Lola estaba sentada
a la mesa con sus hermanas y sus siete hijos. La comida era abundante y
deliciosa. A Lola le gustaba cocinar tanto como hacer el amor; ¡en ambas tareas
ponía atención a los detalles y gran sazón! Comían en la mesa de la cocina,
como siempre: una gran mesa de madera rústica, muy antigua —heredada de sus
bisabuelos— y cuadrada, de tres puestos por cada lado. Todos podían verse la
cara al mismo tiempo y seguir las charlas sin dificultad alguna. La mesa estaba
bien servida y todos disfrutaban de ella.
Entre bocado y
bocado, hacían un descanso y escuchaban las anécdotas de los chicos en la
escuela; reían con ellos o les daban consejos, según el caso. Era un momento
glorioso para todos, el más esperado del día: ¡todos estaban juntos y
compartían!
Cuando las tías
estaban en casa, los niños eran relevados de su obligación de ayudar a mamá a
levantar la mesa, lavar la vajilla y asear la cocina. Esto —a ellos— les
encantaba. Tan pronto terminaban, se levantaban, daban besos a sus tías y
solicitaban el permiso de su madre para retirarse, lo cual hacía Lola
prodigándoles un abrazo y un beso a cada uno. Hecho esto, salían corriendo al
patio a jugar con gran algarabía.
Lola se quedó con
sus hermanas haciendo las faenas de limpieza. Preparó un buen café y sacó una
deliciosa tarta de manzanas, nueces y miel que había horneado en la mañana. Se
sentaron y hablaron de lo que tantas ganas tenían de hablar: ¡la fiesta de cumpleaños!
—¿Alguna de ustedes
ha visto a Antonio? —preguntó Lola a sus hermanas, mirándolas con ansiedad para
ver cuál de las dos respondía.
—¡Yo lo vi, Lola!
El otro día fue de visita a la casa, acompañado de don Mario Macedo, presidente
del Partido Demócrata Cristiano, y de don Rigoberto Esculpi, presidente de la
Asociación Nacional de Sindicatos. Estuvieron encerrados en el despacho de papá
durante horas. Cuando salieron, yo estaba en el vestíbulo; todos me saludaron
con una inclinación de cabeza… salvo Antonio, que se quedó rezagado y me
preguntó por ti —se apresuró a contarle Irene Margarita, la segunda de las tres
hermanas.
—¿Sí? Pero cuenta,
¡cuenta detalles! ¿Cómo está él y qué le dijiste tú de mí? —le inquirió Lola a
Márgara —así la llamaban en casa— con un nerviosismo sin igual.
—¡Cálmate, hermana,
si no, no te cuento nada! Escucha: Antonio está más guapo que nunca. Su barba y
cabello rubio se han puesto canosos. Le queda muy bien, ¡se ve más varonil!
—dijo esto haciendo una mueca graciosa con la boca y parpadeando repetidamente—.
Y al preguntar por ti, lo hizo con la misma ansiedad que tú tienes ahora. Es
más, me dio esta carta para ti. —Márgara metió la mano en su bolso y le entregó
un sobre a Lola.
Se hizo un silencio
profundo, tanto que podía escucharse el latir del corazón de Lola. Esta se
quedó paralizada y dejó la mano extendida a su hermana. Después de unos
segundos que parecían interminables, Lola rompió el silencio.
—No, hermana, no
recibiré esa carta, no ahora, después de tanto tiempo que esperé por él. No sé
si lo que dice es para mi bien o para mi mal, y no lo deseo saber. Te pido que
se la devuelvas en persona y le comuniques que lo que me tenga que decir ¡me lo
diga a mí, de frente, el día de mi fiesta… ni antes ni después! —le dijo Lola a
su hermana con una seriedad terrible. Parecía que estaba a punto de llorar. Le
temblaba la voz, ¡se le estaba por quebrar!
Irene Margarita y
Ana Isabel cruzaron miradas; estaban extrañadas de la reacción de su hermana,
pero respetaron su decisión. En silencio terminaron de beber el café y de comer
la tarta. Se levantaron con prontitud, se abrazaron y se despidieron en un absoluto
e incómodo silencio.
—¡Ah, Lola! Mañana
nosotras recogemos a los niños a la salida de la escuela. La modista va para la
casa a tomarles las medidas a los niños para hacerles los trajes de fiesta.
Acércate a eso de las cinco de la tarde para que escojamos las telas de sus atuendos
y los nuestros. ¡No nos podemos dormir con esto! —dijo Ana Isabel, rompiendo el
mutismo impuesto por Lola, quien solo asintió con la cabeza en señal de
conformidad.
Por la ventana de
la cocina, Lola podía ver a los niños despidiéndose de sus tías; era una
adoración recíproca. Si algo le pasase a ella, sus hijos quedarían en buenas
manos.
Lola se quitó el
blanco delantal, tirándolo sobre la mesa. Se dirigió a su cuarto muy
lentamente: cada paso, un pensamiento; cada peldaño de la escalera, una
reflexión. Se paró frente al espejo de su alcoba, desnudándose lentamente
mientras pensaba en Antonio. Observó su cuerpo en detalle; con sus manos tocaba
sus senos y las deslizaba hacia las caderas.
—Estoy subida de
peso, pero me sienta bien. Mis senos están más llenos y mis caderas
redondeadas. Jamás pensé que algún día tendría que agradecer el haber sufrido
la inapetencia, las náuseas, los vómitos en mis siete embarazos y… claro, el
sexo con mis maridos me sirvió de mucho ejercicio. ¡Dios los tenga en la
gloria! —pensó Lola en voz alta, sonriendo de conformidad con su silueta.
Se vistió
apresurada, no fuese a subir alguno de los niños y la encontrase así… ¡sería
bochornoso!
“Con el
delantal tirado y los recuerdos a flor de piel, Lola supo que el verdadero
regalo de cumpleaños no estaba en un sobre… sino en el espejo.”
Me encanta la trama, necesito seguir leyendo, esto esta para hacer una novela entera, realmente engancha,
ResponderEliminarbesos
Rumiana
Gracias Rumiana, ya te mando la sexta parte. Besos y abrazos!
ResponderEliminarMuy interesante Madre, agregas cada vez más intriga al tema... una combinación de la simple cotidianidad, con una vida excepcional como la de Lola... voy a la VI... besos
ResponderEliminarGracias hijo, me satisface que te agrade esta lectura... Te AMO!
ResponderEliminarSigo avanzando, el relato esta emocionante. Que pasará con Lola?
ResponderEliminarLa Lola se la da importante!!! Rolo e viva que es.
ResponderEliminarMe agrada que te hayas entusiasmado con las historias de Lola, ya era hora! saludos amigo.
ResponderEliminar