“Lo imposible se vuelve camino cuando soltamos lo que creemos poseer.”
Introducción
Hay
momentos en que el alma se arrodilla antes que el cuerpo. No por cansancio,
sino por rendición.
Así me encontró aquel amanecer: quieta, inmóvil, entre flores que no sabían de
culpas ni de ausencias. Sentía que tenía tanto… y sin embargo, nada. Me pesaban
las certezas, los logros, los afectos. Todo lo que creí poseer comenzó a
volverse lastre, y comprendí —no sin dolor— que para avanzar debía aprender a
soltar.
Fue entonces cuando lo escuché. No afuera, no en el cielo, sino dentro de mí.
Una voz antigua, dulce y firme, que me pedía vaciar las manos para poder
recibir lo eterno.
Ahí estaba yo, sentada en medio de
las flores, en medio del jardín, como estatua de blanco mármol que adorna la
entrada de una casa. Polvorienta. Enmohecida. Con la mirada gacha. Veía a mi
derredor, pensaba en voz baja:
—Tengo de tanto, que hasta de nada
tengo —musitaba. No quería que Dios me escuchara, lo lastimaría.
Lágrimas corrían sin quererlo. Sin
tener derecho a ello, lo sabía. Era una malagradecida.
Volví a retraerme de mi entorno.
Escarbé en la tierra queriendo simular que plantaba alguna flor. ¡Otra mentira
más! Una de tantas que fabrican las máscaras de mis representaciones diarias.
Sí, de esa obra —una farsa completa— llamada “vida”. Escarbaba y escarbaba,
como queriendo que la tierra me tragara; eso sí, con mi sonrisa perfecta, esa,
la esculpida en el blanco mármol, en una cara de piedra. Fría. Inmutable.
Impenetrable. Como si nada pasara.
—¿Qué pasa, mujer?, ¿cuál es tu
agobio? —me preguntó Dios, por preguntar; bien sabía Él qué mal me aquejaba.
Lo escuché claramente. Miré al
cielo en su búsqueda, como un girasol va tras la luz. No lo vi, allí no estaba.
No estaba afuera. Estaba adentro. Habita en mí. Era su voz. Firme como una vara
de hierro, pero suave y dulce como gota de miel. Una voz reconocible. Única.
Una voz que no se escucha con los oídos, que no habla nuestra lengua, pero que
entendemos porque es un código cifrado en cada célula, en cada intersticio de
nosotros. Es una vibración que se expande por todo nuestro ser como la música
en el aire. Es un regocijo inexplicable, pero audible. Un misterio, uno de
tantos.
—Perdóname, mi Señor, ¡perdona mi
ingratitud! Me lo has dado todo y me siento como si no tuviera nada. Vacía.
Tristeza profunda en el alma. No le hallo sentido a la vida, no encuentro un
propósito. Siento vergüenza ante ti, pero estoy hastiada de ella… —lo dije con
los ojos cerrados, virándolos hacia dentro. Intentaba verlo como si lo tuviera
tatuado en los huesos. Solo luz encontré en la inmensa oscuridad de mi
interior.
—Si buscas un sentido, un propósito
de vida, yo te pondré en el camino que te lleva a él. No preguntes cómo sabrás
cuál es. Solo camina hacia adelante, no te detengas. No esquives los obstáculos
ni los enfrentes: fluye. Sin protestas. Sin medir el tiempo ni los espacios.
Encontrarás puertas indicativas del cambio de rumbo que te conduce a tu
destino: atraviésalas, sí o sí. No hay opciones. ¿Aún quieres hallar tu
propósito? —como siempre, fue una pregunta retórica: sabía la respuesta. Yo
había hecho un pacto con lo Divino, y Él con mi humanidad.
Y sí, me
puse de pie.
Y sí, abrió el camino ante mí.
Y sí, lo he estado transitando, y aún lo transito.
He sido obediente. No llevo cuenta
del tiempo ni de la distancia recorrida. Tampoco de los nombres de los lugares
por los que he pasado. Eso sí, les cuento: al iniciar el recorrido —de estos
caminos de Dios— embalé todas mis pertenencias. Todas mis posesiones. Me llevé
conmigo todo lo que pude, por si me hacía falta en algún momento de mi travesía
en búsqueda de sentido. Poco a poco, “puerta a puerta”, me he ido deshaciendo
de ellas. Pesaban. Impedían atravesarlas. Me he ido quitando cargas. Aligerando
mi paso. Nada de lo que he abandonado falta me ha hecho. Ahora que no tengo
nada, siento la satisfacción de tenerlo todo. Sonrío desde el alma, sin
necesidad de máscaras.
Aún me falta atravesar algunas
puertas, lo sé, las puedo ver, cada una más pequeña que la otra. Sé que podré,
estoy dada a ello. La última, que se vislumbra al final del camino, es tan
pequeña, tan diminuta como el ojo de una aguja.
¿El ojo de una aguja? Razón tenía
Jesús al referirse a lo imposible de alcanzar el Reino de Dios cuando el
corazón del hombre está puesto en las posesiones, en las riquezas, en su ego.
Y ahora que no tengo nada, que mi
corazón está en total desapego a lo material y que estoy —absolutamente—
rendida a Él… ¿Podré pasar por tan diminuta puerta? ¿Es eso posible? ¿Tendré
que desollarme y quebrar mis huesos para atravesarla? ¿Tendrá que desgarrar mi
alma el cuerpo para que solo ella alcance el otro lado? ¿Está siempre trenzado
el amor al dolor? Y si es así, ¿verá Dios alguna belleza en ella, o sentiré
vergüenza de mi desnudez ante Él?
Esta
última pregunta vislumbra mi propósito.
Crea mi conciencia, me da sentido.
Él me
llevó al despojo de mis riquezas, mis méritos, mis afectos.
Me dijo que no protestara, pero no me prohibió que le pidiera.
No he protestado. He aceptado.
Ahora le pido el tiempo —justo y necesario— para embellecerme para Él. Solo eso
le pido. ¡Solo para Él!
Epílogo
He
comprendido que el camino hacia Dios no se mide por pasos, sino por
desprendimientos.
Cada puerta que crucé me fue despojando de algo: del orgullo, del miedo, del
apego, del control. Y en ese despojo, descubrí la plenitud.
Ya no temo a la diminuta puerta que aguarda al final del sendero. Sé que no se
atraviesa con fuerza, sino con entrega; no con méritos, sino con amor.
Si debo romperme para cruzarla, lo haré con dulzura. Si debo despojarme hasta
quedar alma desnuda, lo haré con gratitud. Porque ahora entiendo: el ojo de la
aguja no es un castigo, es el punto exacto donde todo lo superfluo muere para
que lo esencial nazca.
“Lo que creí vacío era el espacio que Él necesitaba para habitarme.”