domingo, 31 de agosto de 2025

EL Ojo de la Aguja

 

Texto

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“Lo imposible se vuelve camino cuando soltamos lo que creemos poseer.”

Introducción

Hay momentos en que el alma se arrodilla antes que el cuerpo. No por cansancio, sino por rendición.
Así me encontró aquel amanecer: quieta, inmóvil, entre flores que no sabían de culpas ni de ausencias. Sentía que tenía tanto… y sin embargo, nada. Me pesaban las certezas, los logros, los afectos. Todo lo que creí poseer comenzó a volverse lastre, y comprendí —no sin dolor— que para avanzar debía aprender a soltar.
Fue entonces cuando lo escuché. No afuera, no en el cielo, sino dentro de mí. Una voz antigua, dulce y firme, que me pedía vaciar las manos para poder recibir lo eterno.

 

Ahí estaba yo, sentada en medio de las flores, en medio del jardín, como estatua de blanco mármol que adorna la entrada de una casa. Polvorienta. Enmohecida. Con la mirada gacha. Veía a mi derredor, pensaba en voz baja:

—Tengo de tanto, que hasta de nada tengo —musitaba. No quería que Dios me escuchara, lo lastimaría.

Lágrimas corrían sin quererlo. Sin tener derecho a ello, lo sabía. Era una malagradecida.

Volví a retraerme de mi entorno. Escarbé en la tierra queriendo simular que plantaba alguna flor. ¡Otra mentira más! Una de tantas que fabrican las máscaras de mis representaciones diarias. Sí, de esa obra —una farsa completa— llamada “vida”. Escarbaba y escarbaba, como queriendo que la tierra me tragara; eso sí, con mi sonrisa perfecta, esa, la esculpida en el blanco mármol, en una cara de piedra. Fría. Inmutable. Impenetrable. Como si nada pasara.

—¿Qué pasa, mujer?, ¿cuál es tu agobio? —me preguntó Dios, por preguntar; bien sabía Él qué mal me aquejaba.

Lo escuché claramente. Miré al cielo en su búsqueda, como un girasol va tras la luz. No lo vi, allí no estaba. No estaba afuera. Estaba adentro. Habita en mí. Era su voz. Firme como una vara de hierro, pero suave y dulce como gota de miel. Una voz reconocible. Única. Una voz que no se escucha con los oídos, que no habla nuestra lengua, pero que entendemos porque es un código cifrado en cada célula, en cada intersticio de nosotros. Es una vibración que se expande por todo nuestro ser como la música en el aire. Es un regocijo inexplicable, pero audible. Un misterio, uno de tantos.

—Perdóname, mi Señor, ¡perdona mi ingratitud! Me lo has dado todo y me siento como si no tuviera nada. Vacía. Tristeza profunda en el alma. No le hallo sentido a la vida, no encuentro un propósito. Siento vergüenza ante ti, pero estoy hastiada de ella… —lo dije con los ojos cerrados, virándolos hacia dentro. Intentaba verlo como si lo tuviera tatuado en los huesos. Solo luz encontré en la inmensa oscuridad de mi interior.

—Si buscas un sentido, un propósito de vida, yo te pondré en el camino que te lleva a él. No preguntes cómo sabrás cuál es. Solo camina hacia adelante, no te detengas. No esquives los obstáculos ni los enfrentes: fluye. Sin protestas. Sin medir el tiempo ni los espacios. Encontrarás puertas indicativas del cambio de rumbo que te conduce a tu destino: atraviésalas, sí o sí. No hay opciones. ¿Aún quieres hallar tu propósito? —como siempre, fue una pregunta retórica: sabía la respuesta. Yo había hecho un pacto con lo Divino, y Él con mi humanidad.

Y sí, me puse de pie.
Y sí, abrió el camino ante mí.
Y sí, lo he estado transitando, y aún lo transito.

He sido obediente. No llevo cuenta del tiempo ni de la distancia recorrida. Tampoco de los nombres de los lugares por los que he pasado. Eso sí, les cuento: al iniciar el recorrido —de estos caminos de Dios— embalé todas mis pertenencias. Todas mis posesiones. Me llevé conmigo todo lo que pude, por si me hacía falta en algún momento de mi travesía en búsqueda de sentido. Poco a poco, “puerta a puerta”, me he ido deshaciendo de ellas. Pesaban. Impedían atravesarlas. Me he ido quitando cargas. Aligerando mi paso. Nada de lo que he abandonado falta me ha hecho. Ahora que no tengo nada, siento la satisfacción de tenerlo todo. Sonrío desde el alma, sin necesidad de máscaras.

Aún me falta atravesar algunas puertas, lo sé, las puedo ver, cada una más pequeña que la otra. Sé que podré, estoy dada a ello. La última, que se vislumbra al final del camino, es tan pequeña, tan diminuta como el ojo de una aguja.

¿El ojo de una aguja? Razón tenía Jesús al referirse a lo imposible de alcanzar el Reino de Dios cuando el corazón del hombre está puesto en las posesiones, en las riquezas, en su ego.

Y ahora que no tengo nada, que mi corazón está en total desapego a lo material y que estoy —absolutamente— rendida a Él… ¿Podré pasar por tan diminuta puerta? ¿Es eso posible? ¿Tendré que desollarme y quebrar mis huesos para atravesarla? ¿Tendrá que desgarrar mi alma el cuerpo para que solo ella alcance el otro lado? ¿Está siempre trenzado el amor al dolor? Y si es así, ¿verá Dios alguna belleza en ella, o sentiré vergüenza de mi desnudez ante Él?

Esta última pregunta vislumbra mi propósito.
Crea mi conciencia, me da sentido.

Él me llevó al despojo de mis riquezas, mis méritos, mis afectos.
Me dijo que no protestara, pero no me prohibió que le pidiera.
No he protestado. He aceptado.
Ahora le pido el tiempo —justo y necesario— para embellecerme para Él. Solo eso le pido. ¡Solo para Él!

Epílogo

He comprendido que el camino hacia Dios no se mide por pasos, sino por desprendimientos.
Cada puerta que crucé me fue despojando de algo: del orgullo, del miedo, del apego, del control. Y en ese despojo, descubrí la plenitud.
Ya no temo a la diminuta puerta que aguarda al final del sendero. Sé que no se atraviesa con fuerza, sino con entrega; no con méritos, sino con amor.
Si debo romperme para cruzarla, lo haré con dulzura. Si debo despojarme hasta quedar alma desnuda, lo haré con gratitud. Porque ahora entiendo: el ojo de la aguja no es un castigo, es el punto exacto donde todo lo superfluo muere para que lo esencial nazca.

“Lo que creí vacío era el espacio que Él necesitaba para habitarme.” 

viernes, 29 de agosto de 2025

PSIQUIS


Imagen que contiene Interfaz de usuario gráfica

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Dedicatoria:

“A quien se atreva a mirar y sentir.
Que mi palabra sea semilla y espejo,
que la mente nunca silencie tu voz,
y la conciencia te regale siempre el océano
donde cada ola pueda nacer, romperse y renacer.
Que tu lectura y mi escritura iluminen corazones
y suavicen juicios”.

Introducción

Hay amaneceres que no comienzan afuera, sino dentro de uno.
Despierto antes que el día y siento que el verdadero ruido no está en la ciudad, sino en mi mente, que no deja de pensar, de analizar, de medir. A veces quisiera callarla, otras, escucharla. En ese espacio diminuto entre el pensamiento y el silencio se abre un abismo, y allí empiezo a reconocerme: no como cuerpo ni como nombre, sino como algo que observa —desde más lejos y más hondo— todo lo que ocurre.
Vivo buscando ese punto donde la mente se rinde y la conciencia toma forma. Donde el juicio se disuelve en comprensión, y lo humano se reconcilia con lo divino que lo habita.

5:00 a. m. Suena la alarma. Abrir los ojos y levantarse: un solo acto. Automático. Prepararse también. Todo está previsto, nada queda al azar. El tiempo, incansable, fluye como un río que arrastra mis minutos.

Camino hacia la calle. Mi rutina es precisa, casi mecánica, pero algo en mí observa, analiza, siente. La ciudad duerme aún, envuelta en un murmullo de sombras y luces que parecen respirar. Yo avanzo entre figuras que son reflejos de otras vidas, sombras que no me pertenecen, pero me rozan el alma.

Es la hora en que la noche se resiste a morir y el alba titubea, dibujando un contorno tenue sobre edificios y árboles. Aquí coinciden, sin tocarse, quienes buscan reconstruirse y quienes arrastran ruinas de destrucción. Almas paralelas, opuestas. No se atraen; se repelen desafiando leyes de la física, y aun así coexisten en un mismo espacio suspendido entre sueño y vigilia.

Avanzo y observo a los demás: su mirar, sus gestos, la energía de su andar, sus imperfecciones visibles o el desorden en su aspecto, en su actitud, en su forma de mostrarse al mundo. Brota un juicio inmediato, un prejuicio instintivo. La mente me empuja a separarlos, a rechazarlos, obviando que cada vida lleva su historia, cada cuerpo su dolor, cada alma su razón, como libros abiertos que nunca se nos prestaron, secretos que caminan en paralelo a nuestro juicio, y es la conciencia la que los devela.

Dentro de mí, la mente y la conciencia libran su batalla. Una es crítica, exigente, temerosa de la vulnerabilidad, como un látigo invisible que azota mi serenidad. La otra: comprensiva, abierta, dispuesta a mirar más allá de lo visible, como un río que suavemente desgasta las piedras del juicio.

Y entonces intuyo: la mente es impulso, forma, movimiento; ola que se eleva y se quiebra en la superficie de mi ser. La conciencia, en cambio, es el océano silencioso donde esa ola nace y muere; inmenso, inabarcable, capaz de contenerlo todo sin perderse en nada. La primera me ata con cadenas invisibles; la segunda abre ventanas hacia un horizonte infinito, donde todo puede ser mirado sin condena.

El conflicto es intenso, silencioso: un instante quiero huir, al siguiente abrazar. Una voz condena; otra perdona. Cada paso me acerca a la decisión: actuar desde la dureza o desde la compasión. La lucha no es con ellos, sino conmigo misma, con mi reflejo multiplicado en cada rostro que cruzo.

El mundo sigue, indiferente. Yo descubro, en un mismo latido, mi fragilidad y mi fuerza. Hay vergüenza y compasión; rechazo y ternura. La experiencia se vuelve mística en su quietud: reconocer que no hay verdades absolutas, que cada juicio refleja algo propio, y que la conciencia puede elevarse si dejo que el amor y la comprensión guíen mis actos.

Finalmente, paso de largo. Sigo observando. Ya no critico. No necesito castigar, ni ser castigada. La mente se aquieta, la conciencia respira, y en ese instante sencillo, cotidiano, me asalta una certeza: la vida no se mide en juicios ni certidumbres, sino en la claridad con que aprendemos a mirar, en la capacidad de hallar luz donde antes solo había sombras.

Epílogo

Cuando vuelvo a mí después del tránsito de cada pensamiento, descubro que la batalla nunca fue entre el bien y el mal, ni entre lo correcto y lo incorrecto. Fue entre la mente que teme y la conciencia que comprende. Ahora lo sé: no necesito apagar mi mente, solo enseñarle a escuchar. No necesito eliminar el juicio, sino volverlo espejo. Cada rostro que cruzo me devuelve una lección; cada sombra que observo me muestra una luz que antes no veía. La ola que soy se sigue moviendo, pero ya no teme romperse, porque sabe que el océano la sostiene. Y así camino, consciente, serena… siendo a la vez ola y profundidad, pensamiento y silencio, mente y alma.

“Muchas olas me empujan a la orilla; un océano me sostiene en la profundidad.”

sábado, 23 de agosto de 2025

La caja nunca queda vacía

 

Un letrero de color negro

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“Un cumpleaños sin edad, celebrado en la memoria.”

Introducción

Hoy desperté con esa sensación extraña de que el tiempo me guiñaba un ojo. No sé si es nostalgia o ternura, pero hay días —como este— en que la memoria tiene sabor a chocolate y a despedida suave. Me miro al espejo y reconozco las huellas que el amor y los años han dejado en mí: no me duelen; me pertenecen.
Quizá por eso, más que celebrar el paso del tiempo, celebro la persistencia de ciertos recuerdos, esas llamas pequeñas que no se apagan aunque el cuerpo cambie. Hay rostros que no se olvidan, miradas que siguen cumpliendo años dentro de uno. Y hoy, mientras acomodo palabras como si fueran bombones, te pienso… y sonrío.

¿Estás de cumpleaños?

¿Cuántos son?

No, no necesitas decirlo… tu cabello entrecano habla por ti.

También te delatan esas líneas finas en tus ojos y en tu boca, que han guardado la picardía de tus miradas, la chispa traviesa de tus sonrisas.

¿Cuántos serán? Los suficientes, seguro, como para haber aprendido a amar sin prisa y, aun así, con la locura intacta; con la calma sabia de quien entiende que el deseo también sabe esperar.

Hoy te ofrezco una caja de bombones: uno por cada instante de aquellas miradas fugaces que nos incendiaban antes de conocernos, de esas que ardían como brasas y dejaban su huella secreta en la piel del pensamiento.

Y aunque el fuego se haya aquietado con el tiempo, la caja nunca quedará vacía: guardará —siempre— la exquisitez de lo que no fue y la dulzura serena de lo que ahora es…

una complicidad de piel invisible, donde las miradas ya no queman, pero siguen rozando el aire como cenizas tibias, entrelazadas en un humo secreto que nunca se disipa… como un cumpleaños sin edad, celebrado siempre en la memoria.

Epílogo

No hay regalo más valioso que la complicidad que sobrevive al tiempo. Esa que no necesita gestos grandilocuentes, porque se reconoce en un silencio compartido, en una sonrisa que llega sin aviso.

Hoy guardo esta caja —llena de memorias, de deseo quieto, de cariño maduro— como quien guarda un secreto que ya no pesa, sino que acompaña.
La caja nunca queda vacía porque en ella vive todo lo que fuimos, lo que seguimos siendo, y esa ternura serena que ya no quema… pero todavía ilumina.
Y mientras soplo las velas invisibles de este cumpleaños sin edad, me descubro agradecida: por el amor, por el tiempo, y por ti, que aún habitas en la dulzura de mi recuerdo.

“Las miradas envejecen; la complicidad, jamás.”

viernes, 22 de agosto de 2025

Ahora y siempre, por los siglos de los siglos

 

Un dibujo de una persona

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"Un viaje eterno entre ciencia y fe, donde cada palabra es un susurro del alma que trasciende los siglos."

Introducción

Desde siempre he sentido que algo me susurra desde adentro, una voz que no pertenece del todo a este tiempo ni a este cuerpo. Es un eco antiguo, una melodía que atraviesa los siglos y me recuerda que he existido antes, que seguiré existiendo después. A veces la escucho entre los silencios, otras, en las palabras que la ciencia intenta descifrar o en los rezos que la fe eleva al cielo. Entre ambas —ciencia y fe— vibra mi alma, buscando comprender lo eterno desde lo humano, lo divino desde lo tangible. Porque no son opuestos: son dos maneras de mirar el mismo misterio. Y yo camino entre ellas, intentando traducir lo invisible.

Hay un murmullo que atraviesa los siglos. No se rompe; no se detiene. Me recuerda, una y otra vez, que Dios existe. Mientras lo escucho, los tiempos se pliegan y se mezclan: templos levitan junto a cielos que no tienen nombre, pergaminos se convierten en corrientes de luz, y las eras respiran dentro de mí como si fueran la misma respiración.

Lo siento en la brisa que roza mi cara ahora y en la que acariciaba a Galileo cuando contó las estrellas con sus ojos de luz, señalando constelaciones que contienen nombres aún no escritos. Lo siento en la lluvia que lavó a Hipatia, en Alejandría, quien ofrece ecuaciones como flores. En la mano de Leonardo que dibujó cornisas de mundos que todavía no existen y un puente que conecta un cuadro con una teoría. Escucho a Sor Juana recitar versos que cobran alas y vuelan hasta posarse sobre mi hombro, y me mira… curándome una herida antigua. Confucio me ofrece silabas de armonía que flotan en espejos de agua, colocándome una mano sobre mi cabeza y su enseñanza se hace calma. Y, más cerca del tiempo que habito, Francis Collins aparece con un cuaderno de genes que brilla como una Biblia: dice con voz serena que la ciencia no apaga la fe sino que la revela en nuevas lenguas. Sus dedos sostienen cadenas de letras que son a la vez código y plegaria; sus palabras no contraponen, sino que enlazan. Me habla del gen, de la maravilla íntima del cuerpo humano, y lo hace con la reverencia de quien contempla un misterio sagrado: la ciencia como mirada agradecida; la fe como asombro que da forma a la pregunta. Juntos, sin contradicción, tejen un tapiz donde la fe y el saber son hilos inseparables.

No necesito templos ni rituales. Dios está donde mi corazón lo percibe, y esa certeza viaja conmigo por siglos y por cuerpos. Aprendo más allá de campanas y sermones, más allá de los libros que quisieron encerrar la verdad. He visto cómo el miedo deformó la devoción: miradas que acusaron a los que miraban distinto, manos que escondieron la luz por temor. Hoy sé que cada instante de conciencia es una puerta; cada vida, una lección.

En este río sin orillas conversan las eras. La reencarnación aparece aquí como pasaje: no es castigo ni azar, sino práctica y oportunidad. Las vidas se suceden como escenas de una misma obra, y la sabiduría que recojo no se queda en la cabeza: baja al cuerpo, se prueba en los actos, se vuelve amor que purifica. Camino y siento que todos los siglos me acompañan; estoy presente y al mismo tiempo en otro tiempo, aprendiendo en múltiples voces.

No temo lo imposible. Todo es posible para quien respeta la vida y escucha la voz de Dios dentro y fuera de sí. Cada vida, cada experiencia, cada acto consciente es un milagro: un hilo en el tejido eterno. Camino con atención en cada paso, abrazo mis dudas, mis certezas, mis silencios. Me dejo tocar por las voces antiguas y por las modernas; cada una me recuerda que el aprendizaje es humilde y persistente.

En el aire flotan escenas: un monasterio que recita fórmulas como oraciones, una biblioteca donde los códices se transforman en moléculas de luz, un taller donde un pincel pinta una célula, un observatorio donde un telescopio y una biblia comparten la misma mesa. Todo converge. Todo respira la misma verdad.

Mientras mi corazón siga latiendo, seguiré creyendo. Firme. Sin titubeos. Dios es real; la existencia, sagrada. Cada ser tiene la oportunidad de aprender, evolucionar y fundirse —vida tras vida— con la divinidad que sostiene todo. Aquí, allá y más allá del tiempo, el murmullo continúa; yo camino dentro de él, y escucho.

Y camino, aquí y ahora, con la certeza de quien ha visto siglos entrelazarse: todo lo que soy, todo lo que aprendo, pertenece a Él. Y yo, en Él, sigo aprendiendo, sigo siendo. El río no cesa; la luz no termina; el murmullo es eterno.

Epílogo

Ahora lo sé: no hay final, solo tránsito. Cada pensamiento, cada gesto de amor, cada duda que me impulsa a preguntar, es una chispa que continúa su viaje más allá del tiempo. Siento que he sido muchas voces, muchos cuerpos, muchas búsquedas. Todas convergen en este instante, donde el alma se reconoce en su propia vastedad. No temo a la muerte, porque he aprendido que solo es una pausa en la respiración del universo.
Camino, todavía, con fe en la ciencia y con ciencia en la fe. Porque el conocimiento sin alma se marchita, y la devoción sin entendimiento se apaga. Yo sigo escuchando el murmullo de los siglos —ese que me nombra sin decir mi nombre— y en él me descubro eterna, aprendiendo, viviendo… ahora y siempre, por los siglos de los siglos.

"El murmullo de los siglos no se apaga: se transforma en conciencia." 



viernes, 15 de agosto de 2025

El Discurso del Polvo


“Grandeza proclamada, esencia olvidada.”

Introducción: La voz que se olvida de sí misma

Hay palabras que nacen para elevar, y otras que, al pronunciarse, nos condenan al olvido.
El hombre, en su deseo de eternidad, suele confundir la altura con el vacío. Se sube sobre sí mismo como si fuera una montaña, sin notar que cada peldaño lo aleja un poco más de su esencia.
Hay discursos que no buscan verdad, sino dominio; no comunican, sino que imponen. Y así, entre la soberbia de la voz y el silencio del alma, la humanidad se va borrando.
A veces, solo el polvo —ese humilde testigo de todo lo que fue— guarda memoria de lo que fuimos antes de creernos dioses.


Subió a la piedra más alta del valle, allí donde el viento no tenía dirección y el cielo parecía inclinarse para escuchar. Iba cubierto de palabras, desnudo de sí mismo. No llevaba nombre, pero creía tener un título: hombre. Habló.

—Yo soy la cumbre del pensamiento. La joya tallada por siglos. El que nombra las cosas y, al nombrarlas, las hace existir.

Su voz no era voz, sino martillo. Quería construir un monumento con ella, uno que lo alzara por encima de la hierba, del sol, de la vida misma.

—He conquistado montañas, domado bestias, dado forma a los dioses. Soy la medida de lo que vale ser.

A cada palabra, se alejaba un poco más del silencio que lo habitaba. El qué soy se inflaba como una máscara de humo; el quién soy retrocedía, herido, hasta disolverse entre las costillas.

Y entonces comenzó. Su sombra, alargada por la tarde, se encogió. Se recogió a sus pies, se le metió en los ojos, y por último se escondió en su pecho, como un niño asustado.

—Soy eterno —gritó, aunque su voz ya no resonaba. No porque faltara aire, sino porque ya no había verdad que la sostuviera.

El paisaje se expandía. Los árboles alzaban sus troncos como columnas infinitas; las piedras, en su silencio mineral, lo miraban con una paciencia que dolía. El cielo se abría como una herida vieja, dejando caer una lluvia de estrellas indiferentes. Y él, empequeñecía. No su cuerpo, sino su esencia. A fuerza de proclamarse algo, dejó de ser alguien.

Seguía hablando, pero sus palabras se deshacían antes de tocar el mundo. Había olvidado que no se es por lo que se dice, sino por lo que se guarda. Y no quedaba ya nada dentro. Solo eco. Hasta que fue apenas un punto. Un grano de polvo suspendido en el aliento del universo. Nadie aplaudió. Nadie lloró. Solo una brisa lo arrastró hacia un rincón del tiempo, donde otras partículas olvidadas danzaban sin rostro, sin nombre, sin historia. Y allí flotó, diminuto, invisible, repitiendo en voz muda lo que fue su grandeza. Pero ya no quedaba nadie. Ni siquiera él.


Epílogo: El eco de lo que nunca fuimos

Dicen que el universo no recuerda nombres, solo vibraciones.
Y tal vez por eso, quienes hablaron más fuerte son los primeros en desvanecerse.
El hombre que creyó ser cumbre terminó siendo brisa; el que quiso nombrarlo todo, acabó sin nombre.
Porque no es la voz la que nos define, sino el silencio que dejamos después de hablar.
Y cuando el polvo vuelve al polvo, lo único que perdura es la verdad que nunca se dijo:
que ninguna grandeza es real si olvida su origen humilde.

“A fuerza de proclamarse algo, dejó de ser alguien.”


viernes, 8 de agosto de 2025

La Existencia: El Sueño de Dios.


Un hombre con un texto en blanco

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“Entre la vigilia y lo divino”

Ana Margarita Pérez Martin

 Introducción

Desde siempre me he preguntado qué ocurre cuando cierro los ojos y el mundo desaparece. No hablo solo del descanso ni del simple acto de dormir, sino de ese tránsito misterioso en el que mi conciencia se disuelve y algo más —más antiguo, más verdadero— comienza a soñar a través de mí. A veces despierto con la certeza de haber estado en otro lugar, uno donde el tiempo no se mide y el cuerpo no pesa. Allí, lo que soy parece expandirse hasta confundirse con lo divino.

Es entonces cuando me asalta una pregunta que no puedo silenciar: ¿soy yo quien sueña… o es Dios quien me sueña a mí? Este pensamiento me persigue, dulce y vertiginoso, porque en él intuyo la frontera donde la existencia se revela no como una casualidad, sino como un acto de creación continua: el sueño eterno de un Dios que respira a través de nosotros.

 

Los sueños son un umbral —entre lo fisiológico y lo sagrado, entre la materia cerebral y el alma que se pregunta si ha viajado a otro plano—, ¿nos cuestionamos ese viaje?

Despertó antes del alba. No supo si el aire que respiraba pertenecía al mundo de los vivos o al otro, ese donde acababa de estar —tan real, tan cálido, tan imposible—. Tenía la mirada empañada de realidad. Confundida. Mareada, como si acabara de emerger del fondo del océano… de una profundidad sin aire

Sus ojos no sabían en qué tiempo abrirse. La piel parecía desajustada, como si hubiera habitado otro cuerpo durante la noche… Entre las pestañas aún colgaban fragmentos de un sueño roto, ¡uno que se negaba a soltarse! Durante unos segundos —o siglos, tal vez— no supo si el cuerpo era suyo.

El techo parecía más lejano que de costumbre, mientras el reloj susurraba el tiempo con cada tictac. Sintió el pulso en sus muñecas, como si lo comprobara por primera vez:
¿Estoy viva o estoy soñándome viva?

El rostro que la esperaba en el espejo no era el suyo. Había en la mirada una sombra de quien ha visto algo que no debía ver, aunque no recordase lo visto. Los ojos, agrandados, parecían contener la humedad de otro mundo. La piel, aún tibia de sueño, exhalaba una luz difusa, como si conservara en sus poros el reflejo de un sol que no existe en la tierra.

Quiso recordar el sueño. Sabía que allí había ocurrido algo importante: una conversación con alguien que conocía desde siempre y que, sin embargo, jamás había visto despierta. Su voz le había dicho algo —sobre la muerte o el regreso—, pero las palabras se disolvían al intentar pronunciarlas.

Pensó que quizás lo vivido no fue un sueño, sino un desliz del tiempo: otra existencia rozando la suya, apenas un instante. En la vigilia somos la suma de todo lo que recordamos: un archivo de gestos, temores y nombres que otros nos dieron.

La ciencia lo llama sinapsis.
La filosofía lo llama identidad,
y el alma, quizás, lo llama jaula.

Aprender es construir límites. Dar forma a lo informe, hacer del infinito un cuerpo que pueda reconocerse. Así distinguimos lo posible de lo imposible, lo cuerdo de lo absurdo, lo real de lo que creemos que no lo es. Pero al dormir, las amarras de la lógica se disuelven, y la conciencia se desliza fuera de la forma que la contiene. Allí, en ese territorio sin fronteras:

vemos lo que la razón no tolera,

sentimos lo que el cuerpo no podría resistir,

amamos sin nombre,

nos sumergimos sin ahogarnos,
volamos sin alas,
morimos sin morir.

 

Cerró los ojos. Vio imágenes que no le pertenecían:
un campo que nunca visitó,
un hombre que la llamaba por otro nombre,
una niña que reía entre árboles violetas.

Y al abrirlos, nada. Solo el cuarto, el ruido de la calle, la primera claridad del día intentando definirla.

“¿Y si lo real era lo otro?”, se preguntó.

Sus ojos brillaban con la luz que sólo el sueño concede a los que han tocado lo imposible. Sonrió al ver a Descartes, Sartre y Camus sentados en un mismo lugar, discurriendo lo que significa “soñar”. De vez en cuando se agitaban, gesticulaban con las manos, refutándose con vehemencia.

Y Nietzsche —ah, Nietzsche—, mientras aquellos razonaban, se le acercó susurrándole con picardía: “el sueño no es engaño, sino arte: el alma jugando a crear su propio universo”. Camus, a pesar de la acalorada discusión que sostenía con Descarte y Sartre, observó esa escena con ternura. Ella, como mujer, lo contempló también, enfrentándose a la realidad cuando esta podía ser toda ilusión.

Se sentó en la cama. Sentía todavía el temblor leve en los dedos, ese rastro que deja el miedo o la revelación.

Sonrió con un cansancio dulce.

Quizá no había diferencia entre los dos mundos.

Quizá el sueño y la vigilia eran dos espejos enfrentados reflejándose infinitamente,
y ella, en medio, tratando de reconocerse.

El cerebro había hecho su trabajo: procesar, reconstruir, simular.
Pero el alma… el alma había viajado.

Y lo sabía, porque al tocarse el pecho sintió una vibración que no era latido: era presencia, como si algo dentro de ella acabara de regresar de un viaje sin tiempo. Sintió que su cuerpo pesaba, pero su mente no: estaba en ambos lugares a la vez, en la materia y en el misterio.

Se quedó quieta, con los ojos entreabiertos, como si aún conversara con lo invisible. Y por un instante —un instante que duró siglos— le pareció comprender:
todo lo soñado, alguna vez, existe en algún lugar, en algún tiempo… ¿en otra dimensión?

Posiblemente los místicos tenían razón. Jacob vio ángeles ascendiendo por una escalera, y al despertar dijo: “Dios estaba aquí y yo no lo sabía.” Quizá los sueños sean eso: puertas entreabiertas que, al cruzarlas, ¿nos dejan tocar lo divino sin saberlo?

No hay sueño ni vigilia, solo distintas densidades de la misma realidad.
¡Solo hay Dios, respirando a través de nosotros!

Se llevó las manos a la cara, despejando los cabellos. Cerró los ojos un instante y sonrió, no por nada ni por nadie, sino porque entendió —sin palabras— que existía dentro de una respiración mayor, la de Dios, y que su ser era parte de ese aliento. Ya no era un violín solitario, ni siquiera un cuarteto: era la plenitud de una orquesta en gala, resonando en su interior como si todo el universo hubiera decidido tocar a través de ella. Música que trasmitía la certeza del entendimiento.

No se trataba de comprender la naturaleza de los sueños, sino de entender que, ella, era el sueño de Dios mismo: su existencia, con todas sus notas, era la melodía que Dios había querido componer.

Y eso le bastó. Ningún otro conocimiento necesitaba abrazar.

Epílogo

Al cerrar los ojos esta vez, no busco dormir: busco recordar. Recordar que lo que llamo “realidad” no es más que una forma densa del mismo sueño que me habita. Que cada pensamiento, cada gesto, cada emoción es una nota dentro de una melodía divina que nunca cesa.
He dejado de temerle a la frontera entre el sueño y la vigilia, porque ambas son parte del mismo pulso: el de Dios soñándose en mí, y yo soñándolo a Él.
Ya no necesito comprender la naturaleza de ese misterio; me basta con sentir su respiración en la mía.
Soy, y con eso basta.
Soy el sueño que Dios decidió recordar.

“Nuestra vida es la música que Dios ha querido escuchar.”

viernes, 1 de agosto de 2025

LAS MANOS DEL ARTISTA Y SU OBRA

Una persona con un texto en blanco

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“La vida es un flujo constante; la escultura nunca es definitiva.” Marco Aurelio
Ana Margarita Pérez Martin

Introducción

Cada vez que tomo la palabra para escribir, siento que mis manos no son del todo mías. Son herramientas de algo más grande, más sabio, más invisible. He aprendido que entre la razón y la fe existe un territorio donde habita el asombro, y es ahí donde mi pensamiento se posa para intentar comprender quién es el verdadero artífice de mi destino.

Al mirar mi vida, descubro que no siempre soy yo quien esculpe, aunque a menudo crea tener el cincel. Hay una fuerza —callada, paciente, amorosa— que corrige mis trazos y redefine mi obra. Por eso escribo estas líneas: para reconocer en ese misterio la presencia del Artista supremo, aquel que modela con precisión divina cada instante de mi existencia, incluso cuando yo creo estar creando.

Sé que resulta extraño –casi como un golpe dado con la mano abierta de la soberbia– que empiece a escribir esta página con una negación. Se preguntarán ustedes: ¿Quién soy yo para debatir el pensamiento del filósofo Arthur Schopenhauer, quien afirmaba que “El destino reparte las cartas, y nosotros jugamos”? Les daré una respuesta fácil e inescrutable como un axioma que no acepta prueba en contrario: ¡Soy yo! Que, al igual que él, he sido creada de carne, hueso, agua y electricidad; más aún, del mismo polvo y barro efímero, encendido por la chispa divina que habita la materia y sostenida por el pneuma racional…

Y yo afirmo lo contrario: nosotros echamos las cartas y ¡Dios hace la jugada!

Empiezo desde ahí, porque ese “ahí” es el comienzo y el final de todo.

Lo he dicho infinidad de veces –desde que la memoria me muestra sus registros– y lo sostengo aún hoy. No por capricho. Por experiencia. Por conciencia.

Estoy sentada en un lugar alto de Madrid. La observo, la siento lejos e inmensa, como lo que es: el gran escenario de mi vida. Compleja, tanto como las emociones que batallan dentro de mí.

Cuando nuestro mundo es grande, la vista es panorámica. Pero cuando nuestro mundo se pone chiquito… los detalles nos desbordan:

¿Qué hago yo aquí, en la tierra de mis ancestros, pero extranjera para mí?

Mil preguntas como esa rayan mi mente. Bajo la cabeza. Desvío mi mirada hacia mis adentros. Brotan de mis ojos lágrimas a su albedrío, sin control, como reos que se fugan de la más cruel de las cárceles: ¡la verdad!

Una verdad que lacera, duele, incapacita… nuestro destino no está en nuestras manos, solo lo creamos en nuestra mente. Escogemos piedras para esculpirlo, darles forma a nuestra manera: la que nos gusta, la que soñamos, la que queremos.

Y, de repente, los dedos del sarcasmo dibujan en mí una sonrisa forzada e inesperada. Crean surcos por donde se deslizan todas esas lágrimas. Mi boca se las traga, como sumidero que recoge el excedente. Lo desecha, arrastrándolo al océano de lo efímero, de la memoria perdida.

¿Cuál es esa “verdad” de la que pretende escapar mi impotencia, mi frustración… y sobre la cual deposito toda mi fe y esperanza?

Esa pregunta trae de vuelta a mi memoria todas aquellas palabras sagradas y plegarias, repetidas día a día en los santos lugares donde transcurrió mi infancia y juventud. Las que me moldearon humana como si fuese de barro secado por aquel aliento divino, origen del todo; las que encendieron mi alma como chispa sobre papel seco de toda banalidad.

También vienen a mi mente las voces de filósofos y pensadores. Todas al mismo tiempo: palabras y plegarias se fusionan. Se vuelven una, se convierten en mi propia voz.

Miro hacia atrás. Me veo de pie, esculpiendo las piedras que encuentro en el camino o moldeando el barro según mi diseño de vida, persiguiendo mis sueños, solo para verlas desbaratadas con la última cincelada, en el último rotar del torno…

Descubro entonces que no son mis manos las que culminan la obra: son las de Dios. Y así, desbaratadas, son la obra perfecta. Dirigen mis pasos a otra dirección. Me ubican en el presente: el futuro del ayer, el pasado del mañana.

En tiempo, forma y espacio… ¡Él es el artista de mi vida como obra!

El azar no existe: yo echo las cartas, pero ¡Él hace la jugada!

Abrazo la vida tal como viene, con sus grietas, luces y sombras, con toda mi fuerza interior… llevándola a donde me indique la fuerza suprema. Con humildad, sin resistencia. Con plena conciencia y voluntad en ello. Sí, como lo dijo Jeremías: “Señor, yo sé que el camino del hombre no está en sí mismo; no es del hombre dirigir sus pasos.”

Epílogo

Al llegar al final de estas reflexiones, comprendo que mi vida entera ha sido un taller silencioso donde las manos de Dios y las mías trabajan juntas. Yo pongo la intención, el deseo, la forma inicial… pero es Él quien da sentido, equilibrio y destino a cada trazo.

He dejado de luchar contra lo que no entiendo. Acepto las grietas, los quiebres, las sombras, porque también ellas forman parte de la obra. He aprendido que no se trata de controlar el resultado, sino de entregarme al proceso, confiando en que cada fragmento cumple su propósito.

Hoy miro mis manos y las reconozco humildes, imperfectas, pero bendecidas por el toque del verdadero Creador. Y en ese instante, sé que la escultura de mi vida —aunque incompleta— ya es perfecta, porque en ella habita Su huella.

 “Amor fati: que tu amor sea el amor al destino.” Friedrich Nietzsche