Nota de la Autora
A quien lea estas páginas,
A quien respire mientras recorre estas líneas,
A quien llegue a este libro por destino, curiosidad o pura necesidad de
compañía:
Quiero decirte algo que he aprendido a través de los
años, a través de las pérdidas, las mudanzas del alma, los silencios que duelen
y las bendiciones que sorprenden:
la vida es hermosa incluso cuando no sabe que lo es.
A veces, el camino parece torcido.
A veces, los días se tensan como cuerdas que están a punto de romperse.
A veces, el tiempo nos arranca cosas que amábamos, personas que necesitábamos,
lugares que creíamos eternos.
Y aun así… aun así…
si miramos con los ojos del alma, algo siempre brilla.
He descubierto —no en teoría, sino en carne viva— que no
existe una vida perfecta, pero sí existe una vida bendecida.
Una vida que, con todos sus errores y horrores, con sus triunfos pequeños, con
sus amores fugaces o desbordados, sigue siendo digna de vivirse.
Y más aún: digna de contarse.
Cuando elegimos agradecer, algo dentro de nosotros cambia
la forma de respirar.
El dolor no desaparece, pero se acomoda.
La alegría no se convierte en ruido, sino en luz.
Y lo cotidiano —un saludo, una fruta, una calle, una mirada— se vuelve milagro.
Este libro nació de mi historia —como la de millones de personas— pero también del deseo profundo de recordarle al mundo que ninguna existencia es una pérdida de tiempo.
Cada ser humano, incluso aquel que se siente pequeño, tardío, roto o
innecesario, guarda dentro un universo entero.
Por eso escribí.
Por eso comencé a hablar desde los pliegues del tiempo.
Porque comprendí que la vida no me debía nada…
y aun así me lo ha dado todo.
Si algo deseas llevarte de estas palabras, que sea esto:
Estás a tiempo. Siempre.
Para mirar distinto, para sentir profundo, para agradecer lo que duele y lo
que sana, para amar, aunque sea imposible, para abrazar, aunque sea breve, para
vivir, aunque la vida parezca un misterio.
Gracias por acompañarme en esta travesía.
Gracias por leerme.
Gracias por existir.
— Ana Margarita Pérez Martín
Prólogo
Dicen que el espejo nunca miente, pero para aquella mujer,
de piel blanca como el albo de una flor recién abierta, el espejo era apenas un
vidrio mudo, incapaz de contener lo que ella era. Cada mañana, mientras la luz
temprana se derramaba sobre sus mejillas como un oro tibio, veía cómo el tiempo
delineaba su rostro: la piel suave donde el sol había puesto sus caricias; un
par de cejas densas y rebeldes como ramas jóvenes; y unos ojos que alguna vez
fueron grandes, pero que el paso de los años había ido achicando, bajando
lentamente las persianas. Antes habían sido el suelo de un bosque vivo; ahora,
un charco que se secaba. Aun así, en ciertos momentos parecían encenderse desde
dentro, como si guardaran un pequeño amanecer.
Su cabello negro, ondulado, bailaba alrededor de su rostro
con la libertad de una nube sin cadenas. Era una mujer madura, pero su alma
conservaba la elasticidad de una adolescente que todavía no teme al calendario.
Cada día, al despertar, sentía un cosquilleo cálido en el pecho, como si la
vida la tocara con la punta de los dedos para recordarle que seguía ahí,
ofreciéndole un nuevo capítulo.
A veces tenía la impresión de que su reflejo pertenecía a
otra historia. El vidrio parecía un río donde flotaba la imagen de alguien más.
Pero lo que hervía dentro de ella —esa corriente vibrante que no dejaba de
cantar— ningún espejo podía capturarlo.
Ella habitaba en los pliegues del tiempo, donde el alma es
más ancha que los minutos y el presente se expande como un pañuelo de seda
lleno de colores.
Su secreto era sencillo, pero inalcanzable para muchos:
vivía el presente con una devoción absoluta. Lo respiraba como se respira una
fragancia amada; lo tocaba como se toca un pétalo frágil para no romperlo. Y,
en ese mismo presente, dejaba entrar lo mejor de su pasado: las risas que
todavía huelen a café recién colado, los abrazos que conservan la textura de la
dicha, las canciones que siguen vibrando por dentro como cuerdas vivas.
También caminaba con la seguridad de un futuro luminoso. No
lo imaginaba: lo sentía. Como quien avanza hacia el mar sin verlo aún, pero
reconoce su llegada por la maresía: ese olor vivo y salino que roza la piel
antes de escuchar el murmullo de las olas llamando desde lejos.
Ella atribuía esa manera de vivir a Dios.
Sentía —en lo más profundo, donde el pensamiento se vuelve
oración— que cada giro inesperado, cada aparente tropiezo, cada vacío que la
vida le obligaba a cruzar, estaba colocado con precisión divina para acercarla
a un destino que solo Él conocía. Nada era castigo. Todo era camino.
Solía sonreír incluso cuando el viento llegaba frío. Y su
sonrisa —ancha, templada, sincera— tenía un efecto extraño en quienes la
rodeaban: les acomodaba el alma, como si dentro de ellos alguien sacudiera el
polvo y abriera una ventana.
Una noche, el tiempo se le abrió como una fruta madura.
La música vibraba en el aire, profunda y envolvente. Los
cuerpos danzaban cerca del suyo, sudorosos y alegres, celebrando el privilegio
de latir. La luz multicolor se quebraba en sus rizos, volviéndolos chispas que
ascendían y descendían con cada respiración.
Entre el sonido, los pasos y el aroma dulce del lugar, algo
dentro de ella se soltó. Su alma —ese animal luminoso que llevaba dentro—
avanzó unos centímetros más rápido que su cuerpo. La habitación se llenó de
movimientos dorados, y sus ojos, enmohecidos por el paso del tiempo, se
encendieron como praderas húmedas al amanecer.
Por un instante perfecto, sintió que caminaba hacia un
futuro que aún no había nacido, pero cuyo gozo ya la rozaba como una brisa
caliente en la nuca.
El suelo vibraba bajo sus pies. Su mente volaba por encima
de la multitud.
Era libertad.
Era plenitud.
Era revelación.
Aquella noche no pertenecía a un instante común. Era un
pliegue del tiempo: un espacio donde el pasado dejaba caer su luz y el futuro
depositaba un susurro de promesa.
Cuando regresó a casa, con el perfume de la noche aún
adherido a la piel, se detuvo frente al espejo. Allí estaba el rostro que el
mundo veía: piel madura, cansancio, las huellas firmes y cariñosas que la
existencia había dibujado. Pero sus ojos —esos ojos que parecían sostener un
pequeño milagro en cada brillo— lo desmentían todo.
Esta vez no apartó la mirada.
Acercó la punta de los dedos al vidrio frío, como quien toca
el agua de un lago antes de zambullirse, y murmuró con una gratitud cercana al
rezo:
—Gracias por acompañarme. Tú no eres una jaula. Eres mi
puente hacia lo que Dios quiere para mí.
Sonrió. Y su sonrisa se desplegó como un jardín recién
regado.
Desde ese día dejó de preguntarse por qué su alma iba
siempre unos pasos adelante de su cuerpo. Aceptó su naturaleza: alma veloz,
espíritu danzante, cuerpo que acompaña al ritmo que puede. Y cada uno de esos
ritmos era perfecto en su imperfección.
Quienes se cruzaban con ella la sentían antes de verla.
Había en el aire un vibrar suave —como el canto lejano de un violín o el aroma
discreto de una fruta dulce— que anunciaba su presencia.
Su alegría no era ruidosa: era cálida.
Su fe no era discurso: era aire.
Su amor no era doctrina: era sustento.
Quien llegaba con pesares se iba ligero.
Quien llegaba perdido encontraba dirección.
Quien llegaba roto descubría que aún podía brillar.
No tenía ningún don especial, solo existía a conciencia.
Porque ella no enseñaba:
irradiaba.
No corregía: acompañaba.
No predicaba: vivía.
Amaba.
agradecía
Y vivir, para ella, era la forma
más completa de agradecerle a Dios.
Así continúa su historia: una mujer sin nombre, definida no
por letras sino por sensaciones;
una mujer que lleva un amanecer en los ojos;
una mujer que habita en los pliegues del tiempo;
una mujer que descubre —cada día, sin cansarse— que la vida no es una línea
recta,
sino un milagro que se abre y se abre, como un libro infinito escrito en tinta
de luz.
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