EPÍLOGO — Cuando la Vida se Mira desde el Último Pliegue
Al final, cuando la mujer sin nombre miró hacia atrás, no
vio una línea recta, ni un camino organizado, ni una historia que pudiera
resumirse en una frase. Lo que vio fueron pliegues: dobles, capas, bordes
suaves donde el tiempo se había acomodado para enseñarle algo en cada curva. La
vida no le entregó conclusiones definitivas, pero sí le concedió un
entendimiento sereno, casi sagrado: siempre había estado a tiempo,
incluso cuando creyó haber llegado tarde.
Recordó la ciudad que le abrió los brazos cuando pensó que
ya no quedaban lugares para comenzar de nuevo. Recordó el amor que no pudo
tener en las manos, pero sí en el pecho. Recordó los silencios que la
transformaron sin pedirle permiso. Recordó Madrid, ese abrazo inesperado que la
sostuvo cuando ya no sabía quién era.
Y recordó, sobre todo, que había vivido con intensidad, que
había sentido todo. Que el tiempo —ese artesano que no se equivoca— le había
regalado una vida hecha de percepciones, de intuiciones, de presencias pequeñas
que ahora comprendía como grandes tesoros.
A medida que los días continuaron, sintió que ya no
necesitaba entenderlo todo. Que la incertidumbre también era hogar. Que su
misión no era atrapar el futuro, sino honrar el instante que la sostenía.
Así cerró su viaje: no con un final rotundo, sino con una
respiración profunda. Un exhalar suave que dejó en el aire una certeza íntima: lo
vivido había sido suficiente, lo amado había sido real, lo sentido había sido
suyo.
Y en esa aceptación amorosa, la historia encontró su forma
definitiva:
una vida que llegó a tiempo para sí misma.
— Madrid Habla
“Yo la vi llegar —dice Madrid con voz de piedra antigua y
brisa tibia—.
Llegó creyendo que venía tarde, que ya no quedaban silla ni rincón donde su
alma pudiera acomodarse. Caminaba con esa elegancia involuntaria de quienes han
vivido mucho, pero aún esperan algo más, aunque no sepan qué.”
“La observé desde mis balcones, desde mis aceras
gastadas, desde los árboles del Retiro que han escuchado historias más antiguas
que cualquier calendario. Y supe algo que ella no sabía: la estaba esperando.”
“Porque cada ciudad tiene habitantes que aún no han
nacido para ella. Y a veces, hija mía, sucede que alguien llega cuando la
ciudad ya tiene su forma perfecta… y aun así, cabe. Aun así, hace falta.”
“Ella era una de esas almas.”
“Se movía por mis calles como si buscara algo que había
perdido mucho antes de pisarme. Y sin querer, me ofreció aquello que ni
siquiera sabía que traía consigo: una mirada capaz de encontrar belleza donde
otros solo ven tránsito.”
“Yo sabía que huía de ausencias, de silencios, de
renuncias que se le habían pegado a la piel. Sabía también que le dolía llegar
tarde. Pero déjame decirte una verdad que los humanos olvidan: nadie llega
tarde a donde verdaderamente pertenece.”
“Ella no lo entendió al principio. Creyó que yo la acogía
por compasión. Qué ternura me dio su error. No era compasión: era
reconocimiento.”
“Porque Madrid, hija mía, no necesita más edificios. Ni
más turistas. Ni más ruido.
Madrid necesita miradas que la vean, corazones que la sientan, almas que la
escuchen.
Y la suya fue una de esas raras presencias capaces de nombrar mis calles sin
pronunciar palabra.”
“Me perteneció sin posesión. Me amó sin expectativas. Me
recorrió sin prisa. Y en cada esquina donde apoyó su sombra, dejó un trocito de
luz.”
“Ella cree que yo la sostuve. Y es verdad.
Pero también es cierto que ella me completó en un sitio secreto, invisible,
íntimo, donde las ciudades guardan sus memorias más vivas.”
“Cuando parta —porque todos parten—, no se llevará nada
mío.
Pero yo me quedaré con todo lo que ella dejó.”
“Y eso, hija mía, es lo que pocos entienden:
no siempre es la persona la que necesita un lugar.
A veces, es el lugar el que necesita a la persona.”
Madrid guarda silencio un momento. Luego, como un susurro
que se mezcla con el viento entre Gran Vía y Atocha, concluye:
“Ella no llegó tarde. Llegó cuando yo la llamé.”
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