra lágrima por sus ojos se escapaba. De repente, se le vino a la mente —como una fotografía en blanco y negro— las nalgas blancas y peludas del abuelo… ¡volviendo su rostro a iluminarse con una sonrisa hermosa, de esas que solo ella dibujaba!

Ya de regreso, Márgara entró a la casa, pero Lola y Don Luis se rezagaron:

—Padre —le dijo Lola, tomándolo de la mano— quiero agradecerte por haberme devuelto los sueños y los anhelos. Mi corazón, antes de que tú llegaras, se estaba muriendo. —Los ojos se le llenaron de lágrimas; lo veía con profundo amor y respeto.

—Hija mía, sabes que por tu bien y tu felicidad haría todo lo necesario —le dijo, tomando su rostro entre ambas manos—, pero espero hayas aprendido la lección: si tienes dudas y quieres consejos, no te acerques a extraños, arrímate a los tuyos, a los que siempre te han amado. —Al terminar sus palabras, Don Luis atrajo hacia sí a Lola, abrazándola muy fuerte y diciéndole al oído—: Nunca me apartes de tu vida… no olvides lo mucho que te amo.

Lola correspondió el amoroso abrazo de su padre. No dijo nada, no hacían falta las palabras. Entre ellos había un pacto de amor. No lo sabían… ¡ni la muerte lograría separarlos!

“Moraleja: la dignidad camina erguida… aunque duela sentarse.”


NOTA: La foto que ilustra este relato fue bajado de Imágenes de Google. En ella se encuentran unas letras ilegibles. Se desconoce autor o propietario.

sábado, 12 de marzo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (24) EL DIABLO Y EL ESPANTO




“En esta familia, hasta el diablo se mea de la risa.”

Doña Ana subió antes que nadie: se pondría de lo más coqueta para apaciguar el enojo de su marido. Durante la cena casi no la miró y solo le dijo:

—Voy a hablar algunas cosas con el capataz y luego subo; espérame despierta, que muchas cosas tengo que hablar contigo s

obre lo ocurrido.

Ella lo esperaba y, frente al espejo, ensayaba qué cara le pondría y cómo sería su mirada. Si lograba seducirlo… de la reprimenda se salvaba. Cuando él entró a la habitación, lo hizo en silencio y seguía negándole la mirada. Se desvistió lentamente, y quien fue seducida fue ella por la sensualidad con la que se metió a la cama. Estaba segura de que —lo de la reprimenda— era una excusa para que lo consintiera, y eso le gustaba. Le siguió, metiéndose suavemente en el lecho conyugal. Él, al sentirla, dio media vuelta y le dio la espalda.

Cuando ella había avanzado, y a la bestia estaba domando, se oyó una gritería de espanto y brinco. Los dos, alarmados y sin saber lo que ocurría… ¡de inmediato se levantaron y se vistieron sin reparar bien en lo que hacían!

Cuando salieron de la habitación ya todos los demás estaban en el pasillo dando vueltas y pegando gritos como locos. Don Luis —que no soportaba la histeria— mandó a todos a callar.

—¿Qué carajo es lo que aquí pasa? —Todos de inmediato guardaron silencio, menos Juancito, que lloraba y lloraba.

—Abuelo, el diablo vino a visitarme a la cama y estaba envuelto en llamas —dijo el niño, moqueando y sin parar de llorar.

—No solo era el diablo, Don Luis, también un espanto —añadió Doña María, la nana, toda agitada—. Cuando los niños gritaban yo me desperté muy asustada y, aunque no tenía las gafas puestas, pude ver al diablo envuelto en una luz terrorífica. Cuando el bicho desapareció, vi cómo un espanto se escurría hacia la puerta —decía esto sin dejar de persignarse, una y otra vez.

Don Luis, que era un hombre que no creía en cuentos, solo en lo que él veía, mandó a que todos se metieran en su habitación —con Doña Ana— y se quedaran tranquilos, pues él averiguaría lo que sucedía. Mientras se recogían, contaba a las mujeres y a los niños para asegurarse de que ninguno faltara… ¡Anita no estaba, la primera sospecha en su mente se clavaba!

Fue directo al cuarto de los varones y buscó por todos lados: dentro de los escaparates y bajo las camas, detrás de la puerta y fuera de las ventanas… nada extraño allí encontró, ni a Anita tampoco. Cuando salía de esa habitación, observó unas manchas y algo tirado en el piso; se agachó examinando aquello: gotas de cera y cerillos quemados.

Siguió la pista… ¡y a su intuición! Al cuarto de las niñas lo llevaron. Allí estaba Anita, sentada en su cama, de lo más tranquila y con una sonrisita que delataba su culpabilidad.

—Sí, abuelo, fui yo. Solo me le acerqué a Juancito con la cara iluminada por la vela, su mente hizo todo lo demás. Yo no tengo culpa de que se asuste, llore y grite por todo… ¡es un mariquita!

Se confesó sin necesidad de interrogatorio alguno. Lo dijo Anita en su defensa, evidentemente molesta por todo el zaperoco armado con su juego inocente, según ella.

—Anita, Anita… ¿qué haré yo contigo? —fue lo único que alcanzó a decir Don Luis. Se le quedaba mirando extasiado; le recordaba tanto a Lola cuando era niña. A él le gustaba ese carácter resuelto y nada temeroso. Adoraba a su nieta; ella y su madre eran sus consentidas, su debilidad.

Doña Ana se había percatado de que su nieta no estaba en la habitación con los demás; intuyendo lo que había pasado, y de que su marido disfrutaría con la hazaña de la niña, salió a buscarla. Estaba parada en la puerta del cuarto de las niñas y escuchó cuando Anita confesaba; también escuchó cómo su abuelo la respaldaba con su silencio.

Molesta por todo aquello, entró hecha una furia. Le reclamó a Don Luis su falta de carácter con Anita. La alzó, la colocó boca abajo en su regazo y empezó a darle nalgadas. La niña observó a su abuela pintorreteada y muy perfumada.

El abuelo no debía quitarle la autoridad a Doña Ana, pero tampoco quiso presenciar cómo le daban la paliza a su niña. Se dio media vuelta, quedando de espaldas. Anita, en vez de llorar, se sonreía; los adultos le divertían con sus tonterías.

Notó que él, además de no traer camisa puesta, tenía el pantalón al revés —lo de adelante hacia atrás— y con la bragueta abierta, dejando entrever sus nalgas. Ella, lista como era, entendió todo. El enojo de su abuela no era por el susto que le diera a Juancito, ni por el escándalo que este armara con sus llantos y gritos… no. Era porque interrumpió los besos y arrumacos que la abuela, a su abuelo, le daba.

Eso le causó gracia, le pareció muy bello… ¡aceptó el azote sin ningún descontento!

“Juancito lloraba, Anita reía y Doña Ana quería seguir la velada.”

NOTA: La foto que ilustra este relato fue bajado de Imágenes de Google. En ella se encuentran unas letras ilegibles. Se desconoce autor o propietario.

viernes, 11 de marzo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (23) ANITA, LA TRAVIESA Y JUANCITO, EL CAGAO.




“Anita: reina del susto, maestra del disimulo.”

Anita y Juancito salieron del salón protestando; prácticamente, las nanas se los llevaron obligados. A ellos no les parecía justo que les impidiesen seguir escuchando y, más ahora, que de la bruja estaban hablando.

Desde la cocina vieron que su abuelo salía y dejaba a su madre sola con sus tías y abuela. Anita le dio un codazo a su hermano y le hizo señas; con los ojos le indicaba que volvieran allá, donde los adultos se entretenían. Juancito, que era muy curioso, aceptó de inmediato el plan de su hermana.

En lo que pudieron, se escabulleron de la vigilancia de Doña María y Doña Blanca, quienes estaban distraídas hablando con Doña Teresita sobre los problemas que en la familia se avecinaban. Se dirigieron al salón, pero Doña Matilde resguardaba la entrada. Tuvieron que esconderse detrás de unos helechos en sus tinajas. Juancito, torpemente, hizo ruidos y con ello alertó a las mujeres. Todas se levantaron y revisaron por todos lados, pero sus pequeños cuerpos el follaje bien ocultaba.

Escucharon cómo de nuevo se sentaban y que su abuela un cuento sobre la bruja echaba. Como bien no oían, se acercaron por el piso a rastras, ocultándose debajo de las faldas del gran sofá. Ahí sí escucharon claramente cuando su madre y sus tías exhortaban a su abuela para que continuara contando. Oyeron decir:

—Bien, continúo. Como les decía… ¡a los hombres el aliento les sacaba y el sueño se los robaba! ¡Hacía, con sus corazones, lo que le daba la gana!

Juancito, que lo que tenía de curioso lo tenía de cobarde, al escuchar las palabras de su abuela los ojos se le salieron de las órbitas y abrió la boca para dejar salir un grito de espanto, pero Anita se la tapó de inmediato, sofocando el chillido de su hermano. Juancito luchó para liberarse de Anita, que lo tenía sujeto; ¡se zafó y huyó a rastras por el piso como alma que se lleva el diablo!

Las mujeres, al escuchar los ruidos extraños, salieron despavoridas del salón, lo que aprovechó Anita para escaparse por la ventana como si nada hubiera pasado. Llegó hasta los columpios donde sus otros hermanos jugaban; les contó lo de la bruja y de cómo Juancito, del susto, se cagara. Todos reventaron en risas y carcajadas… ¡de él se burlaban!

El día transcurrió con secretos guardados; las mujeres y los niños ocultaban sus miradas. Llegada la noche, Anita esperó que todos se acostaran y transcurriera el tiempo para que profundamente dormidos quedaran. Se levantó sigilosamente, salió de su habitación con algo en las manos que debajo de su almohada había guardado.

Su pequeña y grácil silueta, vestida con su largo pijama blanco, en la oscuridad de la noche parecía un fantasma. Se deslizó por el largo pasillo hasta llegar al cuarto de los varones. Abrió la puerta suavemente, pero esta chirrió.

Juancito, que aún no superaba el susto, se cubrió hasta la cabeza con su ropa de cama, pues no permitiría que la bruja le robara el sueño ni el aliento… ¡ni que con su corazón hiciese lo que le diese la gana! Cerró los ojos y sintió cómo algo a su cama se arrimaba. Los pelos del cuerpo se le erizaron y un frío le recorrió toda la espalda.

A pesar del terror que lo secuestraba, la curiosidad lo venció; abrió los ojos y bajó la sábana… ¡solo para encontrarse la cara del diablo envuelta en llamas!

Juancito casi se muere del susto; soltó agudos gritos de miedo despertando a sus otros hermanos, quienes también vieron al diablo y se sumaron a la histeria.

Anita, como tonta no era, calculaba que los adultos ya se habrían despertado por la gritería. Sopló la vela, apagándola, al tiempo que corría rápidamente a su habitación y se acostaba en su cama. Se hizo la dormida, como si no supiera de lo que se trataba. Tapaba su cara con la almohada —donde la vela con los cerillos ocultaba— para que no se escuchara su risa.

Se burlaba de sus hermanos: más que varones… ¡parecían mariquitas sobre flores posando!

Los varones quedaron traumados… y Anita, ascendida a leyenda.”

NOTA: la foto que ilustra este relato corresponde a mi abuela Belén, a mi madre y a mi tío Salvador.

LOLA Y SUS ENREDOS: ( 22 ) EL CHISMORREO




"El chisme: patrimonio cultural y arma letal.”

Las mujeres se quedaron solas después de que Don Luis saliera. Se sintieron a sus anchas para hablar como quisieran. Lo primero que notaron, y así lo comentaron, fue el cambio de actitud de Lola después de la intervención de su padre… ¡el alma le había vuelto al cuerpo, comportándose más normal de lo que había hecho en ese último tiempo!

Una vez Doña Ana hubo calmado a Márgara —que correteaba a Ana Isabel por la sala para darle su merecido— se sentó muy juntita a sus hijas para poder hablarles en voz baja:

—Eso que hicieron, hijas mías, estuvo muy mal hecho, porque al recurrir a Doña Rosaura para que les dilucidara sus dudas con respecto a los muertos, denota que no están claras en la fe cristiana, que hacen caso a las habladurías y que en mí no tienen confianza —hablaba al tiempo que echaba miradas de reproche a las muchachas—.

Y prosiguió diciendo:

—Mi Luis es un hombre maravilloso, para nada violento, pero lo que hicieron me costará caro; me dará una buena reprimenda y no lo olvidará en mucho tiempo… —las últimas palabras las dijo como si fuera víctima de una tragedia, con las manos en el corazón y la mirada elevada, suplicando piedad al cielo; exhaló un suspiro como si muriera sin remedio. Doña Matilde se reía con el melodrama de su hermana.

—Deja la payasada, Ana, que no es para tanto la vaina; ¡cuéntales a las chicas la verdad sobre Rosaura!

—¿La verdad? ¿Qué verdad, madre? —preguntaron las tres al unísono, con las caras que pone todo pendejo al caer en la intriga.

—Les voy a contar —decía Doña Ana al tiempo que miraba a su derredor para cerciorarse de que nadie ajeno a ellas la escuchara—, pero lo que aquí se hable… ¡como secreto de confesión deben guardar!

No había terminado de hablar, cuando Doña Matilde la interrumpió:

—¡Habla, mujer, sin tanto misterio! Ese cuento lo conoce todo el pueblo —y soltó su acostumbrada carcajada.

—¡Ah, Matilde, que ordinaria eres! A todo le quitas interés, ¡qué fastidio contigo… déjame echar el cuento como yo lo sé! —le reclamó Doña Ana, quien ya se impacientaba. Las muchachas estaban ansiosas porque el cuento comenzara y le hacían señas a la madre para que de una vez lo iniciara.

—Bueno, como les decía… Doña Rosaura no siempre fue conocida como una bruja. Ella nació en el pueblo y allá mismo se crió. Era hija de un médico que de la capital llegara. De chica, en la escuela, siempre la llamaron la “rara” porque sabía, de antemano, las cosas que le sucederían a todo aquel que se le acercara. Eso sí, solo cosas buenas pronosticaba y, si algo malo se le atravesaba por la cabeza, no lo decía, pero alertaba. Ya más grande, sus padres la retiraron de la escuela y de su educación se encargaban unos tutores que iban a su casa. Cuando se hizo mujer, su belleza era enorme y, sumada a su arrogancia, inspiraba pasión a los hombres… —Doña Ana cortó el relato y guardó silencio. Se puso de pie y observó por la puerta y las ventanas; creyó haber escuchado un ruido extraño, como si alguien oculto las espiara.

Así se lo hizo saber a su hermana y a las hijas, quienes también se cercioraron… pero no encontraron a nadie ni nada. Se miraron entre sí y, con las manos, se sobaban los brazos; estaban todas con la piel erizada. Llegaron a pensar que esos ruidos eran provocados por algo de ultratumba. Pero eso no las detuvo: sentaron a Doña Ana y la exhortaron a continuar la charla.

—Bien, continúo. Como les decía, a los hombres el aliento les sacaba y el sueño se los robaba. ¡Hacía, con sus corazones, lo que le daba la gana!

Justo cuando Doña Ana pronuncia estas palabras, se escucharon —de nuevo— unos ruidos extraños que a todas asustaron, como si alguien por el piso se arrastrara emitiendo gemidos sofocados. Salieron del miedo corriendo, atropellándose unas a otras; tenían todo el cuerpo erizado y las caras desencajadas, pálidas, literalmente meadas del susto. ¡Pensaban que eran cosas de la bruja!

Entre ellas acordaron guardar silencio, como si esa charla jamás se hubiera dado.

“Y así, juraron guardar silencio… como quien promete dieta el 1 de enero.”


jueves, 10 de marzo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (21) LA INTERVENCIÓN





“Cuando el salón parece tribunal y el juez es papá.”

—Don Luis montó en cólera al escuchar el nombre de Doña Rosaura. Les tenía prohibido a sus hijas salirse de la fe cristiana, ¡nada de brujerías! Siempre las había alertado de que el mal acecha, esperando encontrar cualquier rendija para meterse en la mente y robarse el alma.

Era tal la furia de su padre, que Márgara y Ana Isabel intentaron escapar para que esta no las alcanzara. Pero fue en vano. Entre bajarse las niñas del regazo y tratar de zigzaguear entre los niños que estaban en el suelo… ¡no les dio tiempo!

¡Ustedes dos —se dirigió a ellas— ni se atrevan a sacar un pie de este salón!

Se quedaron petrificadas; tal era el susto que parecían estatuas de mármol blanco… ¡y por las palomas cagadas!

—Te juro, padre, que yo no tuve nada que ver en eso. Solo cuidé a los niños porque Márgara me lo ordenara… ¡ella fue la de la idea! —Ana Isabel no necesitó tortura alguna para abrir la boca y delatar a su hermana. Temblaba como una hoja y con el dedo índice la señalaba.

—¡Cállate, no digas nada! Ya verás cuando te agarre… ¡ni una sola greña te dejaré en esa cabeza hueca! —le dijo Márgara, bien enfadada por su falta de solidaridad y lealtad.

—¡Déjate de amenazas, Irene Margarita! Aquí el único que refunfuña y castiga… ¡soy yo! En vez de amedrentarla, debiste haberla protegido en su momento como hermana mayor que eres, y no embaucarla en tu aventura.

Cuando el padre dijo esto, Ana Isabel no solo se tranquilizó, sino que se atrevió a hacerle mofa a Márgara… quien, si la cogía, ¡la mataba!

A todas estas, Doña Ana y Doña Matilde miraban para todos lados, haciéndose las pendejas, como si la cosa no fuera con ellas. Pero estaban equivocadas.

Don Luis, consciente de que alterado no arreglaría nada, se separó de Lola y empezó a caminar por todo el salón como león enjaulado. Prendió su habano y, poco a poco, se fue calmando. Solo se oían los gimoteos de Lola y las risitas de Juancito y Anita, a quienes les encantaban las reuniones de los mayores porque eran más divertidas que ir a una piñata un sábado o a un circo un domingo.

—Ustedes —se dirigió, con la mirada, a las empleadas de la casa, a Doña Teresita y también a las nanas—, vayan a encargarse de los asuntos que les son propios.

Las mujeres salieron rapidísimas, antes de que se arrepintiera y diera una contraorden. Cuando estas salían, Doña Ana y Doña Matilde intentaron irse con ellas, pero no les resultó la jugada.

—¡Epa, epa! ¿A dónde creen ustedes que van? Quédense ahí sentadas —les dijo con voz de mando.

—Pero, mi amor, ¿qué tengo que ver yo con este enredo que armaron las muchachas? —se justificó Doña Ana.

—Caramba, compadre, no se ponga bravo… Yo lo único que quería era asegurarme de que el almuerzo estuviera listo a su hora. Además, es un asunto de familia… ¡y yo solo soy una invitada! —se apresuró en decir, muy convenientemente, Doña Matilde.

Don Luis las miró y, con la mirada, las sentó. De ahí en adelante, todas guardaron el más estricto silencio y lo dejaron con su monólogo.

—Doña Blanca y Doña María, hagan el favor de llevarse a los niños y atenderlos como Dios manda —les insistió Don Luis con voz firme.

Enseguida, y sin rezongar, las nanas procedieron a lo pertinente. Todos los niños salieron en perfecta fila india y callados; solo se escuchaban las voces de protesta de Juancito y Anita, quienes se lamentaban por perderse la mejor parte. Rezongaban, ¡decían que no era justo!

Una vez que se quedaron quienes se tenían que quedar, Márgara —por instrucción de su padre— contó la aventura con la bruja. Don Luis, quien no terminaba de entender todo aquel asunto, se expresó:

—Quiero que les quede bien claro que, si estoy hablando con ustedes sobre este tema, es por la aflicción de Lola, y también la de Antonio. Este asunto debo encararlo por la salud de todos, pero ni crean que esto se queda así. Una vez resuelva el enigma de la “profecía” de Doña Rosaura —hizo ademanes con los dedos, como si metiera la palabra entre comillas—, nos sentaremos a hablar del problema de fondo: la actitud equivocada de ustedes… y la falta de supervisión y dirección de su madre.

Dijo esto reprochando con la mirada a su mujer, que estaba que se meaba del susto. Don Luis hizo una pausa y prosiguió:

—Ahora bien, ¿cómo saben ustedes que al decir “van tres de siete” se refería Doña Rosaura a muertos y no a otra vaina?

Esta interrogante del padre hizo que Lola se estremeciera, como si le quitaran un pesado velo de la cara. Ella, Márgara y Ana Isabel se miraron: se sintieron tontas por no haberse formulado esa pregunta antes. ¿Cómo no pensaron en eso?

—No lo aclaró, padre —le dijo Márgara—, pero eso lo supusimos. Justo en ese momento ya a Lola se le habían muerto tres: Don Juan, Don Fernando y el viejo Don Clemente. ¡Sería demasiada casualidad!

—¡Ah! Las niñas lo supusieron… ¡de verdad que ustedes me resultaron bien pendejas! —el padre estaba molesto y se iba alterando de nuevo—. ¿Desde cuándo las suposiciones son verdades sobre las cuales se construye la vida? Las suposiciones son malas consejeras: confunden, crean inseguridades y temores; solo causan enredos e intrigas.

Don Luis guardó silencio por unos minutos y concluyó:

—Bien, no se diga más. Entre hoy y mañana me encargo de resolver unos negocios que aquí tengo pendientes. Y en un par de días, a lo sumo, nos vamos a ver a Doña Rosaura, para que nos diga realmente qué vio en esas cartas.

Apenas terminó de hablar, salió del salón dejando solas a las mujeres. Salió tranquilo, convencido de que todo se solucionaría, pues de seguro todo aquello se trataba de simple sugestión provocada por las habladurías de la gente.

En algo estaba claro Don Luis: ¡ellas —ni de vaina— se salvarían de una sanción después que él lograse enderezar el entuerto que habían formado con sus tonterías!

“Y mientras Don Luis regañaba, Juancito y Anita pedían palomitas.”


miércoles, 9 de marzo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (20) LA CONFRONTACIÓN



“Y mientras todos callaban, Don Luis estrenaba su ‘derecho de autor’: la bofetada paternal.”

Faltaban todavía dos horas para que saliera el sol y ya Don Luis estaba tomando su café, presto a coger carretera. No pudo dormir esa noche: vueltas y vueltas en la cama… ¡tantas como vueltas daban sus pensamientos en la cabeza!

Al principio, la actitud de Lola la tomó como simple molestia por lo sucedido en su fiesta; en ese caso, ella tendría razones para estar enfadada. Pero el asunto se había salido de control y la reacción era desproporcionada. Lola tendría que entrar en razón, él se encargaría de ello.

En el camino, las largas horas para llegar a su destino le dieron tiempo de reflexionar y de calmarse, para poder ir a donde realmente quería estar: ¡en el corazón de su hija!

Cuando lo vieron llegar, todos se alegraron. Vislumbraban en él una luz que podría apaciguar a la bestia que dentro de Lola habitaba. La primera en correr hacia Don Luis fue su esposa. Doña Ana se le abrazó de tal manera que parecía un corroncho pegado a la pared de una pecera.

—Luis, amor mío, a Dios le doy las gracias por estar tú aquí —lo decía llorando y visiblemente muy alterada—. No tienes ni idea del infierno que estamos viviendo… ¡Lola se ha vuelto loca!

—Cálmate, mujer, realmente no sé lo que pasa… aunque tengo cierta idea. Vamos, entremos, para que me cuentes con calma.

Abrazado a su mujer caminó hacia la casa. En el corto trayecto se le unieron las hijas y los nietos, y todos —al igual que ella— desconsolados lloraban. Don Luis se puso más preocupado de lo que ya estaba… ¡la vaina era seria!

En el salón de la casa, todas las mujeres se sentaron con las niñas en sus faldas. Los niños, en el piso. Las empleadas de la casa atendieron a Don Luis, trayéndole café y agua fresca, para luego quedarse a escuchar la charla. Estaban tan afectadas que casi renunciaban. Todos en silencio, esperando que él la palabra tomara.

—Bien, querida, quiero que seas tú quien me cuente qué carajo es lo que aquí pasa; pero te agradezco lo hagas pausado y sin lágrimas —se dirigió a Doña Ana con la parsimonia que le caracterizaba.

Ella tragó saliva y con las manos se echaba aire en la cara para calmarse, como su marido mandaba. Inhalando profundamente, empezó su relato: le contaba y le contaba —a veces interrumpida por gemidos del llanto reprimido— de cómo Lola con saña se comportaba. Era tosca, brava y maleducada.

A los niños no quería dejarlos volver a la ciudad para que sus estudios continuaran, pero estando con ella los maltrataba: no les daba cariño y por todo los regañaba. No se acercaba a ellos… ¡casi los despreciaba! Los ponía a hacer duras faenas del campo, levantándolos de madrugada, incluyendo a los bebés, que apenas hablaban.

También le contó su extraña relación con el peonaje: andaba con ellos y como ellos, no se comportaba como una dama. Mientras narraba, hacía pausas y recorría con la mirada a los allí presentes buscando que su historia confirmasen.

Todos, a medida que ella el cuento echaba, movían la cabeza en señal de aprobación, con caras de pendejos y la boca abierta como esperando que las moscas entraran.

Don Luis, en la medida que su mujer hablaba, iba perdiendo la compostura: los dedos de sus manos en el sillón enterraba, su mandíbula apretaba y la mirada se le ofuscaba. Estaba realmente enojado, ¡para nada lo disimulaba!

Justo en ese momento Lola hizo su aparición, exclamando muy sarcástica:

—¡Vaya, llegó el que faltaba!

Lo dijo con una sonrisita de jodedora, pero no le duró mucho porque el padre se la borró de una sola bofetada. Lola se llevó la mano a la cara: era la primera vez que él le pegaba y, también, la primera vez en todo ese tiempo que la lucidez en sus ojos se reflejara.

Se quedó seria y muy callada, evidentemente adolorida en el rostro y en el alma. Todos los presentes se taparon la boca para no dejar salir el grito de sorpresa ante aquella situación inesperada.

Doña Ana se puso instintivamente de pie, como para evitar que una reyerta se iniciara, pero no sucedió. Lola se aplacó, respetando a su padre.

—Jamás pensé que un miembro de mi familia me avergonzara… y tú lo has hecho, Lola, ¡de quien menos lo esperaba!

Le dijo esto hablándole de frente; la tenía sujeta por los hombros, con sus manos firmes en ellos. Lola no dijo nada. Bajó la cabeza y se abrazó a su padre fuertemente, llorando desesperada.

Le decía, casi a gritos, que tenía miedo porque Doña Rosaura le había dicho que “de siete, llevaba tres”, es decir, que faltaban cuatro, no queriendo ella contar a Antonio entre los faltantes. Eso la tenía desquiciada y por ello de él se alejaba.

Inmediatamente se escuchó un ¡ah! que pronunciaron atónitos los presentes. Intuyeron que el asunto se ponía color de hormiga y ¡hubieran dado todo lo que tenían por no estar ahí ese día!

Mejor Lola no hubiera dicho nada. Cuando Don Luis escuchó el nombre de Doña Rosaura, la bruja, entró en cólera. Márgara y Ana Isabel se levantaron y corrieron espantadas: sabían que se había prendido la mecha… ¡y de esa no se salvaban!

 “El miedo de Lola tiene nombre y apellido: Doña Rosaura.”