Nota de la autora
La intimidad entre dos personas que se aman es
profundamente hermosa y necesaria. Es el espacio sagrado donde el amor y el
deseo dejan de ser ideas para convertirse en experiencia; donde lo sentido
atraviesa la piel y alcanza el alma. Celebrarla es honrar el vínculo, el
cuidado y la entrega mutua.
Su cuerpo yacía desnudo a un costado de la cama, abandonado
como un secreto recién revelado. Estaba despierto, inmóvil, con los ojos fijos
en la ventana. Observaba cómo la brisa fresca de la primavera se filtraba entre
las cortinas, inflándolas y soltándolas una y otra vez, como un pecho que
aprende a respirar. La habitación se iba llenando lentamente de aromas: el
dulzor del jazmín, la promesa madura de los manzanos, el pulso agreste del
orégano y el romero… y, por encima de todo, la fragancia de ella, esa que no
tenía nombre y que, aun así, lo nombraba por completo. Estaba a su lado. Y eso
bastaba.
Vivía para ese instante suspendido entre la noche y el día.
Para despertar y presenciar el nacimiento del amanecer. Miraba la ventana como
quien mira un altar, suplicándole a Dios que los primeros rayos de sol
rompieran la penumbra y obraran, una vez más, el milagro.
Ocurrió.
Como una aparición sagrada, la luz comenzó a derramarse en la habitación.
Avanzó despacio, sin prisa, tocándolo todo con dedos de oro pálido, como si
mirara el mundo a través del velo de una novia. El espejo frente a la cama se
transformó en un lago de plata quieta, donde se reflejaban las siluetas más
hermosas que conocía: las de ellos, fundidas en una sola imagen.
Como cada mañana, todo estaba por comenzar… y esa certeza lo
agitaba por dentro. Sin embargo, permanecía quieto, fingiendo el sueño. De
pronto, sintió el leve movimiento del pie de ella, buscándolo, reconociéndolo
en la oscuridad tibia de las sábanas. Contuvo el aliento. Cerró los ojos. No
quería que supiera que estaba despierto, ni que todas las mañanas —con una
devoción casi infantil— aguardaba ese despertar como quien espera una
revelación.
Cuando los brazos de ella lo rodearon, su cuerpo entero se
estremeció. El milagro había comenzado. Sus manos lo recorrieron con una
lentitud deliberada, de arriba abajo, como el vaivén hipnótico de las olas al
besar la orilla de un lago. Se acercaba tanto que podía sentir su aliento
rozándole la piel, esa misma piel que se erizaba como hierba bajo la brisa del
alba. Ella se encaramaba sobre él; el calor de su vientre se apoyaba en sus
nalgas, y sus pechos suaves le rozaban la espalda, encendiendo una corriente
silenciosa. Su rostro tibio se apoyó en su mejilla mientras lo besaba: los
ojos, las orejas, cada rincón de su cara, sin dejar quietas las manos, que
exploraban, que aprendían, que recordaban. Lo besaba de la cabeza a los pies,
sin omitir nada, como si temiera que algo pudiera escapársele.
Cómo amaba ese peso sobre él. Ese calor. Esas caricias
lentas, esos besos que parecían promesas. Solo Dios sabía cuánto la amaba.
Ya no pudo contenerse. Se dio vuelta y la sostuvo con
firmeza, acomodándola para que quedara arriba, como a ambos les gustaba. El
rostro de ella estaba iluminado por la mañana, y esa luz la volvía casi irreal.
La tomó con las manos, desde las orejas hasta la nuca, y la atrajo hacia sí
para besarla una y otra vez, perdiéndose en su boca, mientras avanzaba con
suavidad, con devoción, buscando grabar en su memoria esa sensación de gloria
que lo elevaba más allá de sí mismo, como si el firmamento descendiera a encontrarlos.
Ella marcaba el ritmo con el vaivén de sus caderas; sus manos permanecían
entrelazadas a las de él, anclándolo al presente.
Él la miraba fijo, con la respiración rota, como si el aire
ya no alcanzara. Deseaba detener el tiempo, suspenderlo ahí, que esa mañana no
terminara jamás. El placer que lo atravesaba era tan vasto como el miedo que,
en silencio, lo acechaba: ¿qué sería de su vida, de sus días, si alguna mañana
despertara y ella no estuviera a su lado?
En ese instante suspendido, comprendió que la respuesta no habitaba el futuro
ni la permanencia. El milagro ya había ocurrido. Vivía en cada amanecer
compartido, en cada caricia entregada sin reservas, en esa luz que ahora los
envolvía como una bendición. Supo que el amor que los unía no dependía del
cuerpo ni del tiempo: era una presencia honda y luminosa, una llama encendida
para siempre en su interior. Y aunque algún día ella no estuviera allí al
despertar, nada podría arrebatarle esa verdad: había sido amado así… y eso lo
habitaría eternamente.
Epílogo
El amor es bendito.
Y expresarlo a través del roce de la piel es, quizá, la forma más honesta y
profunda de decir te amo sin pronunciar palabra. Porque cuando los cuerpos se
encuentran desde el amor, no se tocan solo entre sí: tocan lo sagrado.
Nota: este texto fue escrito originalmente el 02/02/2010 y publicado —por primera vez— el 2011
Que bello es este Amanecer tuyo Ana. Muyyyy bueno.
ResponderEliminarGracias Tony, me alegro lo hayas disfrutado; Así deberían ser todos los amaneceres de las parejas enamoradas que comparten su vida, además de la cama... cada día un sueño, cada día una esperanza! saludos amigo.
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