“El confesor más joven, y el caos más viejo.”
Lola estaba
realmente preocupada. No podía obviar su intuición; ésta le decía que algo
sucedía. No era simple casualidad que tres hombres, bien conocidos y queridos,
fallecieran cerca de ella en circunstancias tan similares. Algo sucedía, y lo
descubriría. No pasaba por su mente vivir el resto de su vida bajo
murmuraciones y temores innecesarios. Lo dicho por Doña Rosaura, la bruja, le
impresionó más de lo que había imaginado. Era cierto que se asemejaba a la
realidad, pero no necesariamente era la verdad. ¿Sería una simple casualidad o
cosas del destino? No lo aceptaba como una profecía fatal. Sabía que acudir a
echarse las cartas no estuvo bien; para nada. ¡Era contrario a sus creencias
religiosas, a su fe! Esta era su principal causa de perturbación; las
habladurías estaban quebrantando su confianza en sí misma y sus convicciones, y
eso era… ¡totalmente inaceptable!
Como Ana Isabel
estaba a cargo de los niños, según lo acordado, Lola disponía de entera
libertad para hacer lo que debió haber hecho desde un principio: si algo
“extraño” sucedía, el más indicado para guiarla y ayudarla era Don José, el
párroco. Se bañó y vistió más rápido de lo que canta un gallo y, en cuestión de
minutos, ya estaba en la iglesia, prácticamente al cruzar la calle.
Vestida
apropiadamente y con una mantilla sobre la cabeza, Lola entró al sagrado lugar.
A esa hora, la iglesia estaba completamente vacía, envuelta en una atmósfera
mística. La dorada luz del sol del atardecer hacía que pareciera cubierta de
oro. Esa misma luz atravesaba los grandes vitrales multicolores, esparciendo
destellos mágicos por todo el recinto. ¡Ah! Las llamas de las velas encendidas
semejaban estrellas titilando en el firmamento. ¡Qué paz sentía allí!
Ciertamente, era su lugar preferido, más que la cocina y la alcoba. Las
sensaciones que esa estancia le brindaba… ¡no tenían comparación con nada!
Don José la vio
nacer y le impartió los sagrados sacramentos. Ofició, también, las misas de sus
difuntos abuelos y maridos. Lo buscó, pero no lo encontró por ningún lado, así
que se dirigió a la casa parroquial, anexa a la iglesia. Lo llamó en voz alta, pero
nada apareció. Se sentó a esperarlo en una de las bancas del patio central;
todas ellas eran de mosaicos pintados, tan coloridos como los vitrales. Desde
ahí podía ver cuando Don José llegara por la entrada del corredor principal.
Piaban las aves, olía a jazmines y también a rosas. Estaba fresca la tarde y se
sentía maravillosa. Aquel lugar la relajaba y la llenaba de la paz que
necesitaba.
Distraída en sus
pensamientos, fue sorprendida por un joven y apuesto cura.
—Buenas tardes, ¿en
qué puedo servirla? ¡Ah! ¿Es usted Doña Lola? —le dijo con amabilidad Don
Francisco, un sacerdote recién ordenado. Le explicó que el párroco, Don José,
se encontraba en la residencia del arzobispo discutiendo no sé qué asuntos. En
su lugar había quedado él encargado de la parroquia hasta que regresara.
—¡Ah! Entiendo… qué
mala suerte la mía. Necesitaba hablar urgente con él para que me sirviera de
guía. Usted no me puede ayudar, no me conoce… ¡mi larga historia le tendría que
contar! —le explicó Lola con cara de lamento.
—Por eso no debe
preocuparse. Don José me contó todo lo necesario sobre sus feligreses, para que
yo pudiera ayudarla —mientras le hablaba, el joven sacerdote veía extasiado a
Lola, como una aparición celestial. Su belleza estaba envuelta en una dulce sensualidad.
Su voz era clara y firme, melodiosa y rítmica como la cadencia de una marcha
militar, ¡agitando los latidos del corazón a su compás! Su mirada era intensa,
de esas que penetran hasta el alma. Solo verla… ¡ya era un pecado! Notó
—avergonzado— que algo bajo su sotana se agitaba. En conciencia de la emoción
que lo puso indispuesto, hizo corrección inmediata: tomó control de sus
pensamientos y emociones. ¡Eso creyó él!
—Doña Lola, sus
confidencias las oiré en el confesionario; así será un secreto de guardar, ¿le
parece? —No le dio oportunidad a Lola de contestar. Se puso en marcha, directo
al confesionario. Necesitaba poner distancia entre ese ángel y él… ¡o sería su
perdición! Lola lo siguió sin chistar.
Se arrodilló y
empezó a hablar. De vez en cuando Lola callaba, pues le parecía escuchar
—dentro del confesionario— unos golpeteos, como los que suenan cuando ella da
palmadas a sus hijos para que se calmen y guarden compostura. Pero, como
después se hacía silencio de nuevo, ella continuaba con sus cuentos.
—Que te quedes
quieto, carajo, que la cosa no es contigo, ¡qué vaina! —exclamó el padrecito
todo alterado, sin poder evitar que Lola le escuchara.
—¿Qué? ¿Qué dijo,
padre? —le preguntó Lola, toda extrañada, pues no comprendía nada.
—¡Nada! Es que aquí
he pillado un ratoncito que no se queda quieto y ya me tiene nervioso. Oiga,
Doña Lola, no se preocupe —le decía el padrecito algo inquieto—. Nada sucede
sin que lo sepa y perdone Dios. ¡Lo de usted es pura mala suerte! Si algún
pecado tuviera, yo la absuelvo de inmediato. Como penitencia le impongo tres
Padres Nuestros, un Ave María y una obra de caridad para el orfanato. Dicho
esto, la bendijo y salió del confesionario… ¡como alma que lleva el diablo!
Ya en la calle, el
cura Don Francisco —con el aire fresco— se sentía más aliviado. Si la sotana
fuera de hierro… ¡por todo el pueblo se hubiesen escuchado las campanadas! El
viejo párroco, Don José, nunca supo lo afortunado que fue. Si él hubiera estado
ahí en ese momento —en vez del joven Don Francisco— otro hubiera sido el
cuento, y Lola tendría en su haber, quizás, ¡el cuarto muerto!
“Advertencia: confesarse frente a Lola puede
alterar el pulso… y la sotana.”
JAJAJAJA demasiado bueno, éste es el que mas me ha gustado de todos, me hizo reír a carcajadas, están excelentes de verdad... no se como se le ocurren estas cosas, pero están geniales,
ResponderEliminarun beso
Rumiana
Gracias Rumiana, mi fiel lectora, amiga y consejera!
ResponderEliminarSe salvo uno! Una pregunta: Porqué todos son Don y ninguno Don Juan?
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