sábado, 19 de febrero de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: ( 3 ) LOS HIJOS DE ELLA...





"Entre camas rotas, viudez repetida y siete muchachitos traviesos, Lola demuestra que ser madre y viuda… ¡es deporte extremo!"

Lola se estaba volviendo loca. Su marido las mañas no perdía. Tenía que asegurarse de que los niños estuviesen atendidos antes de que él llegara. Fernando y ella cumplirían, la semana entrante, tres años de casados. Ya tenían tres hijos, más los cuatro del difunto Gallardo: ¡eran siete, todos seguiditos! Eran buenos chicos, muy educados y considerados. Los Gallardo eran blanquitos, con el cabello lacio y negro como su padre, con los ojos azules de ella; los De Sousa eran rubios y de ojos verdes. ¡Todos muy guapos!

Ella estaba orgullosa de sus hijos, pero entre el marido y ellos empezaba a cansarse. Sus ojos no brillaban como antes, tenía ojeras y había perdido la sonrisa. Solo cuando hacía su ronda nocturna para asegurarse de que los niños estuviesen dormidos, cálidos y seguros, se detenía frente a cada uno de ellos y, entre bendiciones y agradecimientos a Dios por su existencia, sonreía al verlos… ¡dormidos y quietos!

Apenas Lola tocaba la cama, Fernando le brincaba encima; de milagro ella respiraba. La subía, la bajaba, la volteaba, la zarandeaba; “ponte aquí, ponte allá, ponte así” … ¡la pobre Lola parecía una muñeca de trapo! En una sola noche la desvestía varias veces y no había lugar de la habitación donde Lola no hubiese estado encaramada. ¡No es que no le gustara, sino que las fuerzas le faltaban!

A duras penas se levantó por la mañana, y eso lo hizo porque los chiquillos entraron al cuarto a despertarla. Entre risas y algarabía lograron sacarla de la cama.

—Mamá, mamá, ¿de qué se ríe don Fernando y qué tiene debajo de la sábana? —le preguntó Juancito, el mayor de los varones, señalando con su dedo un bulto que se erguía entre las piernas del marido de su madre.

Don Mario Cáceres, quien antes fungía como secretario de don Fernando cuando era Prefecto, asumió el cargo al ser electo este como alcalde. Era a él, ahora, a quien le correspondía examinar el cadáver y determinar si fue por causa natural o no. Allí estaba —con esa cara de pendejo— viendo lo que de don Fernando quedaba: tenía esa sonrisa celestial y estaba erecto… ¡igual que don Gallardo cuando le tocó su momento!

Al Partido de Gobierno no le interesaba una mala publicidad en esos tiempos, ya que pronto serían las nuevas elecciones, las cuales adelantarían por el infortunado evento. Don Mario, el actual Prefecto, había recibido precisas instrucciones de cómo proceder: hacer el levantamiento del cadáver y expedir el acta de defunción respectiva para que se efectuase la pronta y cristiana sepultura.

Esta vez las murmuraciones fueron más fuertes y permanentes; todos comentaban, y así lo creían, que la viuda a sus maridos mataba o… ¡los tenía envenenados! Durante dos años y medio, Lola tuvo que aguantar el escarnio público al cual había sido expuesta por las malas lenguas. No obstante, ella —como siempre— caminaba erguida y muy altiva, sin hacerles caso.

No sucedía lo mismo con los niños: en la escuela los molestaban y de su madre se burlaban. Esto cambió la conducta de ellos para con Lola. Se habían puesto rebeldes y el caos reinaba en la casa.

Lola meditó mucho y concluyó que, para grandes males, grandes remedios; la decisión debía ser drástica. Armándose de valor, y con mucho dolor porque a sus hijos amaba, los reunió a todos en el salón de la casa. Así, con el aspecto de bruja y de loca furibunda que tenía, del agobio que la embargaba, se dirigió a ellos:

—Los he educado bien, con amor y esmero, pero se han vuelto en mi contra por comentarios de la gente de este pueblo. Pues bien, ahora les digo: o se comportan y me obedecen o los envío a todos a un orfanato y, créanme, no estoy jugando, hablo muy en serio. ¡O lo que es peor, al igual que a sus padres… los mando al cementerio!

Los niños enmudecieron del pánico. Se quedaron quietos, como si fueran de palo y sin quitarle la vista a su madre, por si acaso.

—Ahora, todos se van a sus cuartos, los ordenan y ayudan a sus hermanos menores a hacer lo mismo. ¡No quiero ni un grito ni un llanto, solo quiero silencio para mi descanso!

Los niños, uno a uno, en perfecta y silente fila india, subieron a sus habitaciones.

Lola sonrió por primera vez en mucho tiempo. Había sido muy dura y cruel con los niños, pero era un mal necesario. Con el tiempo, cuando las cosas se calmaran, ella recobraría el respeto, el amor y la confianza de sus amados hijos.

Durante varias noches Lola durmió profundamente, recuperando su semblante y su sonrisa. Al cabo de unas semanas volvió a ser la de antes, dando —nuevamente— de qué hablar a la gente.

"Con una amenaza de orfanato y cementerio, Lola logró silencio absoluto. ¡Mano dura, descanso seguro!"


4 comentarios:

  1. joder.. con intriga estoy y con intriga voy para el cuarto capítulo...

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  2. ajajaja gracias Don Francisco, cuidese usted de no aparecer en uno de los episodios de Doña Lola!

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  3. La propia Viuda Negra!!! Bien lejos. Mejor me quedo con las hermanas.

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