lunes, 8 de diciembre de 2025

Los Pliegues del Tiempo, una vida que no llegó tarde. Cap. V

 

Reflexión inicial

Hay silencios que no vacían, sino que preparan.
Silencios que no duelen, porque nacen de la presencia amorosa de Dios.
Este capítulo nos invita a entrar en ese espacio sagrado donde la luz cae despacio y el alma, por fin, puede escucharse.
Aquí el silencio no es ausencia, sino un modo distinto de recibir:
recibir paz, recibir claridad, recibir a Dios hablando bajito.


El silencio no siempre fue su amigo.
Hubo un tiempo —lejano, pero no olvidado— en el que el silencio pesaba.
Un tiempo en que el silencio significaba ausencia, significaba espera, significaba lo que no llegó, o lo que llegó tarde, o lo que se perdió en un atardecer que ya no sabía cómo reconstruirse.

Pero Madrid le enseñó otra forma de silencio:
un silencio que no duele,
que no pregunta,
que no exige.

Un silencio que abraza.

Un silencio que, como un manto de terciopelo, cubre sin sofocar,
y sostiene sin consumir.

Ella empezó a entenderlo en su habitación, una mañana tibia.
El sol entraba despacio, como si también él respetara ese instante sagrado.
La luz se derramaba por las paredes, se recostaba en la colcha, se quedaba suspendida en el borde de sus pestañas.
Y en ese gesto luminoso, ella descubrió algo que le cambió la vida:

El silencio es Dios cuando decide hablar bajito.


Se quedaba de pie junto a la ventana, sintiendo la tibieza del cristal.
El sonido leve de la ciudad subía desde la calle, pero no rompía el silencio, solo lo acompañaba.
Era como una música invisible, como si Madrid respirara con ella.
Y ella, que en tantos lugares había sentido que no tenía espacio para ser, descubrían que ese silencio la quería entera.

En su pecho se abrían pliegues nuevos.
Pliegues de memoria, pliegues de gratitud, pliegues de fe.

El silencio tenía textura.
A veces era suave, como una brisa primaveral.
A veces era denso, como un abrazo largamente esperado.
A veces era claro, como agua recién nacida.
A veces era oscuro, pero nunca amenazante; oscuro como los ojos cerrados en oración, donde la sombra es solo un camino hacia la luz.

A ella le gustaba recorrer esos silencios.
El silencio del amanecer, cuando todo parecía en suspenso.
El de la tarde, cuando el día empezaba a recogerse.
El de la noche, cuando el mundo callaba por fin y solo quedaba lo que era verdadero.


Un día, mientras observaba el polvo de luz danzando en el aire, comprendió algo que la estremeció:
que el silencio no era vacío, sino plenitud.

En el silencio podía oír lo que nunca había sabido escuchar.
Podía oír su respiración, pero también la respiración del mundo.
Podía oír sus pensamientos más rápidos, hasta que se convertían en pensamientos más lentos, más suaves, más sinceros.
Podía oír la voz escondida de Dios cuando quería decirle algo sin palabras.

El silencio la transformaba.

Le devolvía piezas que había creído perdidas.
Le regalaba paz sin condiciones.
Le mostraba que la vida no se medía por lo que se dice, sino por lo que se comprende.

Y ella comprendía.
Cada día comprendía un poco más.

Comprendía que no necesitaba gritar su historia para que fuera real.
Que no necesitaba explicar su dolor para justificar su esperanza.
Que no necesitaba defender su fe, porque la fe verdadera no se defiende:
se vive.


El silencio también la sanaba.

En él colocaba sus nostalgias, sus fragmentos, sus ilusiones pequeñas.
Y el silencio las sostenía, como un cuenco de barro tibio, sin dejarlas caer.

Había tardes en las que se sentaba en el suelo, recostada contra la pared, escuchando ese silencio que parecía venir de un lugar muy remoto.
Era como si el tiempo mismo le hablara.
Como si los pliegues invisibles del universo se abrieran para ella, recordándole que nada estaba perdido, que nada había sido en vano, que el amor —incluso el imposible— tenía un sentido profundo que aún no alcanzaba a descifrar, pero que sentía, con ternura, que era bueno.

Porque el amor, cuando es verdadero, nunca destruye.
Solo transforma.
Y el silencio era el terreno fértil donde esa transformación ocurría.


Ella descubrió entonces algo más íntimo, más delicado, más suyo:

El silencio no era la falta de amor.
Era la forma que el amor tenía de acomodarse dentro de ella.

Ese amor imposible, hecho de miradas, sonrisas ruborizadas y tiempos que no coincidieron…
ese amor vivía en el silencio.
Y en ese silencio no dolía.
Al contrario, se volvía luz.

Una luz discreta, pequeña, pero suficiente para iluminar sus mañanas.
Una luz silenciosa que acompañaba sin reclamar nada, sin exigir destino, sin pedir explicación.

El silencio le enseñó a amar sin miedo.
A amar sin poseer.
A amar sin finales definidos.
A amar solo porque amar era, en sí mismo, un acto de fe.


Con el tiempo —ese tiempo que ella honraba, que ella escuchaba, que ella abrazaba— el silencio dejó de ser algo externo.

El silencio se volvió casa.
Se volvió refugio.
Se volvió oración sin palabras.

Y en ese silencio, ella se encontró a sí misma como nunca.

Se encontró sin ruido, sin máscaras, sin deberes, sin exigencias.
Se encontró completa en su imperfección, hermosa en su fragilidad, bendecida en su camino.
Se encontró sostenida por una fuerza mayor, una fuerza que reconocía sin cuestionar: el amor absoluto de Dios.


Ese entendimiento la transformó para siempre.

A partir de entonces, cada silencio era un regalo.
Cada pausa, una oportunidad.
Cada instante sin sonido, un espacio para escuchar la voz más verdadera:
la de su alma, alineada con la de Dios.

Y así, en los silencios que Madrid le regaló, ella renació.
Se rehizo.
Se reconstruyó.
Se volvió mujer nueva, sin necesidad de nombre, porque su identidad estaba hecha de luz, de tiempo, de fe.

De silencios que sanan.
De silencios que sostienen.
De silencios que transforman.


 Reflexión final

El capítulo nos deja una verdad sencilla y profunda:
cuando el silencio es habitado con fe, deja de ser vacío y se convierte en hogar.
Allí el corazón se ordena, las memorias se suavizan y el amor encuentra un lugar para transformarse sin herir.
En ese silencio, Dios sostiene y renueva.
Y lo que parecía falta de sonido se revela como plenitud.

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