Reflexión introductoria
A veces Dios nos conduce a lugares que no pedimos,
pero que Él ya había preparado mucho antes de que nosotros imagináramos llegar.
Los hogares que encontramos en ese camino no son simples espacios: son altares
silenciosos, escogidos para que el alma respire después de largos trayectos.
Este capítulo abre la puerta a uno de esos altares.
Una casa humilde que recibe a quien ha cruzado mares, memorias y desiertos
internos, una mujer cuya luz viene afinada por la prueba.
En esta llegada nueva, la vida no empieza de cero:
empieza desde lo sagrado que ha sobrevivido.
Cada rincón de su nuevo hogar se convierte en un acto
de gracia:
la fruta como milagro cotidiano,
el toque como oración viva,
la mirada como puente donde Dios se asoma.
Quien entra a esta casa no sólo habita un lugar:
entra en un tiempo distinto, un tiempo donde lo invisible guía cada gesto.
Que esta lectura nos disponga a ver cómo el Espíritu acomoda lo que parece
disperso,
y cómo, en lo pequeño, Dios vuelve a pronunciar Su voz.
Su nueva casa en Madrid era pequeña, cálida, simple.
El tipo de hogar que parece no tener historia hasta que uno entra y comprende
que la historia empieza justamente ahí.
Había llegado cruzando el Atlántico,
un viaje inverso al que emprendieron sus ancestros cuando huyeron de la
hambruna y las guerras.
Ellos escaparon hacia América.
Ella regresó a Europa.
Generaciones separadas por océanos, unidas por la misma búsqueda de paz.
Desde la cocina podía ver la calle.
Le gustaba observar a la gente pasar mientras sus dedos acariciaban las frutas
sobre la mesa. No las tocaba como objetos, sino como bendiciones.
Cada naranja, cada manzana, era un milagro silencioso que Dios depositaba en su
día.
Algunos de las personas que veía pasar por la acera caminaban
deprisa, con el abrigo flotando detrás como una sombra que no alcanzaba su
paso; otros avanzaban lento, mirando el móvil, discutiendo en voz baja o
llevando bolsas de un mercado cercano.
Ella los observaba con ese brillo en los ojos donde convivían siglos,
generaciones, viajes, pérdidas y renacimientos… llena de convicciones, de
secretos tiernos, de aceptación profunda.
Una sonrisa de quien sabe de qué va la vida y no necesita explicarlo; de quien
había entendido sus enigmas sin necesidad de resolverlos todos.
Tenía otras costumbres peculiares:
al saludar, tocaba.
Una necesidad casi instintiva de conectar.
Un brazo.
Un hombro.
Una cabeza.
Una espalda.
Una cintura.
Donde cayera su mano, caía una chispa de ella.
No era invasiva ni efusiva.
Era natural.
Tan natural como respirar.
Le bastaba encontrarse con alguien —un vecino, un vendedor
de pan, un desconocido de mirada cansada— para que su mano buscara un hombro,
un antebrazo, una espalda, el borde de una bufanda ajena.
A veces era un toque fugaz, como quien aparta un pétalo invisible del cuerpo
del otro.
Otras veces era un gesto más firme, un toque cálido, como si quisiera
recordarle a esa persona que existe, que es real, que está aquí en este
instante compartido.
No tocaba por necesidad de
atención:
Era su forma de comprobar que los otros existían.
De conectarse.
De descargar la energía que a veces parecía sobrarle;
tocaba por necesidad de sentir.
Era como si dentro de ella hubiera un río desbordante que necesitaba derramarse
para no romper las orillas.
O, quizás, como si su alma sólo pudiera comprender plenamente la existencia de
los demás a través del tacto.
Quien recibía ese gesto no lo repudiaba; quedaba sorprendido,
sin saber cómo reaccionar por algo que no sabía definir:
¿un atrevimiento, un estremecimiento, una calma, una chispa?
Como si, por un momento, la vida se organizara en el lugar exacto.
Y quien recibía ese toque, aunque fuera por accidente, le devolvía una sonrisa
—tocándola a ella de esa manera.
Y cuando le hablaba a alguien, lo hacía mirándole a los
ojos, como queriendo encontrar en el fondo de la mirada el traductor de las
palabras.
Si le esquivaban la vista, como niña traviesa que no se conforma con la intriga
de lo que ocultan unas manos detrás de la espalda, se agachaba, se ladeaba,
hacía lo necesario para hurgar en los ojos el significado verdadero.
Si no lo lograba, borraba de su memoria aquello a lo que no encontraba sentido.
Su memoria era selectiva; su alma, aún más.
Madrid empezó a cobrar vida, a adquirir significado para
ella; a cogerla de la mano y permitiéndole verla desde dentro… a iluminarse en
esos detalles.
No importaba el mes del año: aquella gran ciudad cada día encendía una nueva
luz cálida, dándole un sentido de pertenencia.
Cada día Madrid se vestía de Navidad.
Su casa, ese pequeño refugio madrileño, tenía un aroma
permanente a fruta fresca, café tostado y pan que a veces horneaba por las
tardes.
Las paredes parecían más cálidas que las de cualquier otro piso del edificio,
como si conservaran el calor de sus pensamientos.
Había libros apilados sin orden, fotografías que nunca colgó pero que tampoco
guardaba en los cajones, y plantas que crecían felices porque ella les hablaba
mientras lavaba los platos.
A menudo, mientras el agua corría, sentía que estaba de pie
entre dos mundos:
el viejo, el que se desmoronó bajo el peso de la injusticia;
y este nuevo, que se reconstruía cada día bajo la mirada misericordiosa de
Dios.
El dolor del exilio no la había ensombrecido.
Al contrario: la había afinado.
Le había dado un brillo nuevo, una profundidad casi sagrada, como esas maderas
que, tras el fuego, muestran vetas más hermosas.
No mencionaba mucho el pasado, pero a veces —cuando el
atardecer teñía el piso de naranja y una brisa fría entraba por la ventana—
recordaba la casa que perdió.
No con rencor.
Nunca con rabia.
Sino con un agradecimiento extraño, como quien agradece una puerta que, al
cerrarse, permite que otra se abra.
Sabía, sin duda alguna, que Dios había permitido cada
sacudida para moverla de lugar, para traerla a ese rincón del mundo donde su
alma podía ser útil, donde su sonrisa podía suavizar dolores ajenos, donde su
luz podía iluminar oscuridades que ella no sabía que existían.
Y desde esa nueva casa seguía viviendo en los pliegues del
tiempo, trayendo al presente lo mejor de todos los mundos que la habían tocado.
Un presente que convertía en oración,
en gesto,
en tacto,
en sonrisa,
en hogar.
Reflexión final
Cuando Dios permite un desarraigo, no lo hace para
romper: lo hace para redirigir.
Y en este capítulo la vida nos muestra cómo, en lo que parecía pérdida, Él
ocultaba un llamado.
La protagonista no llega a Madrid por casualidad;
llega porque la Providencia la ha ido llevando, como el agua a la tierra que la
necesita.
Su manera de tocar, de mirar, de bendecir sin palabras, revela ese don
silencioso que solo nace en las almas que han caminado por el fuego sin perder
la mansedumbre.
Su casa nueva no es solo refugio:
es terreno fértil donde Dios comienza a sembrar lo que ella aún no sabe que
debe dar.
Aquí comprendemos que el exilio, cuando se entrega, se convierte en ofrenda;
y que lo arrancado con dolor a veces es lo necesario para abrir un espacio más
puro dentro de nosotros.
Este primer capítulo nos recuerda que todo hogar
preparado por Dios es una respuesta,
y que cada llegada, por simple que parezca, lleva la huella de un propósito
eterno.
Que también nosotros, al leer, podamos reconocer las casas que el Espíritu nos
ha ido abriendo,
y aprender a habitarlas con la misma luz, humildad y gratitud.
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