martes, 30 de diciembre de 2025

El amanecer: un cuento sobre el amor y la intimidad


Nota de la autora

La intimidad entre dos personas que se aman es profundamente hermosa y necesaria. Es el espacio sagrado donde el amor y el deseo dejan de ser ideas para convertirse en experiencia; donde lo sentido atraviesa la piel y alcanza el alma. Celebrarla es honrar el vínculo, el cuidado y la entrega mutua.


Su cuerpo yacía desnudo a un costado de la cama, abandonado como un secreto recién revelado. Estaba despierto, inmóvil, con los ojos fijos en la ventana. Observaba cómo la brisa fresca de la primavera se filtraba entre las cortinas, inflándolas y soltándolas una y otra vez, como un pecho que aprende a respirar. La habitación se iba llenando lentamente de aromas: el dulzor del jazmín, la promesa madura de los manzanos, el pulso agreste del orégano y el romero… y, por encima de todo, la fragancia de ella, esa que no tenía nombre y que, aun así, lo nombraba por completo. Estaba a su lado. Y eso bastaba.

Vivía para ese instante suspendido entre la noche y el día. Para despertar y presenciar el nacimiento del amanecer. Miraba la ventana como quien mira un altar, suplicándole a Dios que los primeros rayos de sol rompieran la penumbra y obraran, una vez más, el milagro.

Ocurrió.
Como una aparición sagrada, la luz comenzó a derramarse en la habitación. Avanzó despacio, sin prisa, tocándolo todo con dedos de oro pálido, como si mirara el mundo a través del velo de una novia. El espejo frente a la cama se transformó en un lago de plata quieta, donde se reflejaban las siluetas más hermosas que conocía: las de ellos, fundidas en una sola imagen.

Como cada mañana, todo estaba por comenzar… y esa certeza lo agitaba por dentro. Sin embargo, permanecía quieto, fingiendo el sueño. De pronto, sintió el leve movimiento del pie de ella, buscándolo, reconociéndolo en la oscuridad tibia de las sábanas. Contuvo el aliento. Cerró los ojos. No quería que supiera que estaba despierto, ni que todas las mañanas —con una devoción casi infantil— aguardaba ese despertar como quien espera una revelación.

Cuando los brazos de ella lo rodearon, su cuerpo entero se estremeció. El milagro había comenzado. Sus manos lo recorrieron con una lentitud deliberada, de arriba abajo, como el vaivén hipnótico de las olas al besar la orilla de un lago. Se acercaba tanto que podía sentir su aliento rozándole la piel, esa misma piel que se erizaba como hierba bajo la brisa del alba. Ella se encaramaba sobre él; el calor de su vientre se apoyaba en sus nalgas, y sus pechos suaves le rozaban la espalda, encendiendo una corriente silenciosa. Su rostro tibio se apoyó en su mejilla mientras lo besaba: los ojos, las orejas, cada rincón de su cara, sin dejar quietas las manos, que exploraban, que aprendían, que recordaban. Lo besaba de la cabeza a los pies, sin omitir nada, como si temiera que algo pudiera escapársele.

Cómo amaba ese peso sobre él. Ese calor. Esas caricias lentas, esos besos que parecían promesas. Solo Dios sabía cuánto la amaba.

Ya no pudo contenerse. Se dio vuelta y la sostuvo con firmeza, acomodándola para que quedara arriba, como a ambos les gustaba. El rostro de ella estaba iluminado por la mañana, y esa luz la volvía casi irreal. La tomó con las manos, desde las orejas hasta la nuca, y la atrajo hacia sí para besarla una y otra vez, perdiéndose en su boca, mientras avanzaba con suavidad, con devoción, buscando grabar en su memoria esa sensación de gloria que lo elevaba más allá de sí mismo, como si el firmamento descendiera a encontrarlos. Ella marcaba el ritmo con el vaivén de sus caderas; sus manos permanecían entrelazadas a las de él, anclándolo al presente.

Él la miraba fijo, con la respiración rota, como si el aire ya no alcanzara. Deseaba detener el tiempo, suspenderlo ahí, que esa mañana no terminara jamás. El placer que lo atravesaba era tan vasto como el miedo que, en silencio, lo acechaba: ¿qué sería de su vida, de sus días, si alguna mañana despertara y ella no estuviera a su lado?
En ese instante suspendido, comprendió que la respuesta no habitaba el futuro ni la permanencia. El milagro ya había ocurrido. Vivía en cada amanecer compartido, en cada caricia entregada sin reservas, en esa luz que ahora los envolvía como una bendición. Supo que el amor que los unía no dependía del cuerpo ni del tiempo: era una presencia honda y luminosa, una llama encendida para siempre en su interior. Y aunque algún día ella no estuviera allí al despertar, nada podría arrebatarle esa verdad: había sido amado así… y eso lo habitaría eternamente.


Epílogo

El amor es bendito.
Y expresarlo a través del roce de la piel es, quizá, la forma más honesta y profunda de decir te amo sin pronunciar palabra. Porque cuando los cuerpos se encuentran desde el amor, no se tocan solo entre sí: tocan lo sagrado
.



Nota: este texto fue escrito originalmente el 02/02/2010 y publicado —por primera vez— el 2011



2 comentarios:

  1. Que bello es este Amanecer tuyo Ana. Muyyyy bueno.

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  2. Gracias Tony, me alegro lo hayas disfrutado; Así deberían ser todos los amaneceres de las parejas enamoradas que comparten su vida, además de la cama... cada día un sueño, cada día una esperanza! saludos amigo.

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