Prólogo
Hay reflexiones que llegan como un susurro y otras como un golpe suave en
el alma. Este texto nace de ambas: del susurro de la sabiduría y del golpe que
deja en el corazón la certeza de que, muchas veces, lo que callamos o lo que
decimos sin medir puede cambiar el rumbo de una vida. Aquí habitan palabras que
buscan comprender el delicado equilibrio entre hablar y guardar silencio, ese
territorio donde se revelan los verdaderos gestos del espíritu humano.
“Dos cosas arruinan la
sabiduría: guardar silencio cuando debes hablar y hablar cuando debes guardar
silencio.”
Así comienza la vieja reflexión
persa que escuché una tarde en la que el viento parecía cargar secretos entre
sus soplos. Desde entonces, cada vez que la recuerdo, algo se mueve dentro de
mí, como si una vieja puerta oculta en mi pecho se entreabriera.
Porque la palabra y el silencio son fuerzas que no vemos, pero que arrastran destinos enteros. Podríamos pensar que son simples elecciones —decir o callar—, pero en realidad son umbrales: se cruzan, y al otro lado ya nada vuelve a ser como antes.
He vivido, en carne propia, cómo
una palabra retenida demasiado tiempo se nos pudre en la garganta. No muere: se
transforma. Se vuelve un nudo, un peso sutil pero constante, como un suspiro
que jamás encuentra salida. Una palabra que debía ser dicha —perdón, te quiero,
detente, basta, estoy contigo o no— puede cambiar el color del alma. Cuando se
calla, nos ubica en el ojo del huracán; nos creemos a salvo, pero ¿por cuánto
tiempo… hasta que la tormenta se desate y nos arrastre con ella?
También he escuchado que en
Arabia dicen: “La palabra es como el pájaro: una vez libre, nadie puede
atraparla”. Pero ¿Qué ocurre cuando nunca la dejamos volar? ¿Qué paisaje
interno se marchita cuando la palabra necesaria no se atreve a saltar? A veces
basta una frase, incluso una palabra sola, para salvar a alguien, evitar una
herida o iluminar un camino oscuro. Pero el miedo —ese heredero silencioso de
nuestras experiencias pasadas— nos convence de que es mejor callar, que quizá
mañana habrá oportunidad, o mejor ¡nunca! Y si llega un mañana… sí, puede que
llegue, pero ya no encontrará el mismo corazón.
Y sí, también he vivido lo
contrario: palabras que estallan antes de tiempo, como flechas lanzadas sin
mirar. “La lengua no tiene huesos, pero es capaz de romper corazones”, dice un
proverbio turco. Y cuánta razón. Una palabra dicha a destiempo, desde el
orgullo, desde la rabia o desde esa impaciencia que confunde sinceridad con
brusquedad, puede abrir heridas más hondas que cualquier silencio.
Porque hay silencios protectores, humildes, necesarios. Silencios que son un abrazo antes del abrazo, una pausa que permite que el alma del otro se aquiete. Pero también hay palabras que, en vez de ser puentes, son martillos. Y un martillo no sabe distinguir entre una puerta y un corazón.
Cuando miro hacia atrás,
descubro que mi historia es un manto tejido de palabras pronunciadas y de
palabras perdidas. De silencios que sostuvieron algo frágil y de silencios que
lo derrumbaron todo. Y duele, a veces, tener conciencia de que fueron decisiones
pequeñas —una frase, un gesto, una pausa— las que guiaron mis pasos más
grandes.
Y, a pesar de ello, qué hermoso
es comprender que ambas fuerzas, palabra y silencio, nacen del mismo lugar: la
intención. Cuando la intención es honesta, incluso el silencio habla; cuando es
turbia, incluso la palabra miente.
Me conmueve la sabiduría de los ancianos que, en algún tiempo, era considerada y respetada por la enseñanza que transmitían. Dicen que ellos dicen: “Antes de hablar, deja que tus palabras pasen por tres puertas: ¿es verdad?, ¿es necesario?, ¿es amable?”. Y si no pueden cruzarlas, mejor que reposen en la boca cerrada, donde al menos no harán daño.
He aprendido —a veces tarde y a
alto costo— que la sabiduría no consiste en hablar mucho ni en callar siempre,
sino en reconocer desde dónde nace cada impulso. La palabra es un fuego: puede
iluminar un camino o quemar un puente. El silencio es un río: puede calmar la
sed o arrastrar todo lo que encuentra.
Lo difícil, lo humano, es elegir
bien. Escuchar esa vibración adentro que nos avisa cuando una verdad quiere
salir o cuando el corazón necesita paz. Saber cuándo una confesión salvará algo
y cuándo una pausa evitará una herida.
Y, sobre todo, he de recordar
que —tanto la palabra como el silencio— tienen un precio: uno es la valentía;
el otro, la paciencia.
Siempre me pregunto cuántas
vidas habrían sido distintas si alguien hubiese dicho lo que sentía a tiempo. O
si alguien hubiese guardado la palabra que rompió lo que aún podía salvarse. Y
es entonces cuando la reflexión persa vuelve a mí como un eco que no perece:
Dos cosas arruinan la sabiduría…
Y quizá también dos cosas la construyen:
hablar cuando el alma nos lo pide con verdad
y callar cuando el amor nos pide ser refugio.
Entre palabra y silencio, al
final, se escribe todo sobre quiénes somos. Y sí, lo confieso: no he sido nada
sabia en la vida, he guardado silencio cuando he debido hablar y he hablado
cuando he debido callar, pero ahí voy —entre llantos y alegrías,
aciertos y errores— ¡aprendiendo!
Epílogo
Cuando las páginas interiores se han aquietado, solo queda el eco de lo
aprendido: que la palabra tiene un filo que puede abrir luz o herida, y que el
silencio, lejos de ser vacío, es un espejo donde el alma se reconoce. Quizá
nunca lleguemos a dominar por completo el arte de elegir entre uno u otro, pero
cada intento nos acerca un poco más a la sabiduría de escuchar, sentir y actuar
con el corazón despierto.
Al final, somos la suma de
nuestras palabras y de aquellos silencios que supieron —o no supieron—
sostenernos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario