“Entre hilos, telas y secretos, ¡las costuras nunca fueron tan indiscretas!”
Había llevado a los
niños a la escuela y, como sus hermanas los recogerían a la salida, volvió a su
casa a preparar unos pastelillos salados y unas tartaletas de ciruelas, para
disfrutarlos en la tarde con la modista en casa de sus padres. La cocina, su lugar
preferido después de la alcoba, olía a guiso, esencias aromáticas y frutas
caramelizándose. Cocinaba con entusiasmo y pasión, como si le estuviese
haciendo el amor a Antonio… ¡su primer amor, su amor de siempre! Preparó el
canasto con los pastelillos y tartaletas, agregando algunas frutas frescas de
su jardín. Se bañó y se vistió para la ocasión.
Lola caminaba a
casa de sus padres muy lentamente, como si quisiera alargar el sendero y darse
tiempo para pensar en él: Antonio. Extrañamente, desde que su hermana le enseñó
la carta que él le enviara, algo había cambiado en sus sentimientos. Sentía un repentino
desapego, un rechazo hacia él. Tanto que lo había amado y esperado su regreso…
y ahora, sentía como si se apagara la llama que mantuvo siempre encendida.
¿Sería, acaso, soberbia y sed de venganza? ¿Querría que él sufriera como lo
hizo ella en su espera? No tuvo tiempo de darse respuesta alguna: ya estaba
frente a la casa de sus padres. Respiró hondo y exhaló profundamente; no quería
que nadie notara la perturbación que Antonio le causaba.
Apenas entró en la
casa se percató de la gritería, ¡y de dónde provenía! Pasó directo al salón de
té, donde su madre solía reunirse con sus íntimas amigas y con aquellas damas
–que no eran sus amigas– pero a las que el protocolo obligaba a recibir. Allí estaban
sus hermanas con la modista y sus siete hijos, quienes, al verla, salieron
corriendo hacia ella rodeándola en tiernos abrazos. Ella, de inmediato, los
miró con cara de que no entendía lo que allí pasaba; los niños procedieron a
sentarse en perfecto orden y silencio. Entendían, sin duda alguna, cada gesto
de su madre.
Lola abrazó a sus
hermanas y luego a doña Cándida, la modista. Esta mujer era quien les hacía los
trajes desde niñas y la que confeccionó sus dos vestidos de novia: el primero
blanco, el segundo negro, porque era viuda, y como viuda se entregaba. Eso fue
motivo de muchas habladurías, pero a Lola poco le importaba; al final de
cuentas, todos reconocieron lo bien que le quedaba, más aún Don Fernando –que
Dios lo tenga en su gloria–, quien le alabó su elegancia de infinitas maneras.
—Lola, cariño, ¡qué
guapa estás! No has cambiado nada —le dijo mientras la besuqueaba en la cara y
la hacía girar en torno a ella para observarla.
—¡Vamos, Cándida! El tiempo no perdona y yo no soy la excepción —respondió Lola
con una gran sonrisa y un prolongado abrazo.
Entregó la canasta
a sus hermanas, quienes dispusieron su contenido sobre la ya servida mesa de
té. Todos los niños habían pasado por las manos de la afable Cándida, quien les
tomó las medidas estableciendo sus tallas. Faltaban su madre, las hermanas y ella.
Irene Margarita se llevó a los niños a la cocina para que merendaran. Los dejó
al cuidado de las nanas. Al regresar, ya estaba su madre con el resto de las
mujeres, examinando el muestrario de telas que Cándida había traído para que
escogieran.
Retazos de finas
telas —sedas, gasas, tafetanes, shantung, rasos, muselinas, terciopelos,
satenes y organzas— se encontraban esparcidos sobre la mesa, el sofá y las
alfombras… eran un gran y bello muestrario de piezas traídas de Italia,
Francia, Inglaterra, Turquía, Marruecos, India, China… ¡y quién sabe de dónde
más! Cándida era una empedernida viajera, la mejor modista de la Capital, y sus
telas eran famosas por su belleza y calidad. Estaban tan emocionadas con el
próximo evento que formaron un jolgorio.
—Les tengo algo que
contar… —empezó Cándida con el chismorreo—. ¡Lola, tienes un admirador muy
apasionado!
Lola se ruborizó;
pensó que le hablaría de Antonio, pero no: Cándida se refería a don Clemente
Baptista, el dueño de la funeraria que se encargó de dar cristiana sepultura a
sus dos maridos.
—Yo fui a visitarlo
—prosiguió Cándida, quien era una mujer mayor, regordeta, extravagante y muy
acicalada— para entregar un pedido que él me había hecho, pues, como ustedes
saben, yo también visto a los muertos. Como no lo encontré en su despacho,
entré a buscarlo por la confianza de años que le tengo y, aunque no lo veía, lo
escuchaba con claridad: “Lola, Lolita, que eres mía”, lo decía una y otra vez.
Entonces, no aguanté la curiosidad, pensando que Lola estaba con él… —hizo una
pausa y miró la cara de sus interlocutoras, quienes la veían con expresión
atónita y prestaban toda su atención al relato—. Corrí la cortina del vestidor
de un solo tirón y me encontré a don Clemente con los pantalones y calzones a
los tobillos; con una mano en donde ustedes ya saben y la otra en la pared,
creo que para sostenerse en pie. Al principio me asusté y luego, al comprender
de lo que se trataba… ¡me ruboricé! Al darse cuenta de que lo había pillado en
tan menudo trance, se avergonzó tanto que se desmayó. Entonces, la asustada fui
yo, ¡creí que mi imprudencia le había provocado un infarto! Pero solo fue un
susto; don Clemente se encuentra bien. Les cuento esto no por murmurar, sino
para que estés pendiente, Lola; no vaya a ser que te cases de nuevo y, cuando
al marido lo vayas a enterrar… ¡el que te “entierre” sea don Clemente!
Las mujeres ya no
podían aguantar la risa y estallaron en carcajadas, no por burlarse de don
Clemente —a quien tenían en gran estima por haber sido amigo del abuelo de
Lola—, sino por la gracia y la admiración que les causaba la fogosidad mental
del anciano, ¡próximo a cumplir los noventa años! De repente, Ana Isabel se
levantó horrorizada:
—¡Qué asco! Esta
mañana me encontré a don Clemente y me saludó tomándome de las manos —dijo
mientras se las restregaba, una y otra vez, frenéticamente, en la falda de su
vestido.
“Cuando las costuras se sueltan, lo que se
descose es la compostura.”
Que imaginacion!!! Además de vengativa la tipa martiriza a los viejitos verdes. Es peligrosa la Lola.Cuantas victimas faltaran?
ResponderEliminarajajaj Néstor, peligrosa es la psiquis del hombre!
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