Reflexión introductoria
Hay amores que no tocan la piel, pero incendian el
alma. Amores que no reclaman nombre ni destino, pero dejan una huella tibia,
como una caricia que nunca ocurrió y aun así se recuerda. Este capítulo nace de
ese territorio íntimo donde lo imposible también florece, donde lo que no se
vive se siente, y donde el deseo —manso y callado— se convierte en un refugio
secreto.
Aquí, entre sombras doradas y latidos que no buscan futuro, respira la historia
de un amor que nunca llegó… pero que, sin pedir permiso, se instaló en su
existencia.
Un amor que la tocó sin tocarla.
Un amor que la sostuvo sin abrazarla.
Un amor que la encendió sin poseerla.
Había un rincón en Madrid —no un lugar físico, sino un
pliegue secreto del alma— donde vivía un amor que no debía existir y que, sin
embargo, latía con la fuerza silenciosa de las cosas inmensas. Era un amor sin
nombre, sin comienzo y sin promesa; un amor hecho de miradas que se posaban
suavemente, como hojas que caen sin ruido; un amor que ella no buscó, que no
esperaba, que no podía tocar… pero que, aun así, la sostenía cada día.
Lo sentía en la piel, como un calor suave que aparecía sin aviso, iluminándole
las mejillas cuando ese hombre —el hombre imposible— cruzaba su camino.
Un hombre que no pertenecía a sus tiempos, ni a sus posibilidades, ni a sus
planes.
Un hombre al que había llegado tarde, como llegaba tarde a casi todo en esa
nueva vida. Y, sin embargo, allí estaba:
el milagro prohibido que Dios había permitido no para poseerlo, sino para
sentirlo.
Desde la primera mirada —aquella que cayó sobre ella como
luz filtrada entre dos nubes— supo que había algo distinto. Sus ojos, esos
recipientes de agua donde crece el moho sobre piedras y se refleja la luz, esos
ojos que parecían guardar un amanecer permanente, se toparon con los de él y
sintieron un temblor. No un temblor de pasión inmediata, sino un
estremecimiento del alma, como si por un segundo fugaz ambos recordaran algo
que no habían vivido todavía… pero que los reconocía.
Aquel encuentro no cambió su vida en hechos, pero sí en latidos.
El amor no llegó, pero la acompañó.
Desde entonces, cada vez que lo veía, aunque fuera por un instante breve, el
tiempo se le plegaba como un acordeón. Todo se hacía más nítido: los sonidos,
los colores, las texturas del aire.
Los espacios se acomodaban alrededor de ellos dos, aun cuando ni siquiera
intercambiaban palabras.
Él le regalaba una sonrisa frágil, discreta, disimulada…
y ella respondía con esa sonrisa suya, suave como la Mona Lisa, cargada de
comprensión, de fe, de aceptación, de un cariño que no pretendía nada.
Un cariño que solo existía para ser sentido.
Era suficiente.
Había días en los que él no aparecía, y aun así, ella seguía
amándolo.
Porque no amaba al hombre en sí, sino la emoción sagrada que su existencia
despertaba en ella. Lo amaba con el alma, por si la mente olvidaba, por si el
corazón se detenía.
Era un amor que no reclamaba, que no pedía, que no buscaba crecer.
Un amor que no tenía espacio para convertirse en historia, pero sí para
convertirse en luz.
A veces, al despertar, su mente viajaba hacia él sin intención. No lo
idealizaba. No imaginaba un futuro juntos, porque sabía —lo sentía— que no
había futuro para escribir.
Pero agradecía el presente:
el milagro de poder sentir.
Agradecía el temblor.
Agradecía el brillo.
Agradecía saber que su corazón aún tenía la capacidad de arder suavemente.
Y en ese agradecimiento, volvía a mirar al cielo, como quien levanta una
oración:
“Gracias, Dios, porque incluso en lo imposible, Tú pones belleza.”
En ocasiones, al encontrárselo, la vida parecía detenerse.
Era apenas un cruce de caminos:
él caminando en su dirección,
ella avanzando en la suya,
el aire tibio entre ellos.
Y cuando sus miradas se tocaban, todo alrededor se volvía acuarela.
Los sonidos se volvían suaves.
La luz se hacía más dorada.
Y un hilo invisible —hecho de silencios y de destino— los unía por un segundo
que valía por un siglo.
No había palabras,
ni manos que se rozaran,
ni promesas escritas.
Pero dentro de ella había un estallido manso, una alegría tan íntima que
parecía una plegaria respondida.
El amor no llegaría nunca a convertirse en vida compartida…
y, aun así, la llenaba.
Había otras veces en las que él se alejaba un poco más de lo
habitual. Se mantenía en la distancia prudente de los amores imposibles. Y
aunque eso le dolía como una punzada leve, ella nunca lo vivió como pérdida.
¿Cómo perder algo que nunca le perteneció?
¿Cómo sufrir por un regalo que solo venía envuelto en instantes?
No, ella no sufría.
Ella aceptaba.
Ella agradecía.
Ella amaba sin reclamar.
Su amor no era un acto, era una presencia.
Un soplo.
Un color.
Una certeza dulce de que Dios, en su infinita delicadeza, le había permitido
sentir algo hermoso, aunque fuera inalcanzable.
Porque a su edad —a esa edad donde el tiempo ya no es un territorio para
construir, sino un jardín para oler— experimentar un amor así era un privilegio
divino.
Madrid, con sus luces amarillas y su aire frío, se había
convertido en un escenario perfecto para aquel sentimiento. La ciudad lo
envolvía todo con discreción: los silencios, las lágrimas, las ausencias…
Como si también ella —la ciudad vieja, sabia, paciente— supiera que un amor
imposible puede ser igual de verdadero que uno vivido.
Y así caminaba la mujer por las calles de su nuevo hogar:
con un amor que nunca llegó,
pero que cada día la acompañaba.
Un amor que no reclamaba espacio,
pero llenaba los suyos.
Un amor que no pedía explicación,
pero explicaba muchas cosas en ella.
Un amor que no construía nada,
pero que creaba luz en su interior.
En el fondo, sabía que había llegado tarde para amar con futuro,
pero no para amar con el alma.
Y Dios —que la sostenía en cada paso, que conocía las fibras más secretas de su
corazón— parecía sonreírle desde el cielo y decirle:
“Llegaste tarde para tenerlo…
pero llegaste justo a tiempo para sentirlo.”
Reflexión final
Hay amores que no se escriben en la piel, pero quedan
tatuados en la memoria. Amores que, sin realizarse, dejan una estela cálida,
como el perfume que persiste después de un abrazo que nunca ocurrió. Ella lo
entendió: lo imposible también puede ser íntimo, también puede ser suyo.
Ese hombre —presencia leve, dolor dulce, luz prohibida— no vino a quedarse,
pero sí a despertar algo que no había muerto: su capacidad de estremecerse, de
agradecer, de arder sin consumirse.
Y quizá el verdadero milagro no fue él, sino lo que ella descubrió en sí misma
al mirarlo.
Porque no todos los amores necesitan un cuerpo; algunos solo necesitan un alma
que sepa reconocerlos.
Y ella lo hizo.
Lo sintió.
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