“Amor, fiesta… y un comunista que aprendió por las malas.”
Don Luis se encontraba tranquilo y relajado, pues
su adorada hija estaba completamente feliz al lado de su amado. Se había
retirado a fumarse un habano en uno de los corredores del patio, en un lugar
poco alumbrado. Allí repasaba su plan de aleccionar a Don Carlos Domínguez
Robaina, sobrino de su mujer, hijo de su comadre Matilde. Era un hombre
grandulón, muy alto y fornido, pero ¡era un comunista! En toda su vida no había
hecho nada sino criticar a los que lograban algo, vivir a costilla de los demás
y viajar por los países de radical izquierda, financiado —claro está— por el
partido comunista. Mientras hacía esto, no podía dejar de observar que Don
Mario y Don Federico le pisaban los talones a Lola y Don Antonio; algo tramaban
ese par de pendejos y no les iba a permitir que estropearan el amor de ellos.
Estos dos eran unos buenos para nada; estaban
allí —en esa fiesta familiar— por puro compromiso. Eran unos burgueses por
herencia y no por méritos propios. Bien vestidos, de buen hablar y de refinados
modales, pero sin nada bueno que aportar: ¡eran —simplemente— unos patiquines!
De repente, la sonrisa de Don Luis se amplió de oreja a oreja; habría de
modificar el plan inicial que tenía en la cabeza: incluiría a Don Mario y a Don
Federico para que ellos también aprendiesen la lección. Hizo discretos ademanes
con las manos llamando la atención de Doña Matilde, quien acudió de inmediato;
desde niños eran cómplices en todas sus fechorías.
Se estuvieron susurrando al oído, acordando lo
definitivo entre risas y carcajadas. Doña Ana, quien se ocupaba de que en el
agasajo todo marchara, estaba sentada en un sillón acomodando en la cabellera
de su nieta menor un listón. Disimuladamente observaba a su hermana y a su
marido; sabía que en algo andaban, pero no se preocupaba, solo la intriga la
embargaba. Los conocía bien y sabía que maldades no hacían: eran de nobles
sentimientos. Si algo les entretenía era impartir buenas lecciones; eran un par
de justicieros. Ella sonreía, como siempre, y llegado el momento les seguiría
la corriente para ayudarlos a ejecutar el plan de manera consciente.
En el gran patio central de la casa se
dispusieron tres grandes mesas. Una, donde se sentaron los hijos de Lola, los
nietos de Doña Matilde, los de Doña Sofía y los hijos de los empleados que con
ellos vivían y, por supuesto, las nanas —¡sin ellas se armaría las de San
Quintín! —. Era la mesa más vistosa y alegre; todos la miraban y estaban
admirados.
Una segunda, donde se sentaron Don Carlos y sus
dos hermanas, Don Mario, Don Federico, Doña Cándida y su marido, y el curita
Don Francisco, acompañados por las anfitrionas: Irene Margarita y Ana Isabel.
Y en la tercera, Lola y Don Antonio, los padres
de él y sus dos hermanas —una de ellas con su esposo—, el párroco Don José,
Doña Matilde y Don Carlos Emilio, su esposo… y, por supuesto, los anfitriones
Doña Ana y Don Luis, quien no podía ocultar su sonrisita de tramposo. Las mesas
estaban servidas con finas porcelanas, cristalería y cubertería de plata.
Empezó el movimiento. Desde la cocina los empleados traían bandejas repletas de
esos alimentos que hacen memorable cualquier evento.
Fueron sirviendo, uno a uno, a todos los
comensales en las mesas dispuestos, dejando para lo último a Don Carlos… el
comunista, quien ya se estaba impacientando y no disimulaba su descontento.
Llegado el momento de servirle, dos empleados se le acercaron: uno retiró los
finos platos, copas y cubiertos, mientras el otro le servía —en vajilla
ordinaria de peltre abollado— frijoles, carne guisada y patatas, con un vaso
rústico lleno de vino preparado en casa. Todos en esa mesa se quedaron
perplejos, tratando de que las mandíbulas no se les cayeran… ¡ni los ojos de
sus órbitas se les salieran! Don Carlos, evidentemente molesto por la
discriminación de la que era objeto, reclamó a los sirvientes por tal
insolencia. Ellos, totalmente impávidos, manifestaron seguir instrucciones
expresas.
Era obvio para Don Carlos que las mismas debían
provenir de los anfitriones; por lo que, retirando su silla —con gran
estruendo— se dirigió a la mesa de Don Luis, quien lo esperaba evitando
sonreír. Don Carlos se le apostó enfrente, con las manos en la cintura,
denotando su enojo por lo que él consideraba una afrenta.
—¿Qué significa esto, tío? —le inquirió muy
molesto.
Don Luis, con toda la paciencia que le
caracterizaba, se le acercó y le susurró algo al oído; inmediatamente dirigió
su mirada hacia Don Mario y Don Federico, quienes, como buenos chismosos,
estaban pendientes de ellos. Don Luis alzó la mano saludándoles y aquellos, por
pendejos, correspondieron.
—¿Ves? Como te dije, la idea fue de ellos.
Querían hacerte honores, que fueras servido según tus ideales, como un
proletario, y que no fueras ofendido al ser atendido como un banal burgués
—dijo esto muy serio y en bajísima voz, con el entrecejo fruncido, como si se
tratase de un secreto.
—¡Ah! ¿Así es la vaina, de eso se trata? Ya
aprenderán, ese par de rufianes, lo que es meterse con un Domínguez Robaina
—dijo esto en alta y clara voz, al mismo tiempo que se regresaba, furibundo, a
la mesa donde le habían asignado su puesto, y a los patiquines también. Agarró
su silla y la echó a rodar; de un solo halón tiró del mantel, desparramándose
todo lo habido sobre la mesa por el suelo. Los que allí se encontraban,
instintivamente, se pusieron de pie para salvarse de ser salpicados por aquella
confrontación. Don Carlos arremetió primero contra Don Federico, que se
encontraba a su izquierda, metiéndole un derechazo; luego, contra Don Mario, a
su derecha, metiéndole un izquierdazo. Fueron tan fuertes los puñetazos que
ambos salieron disparados a varios metros de distancia, quedando inconscientes.
Don Carlos se sacudió las manos y se sobó los
nudillos; era señal de que le dolían. Con la misma velocidad con la que golpeó
a los patiquines, salió del lugar dando un gran portazo, no sin antes ser
alcanzado por una de sus hermanas. Detrás de ellos solo se oían la gritería y
el llanto de los niños y, también, de algunas mujeres. Lola y Don Antonio no
presenciaron este espectáculo, pues en un descuido de sus padres y del resto de
los invitados ¡para otro lugar escaparon!
“Don
Carlos descubrió que ser comunista en casa de Lola… ¡no paga!”
El mensaje esta mas que claro y totalmente adaptado a la realidad del país, quien sabe, tal vez un relato como éste abra los ojos de muchos, me encanta como se entrelazan tantos temas y de que forma tan delicada,
ResponderEliminarRumiana
El relato va bien, tal vez un poco rapido y debes medir el tiempo entre un evento y otro. Claro, es el estilo.Apareció la política y Don Antonio va al matadero...no pienen mal, es que puede quedarse tieso.
ResponderEliminarHola Rumi, hola Néstor... gracias por seguir la historia!
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