viernes, 31 de octubre de 2025

LA HISTORIA DETRÁS DE LA PUERTA


 Un grupo de personas posando para la cámara con un texto en blanco

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“Cada puerta guarda una historia, y algunas prefieren permanecer cerradas.”

Introducción

Siempre me ha intrigado lo que callan las casas.
Cada puerta, cada muro, cada objeto, guarda un eco de lo vivido; a veces son risas, otras silencios pesados que nadie se atreve a nombrar.
Hay espacios donde el aire parece detenido, donde algo quedó sin resolver, y basta una mirada para sentir que algo —o alguien— aún habita allí, en forma de recuerdo.
Este relato nació de esa sensación: la certeza de que, detrás de cada fachada, existe una historia que se resiste al olvido… una historia que quizá preferiría no ser contada.

La tarde era cálida, con ese sopor apacible que invita a la charla lenta y sin prisa. Las cuatro mujeres estaban reunidas en la cocina, sentadas en el mesón disfrutando de grandes tazones de café con leche, humeante y a pan recién hecho.

El ambiente era agradable. Perfumado por los aromas de lo que allí se degustaba y, también, por la alegría de esas almas cada vez que se juntaban. De repente el silencio se impuso: todas se quedaron mirando la viga que sobresalía en el oscuro techo de madera.

Era un madero extraño, atravesado de pared a pared, pero sin sostener nada; como colgado en el aire, insinuando que allí se esperaba sujetar algo. Algo que no era precisamente una piñata: el espacio era estrecho, apenas suficiente para que cupiera una sombra. ¿Un capricho del arquitecto, o un diseño arquitectónico inconcluso, tal vez?

Las tres generaciones de mujeres —abuela, madre, hija y la tía que había venido de visita— habían hecho la misma pregunta infinidad de veces. Cada tanto, para despojarla de su aire lúgubre, soltaban una broma sobre la dichosa viga. Pero, pese a la risa, siempre acababan volviendo a mirarla con recelo… porque esa viga, en el fondo, daba mala espina.

La más joven fue la primera en romper el silencio:

—Oigan, hablando de vigas funestas, escuchen este chiste que me acaban de mandar —dijo con picardía, mostrando el móvil—: “Mami, ¿podemos mecer a la abuela? —No, todavía no, hasta que sepamos si se colgó o la colgaron—”.

La abuela abrió los ojos desmesuradamente, el chiste no le pareció gracioso.  En principio, obvio, de una abuela colgada trataba. La madre miró a la hija como reprochándole, mientras que la tía apretaba los labios para contener la risa. El chiste era cruel, sin duda, pero las carcajadas —al final— brotaron de todas ellas. Así es la naturaleza humana: se permite reír incluso de lo que asusta. La risa, sin embargo, se cortó de golpe, como si alguien hubiera apagado la luz. El silencio volvió, pesado, cargado de conciencia y el tema regresó a la viga.

La nieta frunció el ceño y, con voz grave, preguntó:

—¿Se acuerdan de esa casa amarilla con la fachada de piedras negras, la que está tres puertas más abajo? Esa misma que siempre les digo que no puedo pasar por delante sin que se me ericen los vellos.

Las tres asintieron en silencio, mirándose entre ellas. Las risas se esfumaron y, en su lugar, quedaron mudas -con las cejas levantadas y los labios tensos-, sus rostros reflejaron expectación e inquietud ante esa pregunta que, como murmullo gélido, les ponía la piel de gallina.

—Pues bien—continuó, bajando un poco la voz—, me enteré el otro día de que la dueña se ahorcó allí, hace ya algunos años. Yo no lo sabía, pero algo malo intuía.

Un estremecimiento recorrió la mesa. Todas conocían al esposo y a la hija de aquella mujer; los saludaban con naturalidad cuando los veían en el jardín de enfrente. Nunca imaginaron lo que se escondía tras esas paredes.

El comentario desató reacciones diversas. Miradas clavadas en el café, dedos inquietos sobre la taza, manos llevadas a la cabeza, también al corazón. Emitieron juicios morales, reflexiones religiosas, lamentos y suspiros de compasión. Palabras y gestos al calor de la conversación, que poco importan ahora. Lo esencial era la certeza que quedaba flotando, no en el aire, en la conciencia: ¿cuánta gente tratamos sin conocer sus honduras? ¿cuántas casas esconden historias invisibles? ¿Qué se esconde tras las puertas ajenas? Tal vez la misma pregunta que evitamos hacernos en la nuestra…

La abuela — visiblemente afectada por la revelación— alzó la mano y, con el dorso, acarició el rostro de su nieta con ternura. Luego, extendiendo sus manos las posó en las manos de sus hijas. Las miró, con la profundidad del océano azul de sus ojos, y les susurró:

—De lo gracioso hemos pasado a lo trágico. Nunca más volveré a ver igual esta viga… hagámosla desaparecer, por favor. —ese susurro no fue una súplica, fue un mandato.

Después de aquello, resultaba imposible volver a pasar frente a una fachada sin preguntarse, en voz muy baja, como pensamiento que se escapa:

¿Cuál será la historia que se oculta tras la puerta? Y, sobre todo, ¿qué puerta se oculta tras cada historia?”

Epílogo

Desde aquel día, miro las puertas con otros ojos.
Pienso en cuántas vidas se desarrollan detrás de ellas, cuántas alegrías y desdichas conviven bajo un mismo techo, ocultas a la mirada de los demás.
Comprendí que las casas no solo guardan cuerpos: guardan almas, gestos suspendidos, palabras no dichas.
Y que, al final, todas las vigas —las reales y las simbólicas— sostienen mucho más que paredes: sostienen lo que callamos, lo que nos duele, lo que somos cuando nadie mira.
Porque ninguna fachada es muda… todas, tarde o temprano, murmuran su verdad.

“Tras cada umbral hay un alma intentando sostener su propio techo.”

domingo, 26 de octubre de 2025

LO COTIDIANO

 

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“Descubre lo extraordinario en cada instante.”

 Introducción

Hay días en que me descubro corriendo detrás de lo que falta, sin detenerme a mirar lo que ya tengo frente a los ojos.
He vivido así muchas veces, distraída, buscando lo excepcional como si solo lo grandioso mereciera ser recordado.
Pero poco a poco he comprendido que la vida verdadera se esconde en lo simple: en los gestos, en los silencios, en aquello que no presume.
Por eso escribo estas líneas, como una forma de recordarme —y de recordarnos— que lo extraordinario no siempre brilla… a veces apenas respira, pero basta detenerse para sentir su pulso.

A veces tememos hacer el ridículo por deleitarnos en lo simple y habitual. Qué necios somos, como si importara a alguien lo que hacemos, mientras no alteremos su mundo.

Vivimos rodeados de maravillas silenciosas, latentes en lo cotidiano: el afecto constante de quienes nos acompañan, la lealtad silenciosa de los amigos, las miradas y gestos que cruzan nuestro camino; el latir profundo de los mares y ríos, la danza perpetua de los campos y las hojas al compás del viento, el cielo que respira luz y sombra, y la música callada de sol, luna y estrellas.

Todo nos envuelve y, aun así, como ciegos en abundancia, lo damos por sentado.

Somos seres de balance negativo: lloramos lo que falta, anhelamos lo que no llega.

Pero basta un instante de atención para descubrir lo extraordinario en lo pequeño: un “te amo” que resuena como eco en el alma, una risa inesperada que enciende el aire, la ternura silenciosa de un gesto, la sonrisa de un niño como caricia etérea, la advertencia sabia de un anciano que nos alerta como borrasca anunciada, el olor de la ciudad bajo la lluvia, el susurro del mar al acariciar la orilla, el juego travieso de una mascota que nos recuerda la sencillez de existir.

Cada instante merece ser contemplado como si fuese la primera… y última vez. Sentido como lo que es: un regalo vivo, palpitante, del particular mundo que nos habita.

En lo cotidiano vibra lo extraordinario de la existencia. ¿Cursi? Tal vez. Pero feliz y agradecida, también, por este “hoy” que se me ofrece, que recibo como quien sostiene en sus manos un fruto recién caído del árbol, tibio y perfecto, y deja que su esencia penetre en cada poro de la vida.

Epílogo

Hoy no quiero grandes hazañas ni respuestas definitivas.
Solo deseo aprender a mirar con ojos nuevos lo que siempre ha estado ahí: el olor del café, la voz de quien me nombra, el aire que entra y sale sin pedir permiso.
He descubierto que la plenitud no es una meta, sino un estado de atención.
Y que cuando logro detenerme, aunque sea un instante, el mundo entero se revela distinto: más cálido, más cercano, más vivo.
Porque, al final, la felicidad no se busca… se reconoce en lo cotidiano.

“La maravilla vive en lo más cercano, latente en cada gesto.”

viernes, 24 de octubre de 2025

Las que aman la vida


 Texto, Carta

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“Amar la vida es sostenerla en lo simple.”

Introducción

Siempre me han conmovido las manos.
Las miro y siento que en ellas se guarda la historia del mundo: la ternura y la fatiga, la entrega y el silencio.
Quizás porque en mis propias manos —y en las de tantas otras— he visto reflejado el pulso invisible de la vida cotidiana, ese que no busca aplausos, pero sin el cual nada se sostiene.
Hoy escribo pensando en esas manos anónimas que aman la vida sin decirlo, que la levantan cada día con gestos simples, con fe, con paciencia, con amor.

Manos que estrujan los ojos
al despuntar el alba,
tapan la boca con pereza
para atrapar un bostezo
antes de que se escape... llevándose con él las ganas de ponerse de pie

Manos que desenredan cabellos,
abrigan el cuerpo
y calzan los pies desnudos de sueños.

Manos que preparan alimentos con amor,
que bendicen,
que se entrelazan
y le dan fuerza a la oración.

Manos que se llevan al pecho
como un refugio,
para espantar los miedos
y calmar el dolor de mil nombres.

Manos arrugadas por el agua,
de tanto fregar trastos,
de enjabonar pieles curtidas
y cabezas nevadas por el tiempo…

Manos que han sostenido el mundo en silencio, sin quejas,
sin hacerlo notar.

¡Qué sé yo!

Manos desgastadas,
agradecidas manos,
¡de tanto la vida amar!

Epílogo

A veces olvido que amar la vida no es un acto grandioso, sino una suma de gestos pequeños: una taza de café compartida, una cama tendida con cuidado, un pan amasado con ternura…
Eso es sostener el mundo.
Y cuando miro mis propias manos —cansadas, quizá, pero llenas de historias— comprendo que también forman parte de esa cadena silenciosa que da sentido a todo.
Porque amar la vida, lo entiendo ahora,
es seguir ofreciéndola en lo simple,
en cada caricia, en cada tarea,
en cada amanecer que aún me invita a comenzar.

“Amar la vida es sostenerla en lo simple.”

viernes, 17 de octubre de 2025

PERDIDA


Perdida

Ana Margarita Pérez Martín

“Entre hilos de sueños, la piel recuerda lo que el alma anhela.”

Prólogo

Hay días en que me desconozco.
Camino entre rostros y lugares familiares, pero todo me parece ajeno, distante, como si el mundo se hubiera desplazado un poco y yo quedara fuera de su centro.
No sé si busco un lugar, una mirada, o una versión de mí que extravié sin darme cuenta.
Solo sé que sigo andando, con los bolsillos llenos de preguntas, y el corazón temblando entre quien fui y quien aún espero ser.
Este es uno de esos días: un intento por entenderme entre los hilos sueltos de mis propios sueños.

Caminando.
A plena luz del día.
Mirándolo todo…
con ansiedad escondida.

Caminando sin brújula,
desnuda de rumbo,
hallándome totalmente perdida.

Mi vida la sostiene
una maraña de sueños;
frágiles hilos que tiemblan,
que se enredan,
que apenas me sostienen.

Me siento como agua estancada:
espejo sin reflejo,
sed que se esconde,
transparencia que se evade,
un sorbo que se escapa…

¿Hacia dónde va
quien siempre espera
el roce de un río vivo
que la penetre, la despierte,
y la haga fluir con la corriente?
Hacia un océano agitado, vivo, en movimiento;
Lejos del lago apacible, donde no azota el viento.

 Epílogo

Quizá perderme era necesario.
Tal vez solo desde el desconcierto podía aprender a escucharme sin ruido, a mirarme sin miedo. He comprendido que no todo vacío es ausencia: algunos son espacio para lo nuevo, para lo que aún no se atreve a nacer.
Sigo caminando, sí, pero ahora con la certeza de que cada paso, incluso los errantes, me acercan a mí.
Ya no temo al silencio ni a la quietud. Porque empiezo a sentir, muy dentro, el rumor de un río que despierta…
y sé que, al fin, volveré a fluir

“Solo el roce de lo vivo puede hacer fluir lo que permanece estancado.”


viernes, 10 de octubre de 2025

El inicio del todo

Imagen que contiene objeto, estrella, agua, tabla

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“El universo nació de un verso primero.”

Introducción

Antes del tiempo, antes del nombre, antes del pensamiento… hubo silencio.
Un silencio tan pleno que contenía todos los sonidos por venir.
En él latía la promesa de la existencia, el germen de la palabra, la primera vibración que más tarde sería universo.
Este poema es una ofrenda a ese instante primordial: el punto donde lo divino se hizo movimiento, donde la nada decidió florecer.
Cantar al origen es recordar que cada átomo de nosotros proviene de una chispa sagrada, que aún arde, que aún crea.

Le canto al Inicio del Todo —y poca ofrenda es—,
a ese instante imposible, anterior al tiempo,
donde nació el universo con el poder de lo infinito, de lo omnipotente… y con él, el asombro.

Antes del antes,
cuando no existía el tiempo para decir “antes”,
el Todo era un punto
sin tamaño, sin principio ni fin.
Sin forma, etéreo, incorpóreo.
Sin destino, pero con propósito.

No había luz
ni oscuridad.
No había adentro ni afuera,
ni siquiera un “dónde” para guardar el misterio.

Solo una semilla
conteniendo todos los jardines posibles.
Una vibración guardada,
como un suspiro suspendido en el pecho de lo eterno,
como un latido sin corazón que lo sostuviera.

Y entonces,
sin razón, con conciencia;
sin permiso, con autoridad;
sin público, con omnipresencia,
ocurrió.

Un estallido sin ruido,
una flor de fuego que se abrió en la nada,
lanzando materia y espacio
como pinceladas de un artista invisible
sobre lienzo sin marco,
tejido con fibras de amor y esperanza.

No fue una explosión.
Fue una expansión.
Un parto cósmico donde el útero era la nada
y el hijo, el Todo.

El tiempo nació con Él,
como un hilo dorado extendiéndose en espiral.
El espacio lo siguió,
con su cuerpo de seda estirada y temblorosa.
Y junto a ellos,
el sonido primero: un murmullo sagrado,
la música del origen.

En esa danza inicial
se tejieron las leyes,
se encendieron las estrellas
y aparecieron las primeras preguntas
—aún sin labios para formularlas—.

Desde ese instante,
toda piedra, todo viento,
toda lágrima y todo verso
llevan en su médula
el eco del principio,
del Creador.

Somos polvo que recuerda.
Materia que canta.
Conciencia que vuelve sobre el origen
y lo nombra…
sin entenderlo del todo,
pero con reverencia,
con amor,
con fe,
con devoción.

Epílogo

El origen no fue un evento que quedó atrás: sigue ocurriendo, en silencio, dentro de todo lo que existe. Cada respiración, cada pensamiento, cada gesto de vida es una réplica minúscula del primer movimiento. El universo no terminó de nacer; continúa expandiéndose, y con él, también nosotros.

Comprender el principio no es tarea de la razón, sino del asombro. El intelecto mide, analiza, busca causas; pero el alma solo contempla y reconoce. En ese reconocimiento está la verdadera sabiduría: saber que provenimos de algo inmenso, que somos parte de una inteligencia que nos desborda.

Y así, entre lo finito y lo eterno, transitamos: materia que piensa, espíritu que recuerda.
Porque en el fondo, toda búsqueda —científica, filosófica o espiritual— es la misma: el intento de volver al punto inicial, al verso primero donde comenzó el Todo

“Somos fragmentos de la primera luz.”

viernes, 3 de octubre de 2025

RETIRADA A TIEMPO




Dedicatoria

“A todos los que, confundidos entre sombras ajenas, entregan su luz interior. Que sepan que la esencia es un río que no se debe desviar, ni siquiera por el deseo de ser aceptados.”

“Hay momentos en que alejarse no es cobardía, sino salvar el alma.”


Introducción

En un mundo que se agita entre prisas, apariencias y palabras vacías, conservar la calma se ha vuelto un acto de rebeldía. Cada día estamos más expuestos al ruido ajeno —ruido que confunde, que divide, que hiere—, y sin darnos cuenta, terminamos perdiendo un poco de nuestra luz en el intento de encajar o de comprender lo incomprensible.
Este texto es un recordatorio sereno, aunque firme, de que retirarse a tiempo también es una forma de amor propio. No todo vínculo merece nuestra presencia, ni todo silencio es renuncia: a veces, es la más digna afirmación del alma.

En estos tiempos “extraños” en que vivimos, no debemos aislarnos ni excluir a nadie; y, sin embargo, hay momentos en que dar media vuelta es un acto de supervivencia, un gesto de salvaguarda del alma. ¡Es mejor estar solo que mal acompañado!

Cuando estamos cerca de la gente, en lugares públicos o privados, con extraños o conocidos, y sentimos inquietud recorrernos como un viento helado… cuando nos movemos de un lado a otro, inquietos, incómodos, sin hallar sosiego; o bajamos la cabeza por vergüenza, o para ocultar lágrimas que brotan sin permiso, nacidas de la impotencia, la ira o el dolor —por la razón que sea— sin poder frenar aquello que nos hiere… es momento de retirarse, de no formar parte del caos.

Es entonces cuando comprendemos que algo oscuro se ha infiltrado, el “diablo” que nadie invitó: sombra que corroe la empatía, torbellino que revuelve las entrañas, viento que arrastra lo peor de nosotros. La confusión sube, la mente se nubla, la paciencia se quiebra; sentimos la tensión en cada músculo, el corazón palpitando como hojas al viento.

Hay que tomar los bártulos de inmediato y marcharse por otro sendero; o recluirse en casa, cerrando puertas con firmeza, sin rendija alguna. No es cobardía, no es miedo: es sensatez, prudencia, sabiduría.

Se debe hacer sin vacilar, porque si permanecemos, las emociones se desbordan, los principios se desvanecen, y la razón, la paciencia, la tolerancia… incluso la decencia, se evaporan. Se dirá lo que se piensa, se hará lo que se siente, sin vuelta atrás.

Porque el “diablo”, señores, es una mierda… no se combate ¡se evita!

Epílogo

Al final, lo que importa no es cuánto resistimos entre la confusión, sino cuánto supimos preservar nuestra esencia en medio de ella. Retirarse no siempre es cerrar una puerta; a veces es abrir una ventana hacia la claridad, hacia un aire más limpio donde el alma pueda respirar.
Porque quien sabe alejarse cuando la sombra invade no huye: se salva. Y en ese acto silencioso de sabiduría, vuelve a encender su propia luz… lejos del “diablo”, y cerca de sí mismo.

“Sí, el diablo es una mierda, y quien se deja arrastrar también.”