domingo, 29 de junio de 2025

EL COJEO...

Dedicatoria:
“Para las madres que, en silencio, sostienen el mundo de sus hijos.”

Solté la pluma y dejé de escribir. Mis ojos se posaron en aquella sucesión de “punto y coma” separados por “puntos suspensivos”.

La artrosis define el singular caminar de mi madre; cada arrastre de pies resonaba por los pasillos como un latido suave y constante, un tambor que marcaba el ritmo de mis días presentes.

Me sonreí por lo exaltado de mi imaginación, fantaseando con las expresiones de mis nietos si algún día les contara una historia de suspenso y terror inspirada en el cojeo de la querida bisabuela. 

Era solo un juego de la imaginación: en aquel futuro inventado, la bisabuela ya no estaría, pero su huella viviría, intacta, en las palabras que yo les narraría.

Mi pensamiento volvió al presente, y un estremecimiento me recorrió el pecho.

Concebir que aquel sonido, tan familiar y entrañable, pudiera algún día silenciarse, me llenó de una emoción profunda y delicada.

Ese arrastre de pies que durante años ha llenado mis días de recuerdos de amor y de desmedido cariño, vibraría en mi memoria con un estremecimiento que sería a la vez temor y ternura, un hilo invisible que sostendría todo mi mundo interior. 

Cada eco de su caminar parecía susurrarme historias de cuidado, de sacrificio silencioso, de presencia que nunca se olvida.

¡Pavoroso y a la vez nostálgico resultaba imaginar la casa vacía, sin el rastro de aquel cojeo que ha tejido mi vida con hilos de fortaleza y afecto! 

Cada paso parece un personaje, cada resonancia un testimonio: el amor de madre deja marcas indelebles, y aunque algún día sus pies ya no recorran los pasillos, su presencia seguirá latiendo en nuestra memoria, inmutable y cálida.

“Porque los pasos de quienes amamos nunca desaparecen del todo.”


viernes, 27 de junio de 2025

COINCIDIR


Un dibujo de una persona

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COINCIDIR

Ana Margarita Pérez Martin

"Un pacto de almas que trasciende el tiempo para sanar, aprender y elevarse hacia la eternidad."

Introducción

Hay almas que no se resignan a la fugacidad de una sola vida.

Regresan, una y otra vez, movidas por una fuerza tan antigua como la creación misma: el anhelo de completarse. No vuelven por castigo ni por azar, sino por un acuerdo silencioso entre ellas y el universo.

Cada existencia es una página del mismo libro. Cada cuerpo, un traje temporal donde el alma ensaya sus lecciones: el amor, la culpa, la pérdida, la entrega. Nada se olvida del todo; lo aprendido se lleva en la memoria invisible del espíritu, que recuerda incluso cuando la mente calla.

A veces, esos pactos antiguos se activan en el momento justo —una mirada, un encuentro, un viaje—, y todo lo vivido antes se asoma entre los pliegues del presente.

Es entonces cuando entendemos que la vida no empieza con el primer aliento ni termina con el último.

Coincidir es la historia de esas almas que, a través de los siglos, se buscan, se reconocen y se sanan. No como castigo, sino como promesa cumplida. Porque cuando dos o más almas deciden encontrarse una y otra vez, lo hacen para recordar que el amor —el verdadero— no muere: solo cambia de forma hasta que alcanza la eternidad.

 


El pacto

El encuentro estaba escrito desde siempre. No era una simple reunión entre amigas, sino la consumación de un antiguo pacto de almas que habían decidido coincidir, una y otra vez, a lo largo de los siglos, con objetivos muy claros: enseñarse, aprender, reparar, crecer, elevarse… hasta regresar al infinito de los tiempos, el origen de todo.


El llamado del destino

Aquel día señalado no admitía retrasos. El tiempo —esa ilusión que a veces separa y a veces une— había llegado a su punto exacto.

El destino no sería burlado.


El viaje

Ella abordó el avión como quien asume una misión sagrada. Al llegar a Barajas fue directamente a Chamartín y, desde allí, con boleto en mano, inició el trayecto que la llevaría a Avilés. El cansancio la vencía, recordándole su humanidad en el tiempo presente. Pero su conciencia sabía que lo que estaba por ocurrir no era de esta vida solamente.


Memorias del alma

Ya en el tren, miraba los paisajes pasar como ráfagas de recuerdos de tiempos ancestrales incrustados en su memoria. Se dejó llevar por esa oleada sensorial.

 Se relajó.

 Sonrió.


El padre

Era imposible no recordar esos paisajes prístinos del continente austral, donde la pureza del aire unía la visión con las aguas calmas y las riberas encharcadas como un todo. Sentía flotar dentro de una burbuja de líquido mercurio, denso y mágico, al recordarse acompañada de su padre —en absoluto silencio— cuando en su bote pescaba.

Lo tenía en la mente, siempre callado y con la mirada perdida. Recordaba cómo la veía con desdén, incluso con rabia, y cómo, con sus toscas manos, la golpeaba. Jamás le perdonó que su joven y amada esposa muriera por parirla. No la alimentaba. Cuando a su famélico cuerpecito agua le prodigaba, se la tiraba en la cara para que la bebiera del piso como una alimaña.

Así, tirada en el suelo, absorbía el agua y en ella veía reflejada la imagen de ese infeliz hombre: alto, de cabellos rojos, con unos ojos azules tan intimidantes como el cielo tormentoso en alta mar. Allí, tumbada, él la pateaba mientras le reclamaba su extremo parecido con su madre, lo cual juzgaba como una insolencia por no permitirle olvidarla.

Ese hombre, perdido en su impotencia y enojo, le había dado una gran lección de vida: perdonar las villanías del que ama con dolor… está bien.


La infancia de los tilos

También surgía en su mente el recuerdo de su estancia en ese pequeño territorio de la Europa Oriental. Largas calles de tierra negra, alfombradas y perfumadas por flores de tilo. Árboles altos y frondosos las enmarcaban como claras señales de caminos conocidos. Escuchaba su risa, y la de otros niños del vecindario, al corretear a los gatos para colocarles cascabeles que retumbaban en sus oídos.

Las risas no cesaban. Corrían, se encaramaban, rodaban… ¡y por todo se maravillaban! Desde los deditos de sus pies hasta sus cabelleras desprolijas y cundidas de piojos, las flores de tilo y los pelos de gatos los envolvían como regalos, como tesoros. En este pasaje de su vida aprendió que la niñez debe estar rodeada de amigos, despreocupación y alegrías… eso estaba bien.


El amor y la instrucción

Vino a su memoria tardes soleadas de verano, refrescadas por la brisa proveniente del Cantábrico. Ella, sentada en el piso de tierra barrida junto a aquella madre —de ese entonces— que, abnegada y paciente, le enseñaba sus primeras letras. Las dibujaba con un palillo hecho de una rama caída y la madre las borraba y corregía por su constante distracción.

Observaba a su amoroso padre venir cuesta arriba, por el camino empinado, con pesadas vasijas de barro llenas de agua fresca del río, pero con una amplia sonrisa al verla estudiar. Aprendió, entonces, que no valen las posesiones si entre padres e hijos existe amor, dedicación y respeto… y si la instrucción se imparte. Eso estaba bien.


La cosecha del dolor

Y ¿cómo olvidar aquel miserable día en que se le enseñó que cada uno cosecha lo que siembra? Hincada de rodillas en la fangosa tierra fue obligada, por el indignado padre, a poner su cara contra ésta mientras la azotaba sin piedad.

Desde el suelo, con el rostro semicubierto por su cabello lacio y negro empapado de barro y sangre, alcanzaba a ver los cestos llenos de mangos y, al fondo, los platanales. Era tiempo de cosecha. También podía oler la acidez de los frutos que se descomponían en el suelo. Dulces y amargos aromas envolvían su trágico día.

Su pequeña hija —concebida sin unión bendecida por el amor— se había ahogado en el pozo sin auxilio alguno por estar ella en holgazanería. Después de la paliza iracunda de su padre, fue desterrada del fundo familiar. Jamás volvería a ver a su familia vietnamita. Traer hijos al mundo sin amor y sin responsabilizarse por ellos… era un mal asunto. Jamás olvidaría aquella lección. Jamás tal vileza repetiría.


La redención

En cambio, en su siguiente vez, se esforzó por ser útil y valiosa a sus semejantes. Así se reivindicó ante Dios. En una tarde abigarrada de incipiente primavera se lanzó del muelle para ayudar a su hermanita que se ahogaba. La adoraba. Era una bebé dulce y quieta, que solo sonreía.

Oía los gritos de su desesperada madre, suplicándole que la salvara. Impulsada por esa angustia, se despojó del ropaje para lanzarse al agua, pero se detuvo: el miedo la paralizaba. Aquellas aguas, translúcidas por su pureza, eran profundas, traicioneras. Profusas algas verdes y negras emergían como tentáculos deseosos de atrapar todo lo que las rozara.

Vio el cuerpecito agitándose bajo la superficie. Con coraje, se lanzó a las frías aguas. Luchó para alcanzarla y la rescató del follaje marino, entregándosela a su madre. Ésta se fue presurosa para socorrer a la infanta, dejándola a ella olvidada, sumergida. No alcanzaba la superficie. Enredada, luchaba, pero cuanto más se movía más se cansaba.

Se ahogaba. No sentía miedo ni rabia: estaba tranquila. La paz la embargaba. Su deuda con la vida anterior estaba saldada. Amar a los semejantes como a uno mismo está bien. Sacrificar la vida por salvar a un inocente… está muy bien.


La alegría y la unión

Obvio que sus aprendizajes no solo provenían de duras y tristes lecciones, ni de la absoluta pobreza. Siempre la había animado a seguir adelante el recuerdo de los festejos y alianzas. Había aprendido que las personas, al unirse con amor y alegría, se comprometen al respeto y cooperación mutua. Así florecen familias estructuradas, felices y prósperas. Sociedades sanas donde los males no agobian. Y eso… era muy bueno.


El reencuentro

El tren llegó a Avilés. Descendió del vagón y las vio. Allí estaban sus amigas en esta vida. Sus cómplices, en las otras. Eran aquellas almas con las que había pactado para llevar el proceso de aprendizaje, el blanqueo de la conciencia, la elevación última. Habían sido, indistintamente, ¡maestras y alumnas!

El abrazo que se dieron fue eterno. Se fundieron en una sola alma, como quien se reconoce más allá del tiempo, del espacio, de lo corpóreo. Un zumbido silencioso invadió el aire. Los pájaros dejaron de cantar. El cielo, por un segundo, respiró hondo.


La casa y el brindis

Caminaron por las calles antiguas, bajo un cielo que pintaba el mundo de amarillo rancio. Todo era silencio y hojas secas; todo era calma. Los adoquines de las callejuelas parecían susurrar nombres olvidados. Sus pasos resonaban como tambores de un ritual que acababa de comenzar.

Ya en casa, sentadas en la cocina con vino y pan sobre la mesa, brindaron por lo que eran, por el reencuentro. Eran pasajeras del tiempo. Guardianas del alma. Transeúntes de la Tierra, morada efímera donde purgatorio, cielo e infierno coexisten en tiempo y espacio. Escuela estricta que enseña y corrige. Taller donde se forja la esencia —el quién— a golpes de mazo sobre la carne y la conciencia.

—Por nosotras… y por coincidir —dijo ella, la recién llegada. Y el brindis se selló con una alegría mística. La música sonaba baja. Era su himno, el de otras vidas: Coincidir.


La revelación

Cantaban desde el alma: “Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio… y coincidir”.

Y mientras las copas se vaciaban y la noche se fundía con el día, se despojaron de la carne, señal de que el velo entre los mundos se había transparentado. La eternidad quedó al desnudo.

El reloj se detuvo. Afuera, la luna sangraba. Adentro, todo era revelación.


Epílogo

Ahora lo entiendo.

No fue casualidad, ni capricho del destino. Todo lo que dolió, todo lo que amé, todo lo que perdí… tenía un propósito. Cada vida fue un peldaño, cada encuentro, un espejo donde reconocí lo que aún me faltaba aprender.

Durante tanto tiempo busqué respuestas afuera, en otros rostros, en otros mundos, sin saber que la verdad siempre había estado latiendo dentro de mí: somos viajeros del tiempo, almas que regresan a reparar lo inconcluso, a perdonar lo que una vez hirió, a amar sin condiciones.

Hoy sé que nada ni nadie se pierde. Que las almas que una vez me acompañaron siguen aquí, cerca, con otros nombres, con otros cuerpos, pero con la misma luz que reconozco al mirarles los ojos.

Entendí que la muerte no es final, sino tránsito. Que cada partida prepara un regreso, y cada regreso, una nueva oportunidad de ser mejor. El alma nunca olvida. Solo espera el momento perfecto para recordar.

Coincidimos porque así lo pactamos.

Porque, más allá del tiempo, decidimos seguir caminando juntas, aprendiendo, sanando, elevándonos.

Y cuando llegue el instante de volver al origen, lo haremos con la conciencia limpia, la deuda saldada y el amor intacto.

Ahora sé que coincidir…es la manera en que el alma se reconoce eterna.

“Coincidir no es azar: es la memoria del alma que nunca olvida sus pactos.”


viernes, 20 de junio de 2025

EL ÚLTIMO ESPEJO


Texto, Calendario

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Ana Margarita Pérez Martin

Dedicatoria

A los seres humanos que no cuidan lo que tienen y a quienes, habiendo poseído reflejo, olvidaron mirarse: que este espejo —testigo de vuestras risas, de vuestras lágrimas y de la memoria que dejaron— os recuerde que todo abandono vuelve a nosotros en forma de ruina. Que aprendáis a valorar lo simple y lo cercano: un abrazo, una palabra, la tierra bajo los pies; y que antes de perderlo, lo protejáis. Para que el futuro no sea sólo un museo de ausencias, sino un lugar donde el reflejo siga encontrando quien lo mire.

En una vitrina olvidada del Museo de la Tierra, un espejo antiguo descansaba cubierto de polvo cósmico.

Había sido testigo de siglos de humanidad decadente, guerras sin propósitos, besos sin amor, lágrimas de injusticia, soberbia, codicia, vanidad y ego desmedido.

Lo habían fabricado en el año 2025, cuando los humanos aún buscaban su reflejo para reconocerse.

Ahora, en el año 2300, ya no quedaban humanos.

Solo máquinas pululaban las ruinas, programadas para reconstruir un mundo que no comprendían, pero que el espejo recordaba.

Cada noche, cuando los sensores del museo se apagaban, el espejo soñaba. Soñaba con rostros humanos, con siluetas bailando, con risas y llantos,

con amenas conversaciones claras en aquel otrora y que ahora resonaban a vagas murmuraciones perdidas en el tiempo;

con el sol filtrándose a través de las cortinas de lino, llenando con sus haces de luz la estancia…

una estancia cargada de sentimientos y emociones poderosas, ya olvidadas.

Se sentía como un lago quieto que había perdido el cielo que lo reflejaba.

“Sin quien me mire, no soy nada, pensaba.

Un día, un androide de reparación entró accidentalmente a la sala.

Su superficie cromada captó su propio reflejo en el espejo y, por un instante, se detuvo.

Algo en su código se agitó.

El espejo, emocionado, vibró levemente. “¡Alguien me ve!”, pensó

El androide inclinó su cabeza y murmuró sorprendido:

¿Eres… como yo?

Fue entonces cuando el espejo parpadeó.

Sus bordes brillaron.

Y en su interior apareció una imagen: no del androide, sino de un niño riendo y bailando bajo la lluvia.

El androide retrocedió, confundido, no estaba programado para ello.

El museo tembló.

Se activaron todas las alarmas.

El sistema central dio advertencia:

“Memoria humana detectada. ADN simbólico activo.” Y era verdad, porque el espejo no era un simple objeto…

 ¡Era el último respaldo emocional de la humanidad!

“Lo humano es irremplazable: su voz, su dolor y su ternura son el pulso que da sentido. La tecnología es herramienta —poderosa y útil—; su valor no está en su brillo sino en lo que cultiva. Usemos la ciencia y las máquinas para cuidar la vida, restaurar lo perdido y alimentar la dignidad de la existencia. Solo así evitaremos que los últimos espejos sueñen con un pasado que ya nadie recuerde.”





viernes, 13 de junio de 2025

FRUTO MADURO. El pliegue del tiempo

 


Ana Margarita Pérez Martín

“El tiempo no pasa: nos habita, nos dobla, nos acaricia con la misma mano con que nos despide.”


El umbral

Hay un momento en que la prisa se detiene sin aviso.
No hay relojes que marquen la pausa: simplemente, el alma empieza a respirar distinto.
La vida se encorva sobre sí misma y el tiempo se vuelve maleable, como si quisiera abrazar todo lo que fuimos y lo que aún soñamos ser.
Eso, creo, es la madurez: no llegar al final, sino encontrar el centro.
El lugar donde los tiempos se tocan, donde el pasado ya no duele, el futuro no asusta y el presente… el presente por fin se deja sentir.


Los pasos y la memoria

De salida del trabajo me eché a andar calle abajo. El aire era espeso, tibio, lleno de ese olor a hojas rendidas por el otoño.
Cada paso era un suspiro que se me escapaba sin permiso, y me bebía el aire como si fuera mío, solo mío.

Delante de mí, un chiquillo arrastraba los pies, levantando remolinos de hojas.
El viento, atrevido, desnudaba los árboles engalanados, y cada crujido bajo sus zapatos sonaba como una música que no lograba encontrar su compás.
Lo miraba y sonreía. Si yo fuera su madre, pensé, ya le habría hecho caminar derechito, alzando los pies.
Y me reí. Me reí con ganas, sin entender por qué ese pensamiento me resultaba tan tierno.

Poco a poco el niño se fue perdiendo, y con él se apagó el crujir de las hojas.
Aspiré profundo. Exhalé lento.
Entonces mi mente comenzó su pequeño alboroto, y el alma —esa criatura caprichosa— se le unió en el bullicio.
Ambas me hablaban a la vez, en idiomas distintos, reclamando atención, pidiéndome silencio para poder entenderse.

El niño se volvió apenas un punto en el infinito, y entonces, algo se dobló dentro de mí.
El tiempo, tal vez.
Porque ya no estaba allí, sino detrás de una mujer joven —yo misma— que regañaba con dulzura a sus hijos para que no arrastraran los pies.
Ellos reían, sin hacerle caso.
Ella se volvió, me miró, y con una sonrisa cómplice me dijo:

—Déjalos, que disfruten el camino como niños… ya tendrán tiempo para aprender a no tropezar.

Me guiñó un ojo. Y supe que era yo.
Yo, mirándome desde otro tiempo.


Relatividad del alma

Cuando se es joven, solo existe el futuro.
El presente no tiene espacio, y el pasado apenas se asoma en fotografías.
Vivimos de prisa, persiguiendo metas que se deshacen como polvo en la palma.

Pero un día, sin que nadie avise, algo cambia.
No es el reloj —ese invento mecánico que cree medir lo inmensurable—, es la mirada.
La forma en que el alma aprende a doblar los días, a estirarlos, a superponerlos.
Porque el tiempo no es línea: es curva, pliegue, respiración.

El cerebro lo sabe. Se vuelve cómplice.
Juega a confundirme, a traerme recuerdos con textura de presente, sueños con aroma de pasado.
Y así me convence de que todo ocurre a la vez:
lo vivido, lo que espero, lo que aún no me atrevo a imaginar.


El amor del pliegue

Y entre esos pliegues, siempre estás tú.
Ese tú que habita mis silencios, mis letras, mis sueños a medio cerrar.
Te pienso, y el tiempo se rinde.
No hay pasado ni futuro: solo el instante en que tus ojos me miran, aunque no me mires; el momento en que tus labios sonríen, aunque no digas nada.

A veces, cuando cierro los ojos, te encuentro con una claridad que asusta.
Siento que el cerebro me miente para consolarme: me hace creer que esa mirada del ayer sigue ocurriendo, que ese encuentro del mañana ya ha sucedido.
Y yo le sigo el juego, porque me gusta perderme ahí, en ese espacio donde los recuerdos y los sueños son una misma caricia.

Las miradas y las sonrisas del pasado, los sueños de un encuentro futuro contigo, los traigo al presente.
Los coloco frente a mí como si fueran reales, y lo son, porque los siento.
El hoy es mi única certeza, y en él te amo sin nombre, sin reclamo, sin tiempo.
Te amo en el único lugar donde nadie puede alcanzarnos: el instante.
Allí donde el alma respira y el reloj no sabe qué hora es.


La plenitud del instante

He aprendido que solo hay un tiempo que el cuerpo reconoce como verdadero:
el instante que respiro.
Todo lo demás —el pasado y el futuro— son huellas o presentimientos.

El hombre insiste en dividir la vida en minutos, pero el alma solo distingue dos territorios:
lo que vibra ahora y lo que ya se apagó o todavía no existe.

A esta edad, he dejado de desafiar al tiempo. No lo temo. Lo observo.
El pasado es una piel que llevo encima: en ella están las marcas de quienes me amaron, los que me hirieron, los que me enseñaron sin darse cuenta.
El futuro ya no me amenaza; me pregunta.
¿Qué huella quiero dejar?
¿Qué quedará de mí cuando mis días se desvanezcan en los suyos?

Por eso me quedo aquí, en el presente.
No pido hazañas, solo instantes verdaderos.
Porque un segundo de plenitud puede pesar más que un año entero de ruido.


Fruto maduro

Vivir en la madurez no es renunciar a la pasión, sino aprender a encenderla con calma.
No es negar la ternura, sino elegir con quién compartirla.
Hoy sé que cada instante puede volverse memoria o legado, según cómo lo viva.
Y yo quiero que mis instantes tengan esa doble alma: que me pertenezcan mientras los respiro, y que sigan vivos en quien los toque después.

El tiempo no me pertenece, pero mis huellas sí.
Y entre ellas —aunque nadie lo sepa— estás tú.


Epígrafe final

“Espero que, cuando leas estas letras, sientas lo mismo que yo al escribirlas: que el tiempo se plegaba un poquito, trayéndonos a este instante —tan simple, tan real— donde todo lo que existe es la emoción de haber coincidido.”


CARITA DE LUNA LLENA

Imagen que contiene Diagrama

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Ana margarita Pérez Martin 


“El milagro del amor cabe en un instante.”

Pasé por su escuela. Lo busqué en su salón de clases, solo para ver cómo estaba, cómo se comportaba. Al verme, salió corriendo: ¡nada impediría que de mi cuello se colgara!

El choque de trenes fue inevitable; me doblé como una vara. Traté de desprenderlo para que mi espalda no se lastimara, pero nada: ¡de mí, asido como una garrapata!

Bajé la mirada, y allí estaba: su carita de luna llena, viéndome como quien descubre el lucero de la mañana. ¡Sonrisa dulce y confiada, como quien tiene a Dios enganchado en el alma!

Es increíble ese sentimiento entre dos seres que se aman: ¡dos en uno, como polluelo en su cáscara!

 “Dos en uno: la esencia del amor verdadero.”

Dedicado: con todo mi amor a mi nieto Emanuel Pérez Figueredo, el niño que llegó a este mundo para sostenerme cuando yo caía a un pozo sin fin. Un ángel cuyas alas eran la ternura y la devoción, y con ellas me sostuvo...

viernes, 6 de junio de 2025

EL INVIERNO TIENE NOMBRE DE MUJER

 

Ana Margarita Pérez Martin

“El invierno tiene nombre, y el diablo lo sabe.”

Era tal su frialdad que, aún en la lejanía, el mismísimo diablo corrió despavorido a proteger sus predios; no fuese que ella se acercase y… ¡le congelase el infierno!

Porque no era una mujer: era invierno caminante.
Su aliento, escarcha; sus palabras, cristales que laceraban.
Su mirada, un relámpago de hielo que detenía la sangre en las venas de quien osara sostenerla.

Las brasas del averno, que todo lo devoran, se estremecían bajo la amenaza de su paso.

Las hogueras que nunca mueren crujían, apagadas como velas expuestas al viento de su indiferencia.

Ni los gritos, ni las llamas, ni las danzas rojas del pecado resistían el azote de ese frío incontenible.

El diablo lo sabía:
que, frente a ella, su imperio ardiente se volvía páramo.
Que las lenguas de fuego eran carámbanos.
Que la lujuria se quebraba en hielo seco.

Y así, en el centro del infierno, donde todo arde, surgió lo imposible:
un silencio helado,
un fuego azul muerto,
un pedazo de hielo eterno…

No hubo llamas que resistieran ante su frialdad: el infierno no ardía… ¡tiritaba!

El diablo entendió, entonces, que no hay fuego eterno… ¡cuando el hielo lo reclama!

“Hasta el diablo descubrió su límite… el frío de una mujer.”


domingo, 1 de junio de 2025

Hasta que la muerte nos separe


Un libro con la imagen de una persona

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Ana Margarita Pérez Martín

Dedicatoria

A todas aquellas almas que han tenido que aprender a caminar sin la mano de su compañera o compañero de vida.

Sentada estaba —paralizada de miedo— frente a la cama donde yacía él. El cuarto de hospital parecía conjurado para el desconsuelo: paredes desnudas, olor penetrante a desinfectante, y una luz de neón que parpadeaba como si acompañara su agonía.

Fijaba la mirada en su cabello, enmarañado de tanto cabecear, una lucha inútil contra un destino ya sellado. Le sorprendía el brillo de aquellas hebras: hilos de plata y acero retorcidos, resplandeciendo como bajo una luna cruel. La cama, deshecha por su cuerpo contorsionado, mostraba las huellas de sus manos crispadas que habían arrancado la deslucida manta verde agua.

Él respiraba con dificultad; cada exhalación era un suspiro de despedida. El rostro, contraído en dolor, parecía rezar en silencio mientras sus párpados cerrados guardaban la sombra de un llanto contenido.

Ella lo observaba, y con él, repasaba toda una vida.

Su amor había sido callado, austero en palabras, casi invisible en los gestos que suelen sostener a una pareja. Y, sin embargo, había estado ahí, presente en otra forma: en el calor compartido de las noches, en la fuerza de un deseo que no admitía discursos, en los hijos que nacieron como testigos silenciosos de esa unión. Fue un amor distinto, hecho de silencios y presencias corporales, de huidas hacia dentro y de encuentros donde el cuerpo decía lo que la voz callaba.

De repente, él se aquietó. Abrió los ojos y los dejó vagar en la nada. Su rostro se suavizó, rejuvenecido por un instante imposible; una sonrisa se dibujó en sus labios, como si acabara de sellar un pacto secreto con Dios. La luz cesó de titilar. Él dejó de estremecerse. El tiempo se suspendió, y la paz se hizo.

Él partió ligero, como quien se entrega al descanso. Ella sintió entonces cómo empezaba a morir de a poco, atrapada en una soledad helada. Se levantó con torpeza, el cuerpo tan pesado como su alma, y salió de aquella habitación fría de la misma manera en que había entrado…

…sin el abrazo que nunca llegó,
sin la mano entrelazada que señalara un camino compartido,
sin el “te amo” que pudiera sostenerla más allá de la muerte.

“Dedicado a todos los hombres y mujeres que, tras perder a su cónyuge, descubren que el amor no muere: se transforma en memoria y en herida.”