miércoles, 30 de abril de 2025

Muchos mundos, un solo cielo

 

Un pizarrón negro con letras blancas en un fondo oscuro

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“Un apagón que encendió las luces del alma.” 

Introducción

No suelo recordar los días por su fecha, pero aquel lunes quedó grabado en mi memoria. No por lo que hice, sino por lo que sentí. Madrid se apagó, y con su silencio se encendió otra forma de mirar. Descubrí que, cuando el mundo se detiene, la humanidad respira más fuerte.

En una ciudad donde laten más de siete millones de corazones al mismo tiempo, y donde circulan casi seis millones de vehículos diariamente, debería escucharse un estruendo que reventara los oídos. Pero no. En Madrid —mi Madrid— la dinámica suena, a veces, como el redoble de una marcha militar: paso tras paso, con una cadencia marcada por el ritmo vertiginoso de su modernidad. Otras veces —casi siempre— su movimiento es un pasodoble que uno quisiera bailar… ¡eternamente!

Ese día, lunes 28 de abril, como todos los días, la ciudad parecía un enjambre inagotable. Calles llenas de gente multicolor, con sus voces y silencios; movilizándose cada cual a su manera y ritmo; con edificios que te cuentan su historia y otros que, amablemente, guardan la altura respetuosa para mirarte de frente, confortándote con abrazos verdes… salvo esas tres manos en alto, ¡quince dedos queriendo rascar el cielo! Torres que se alzan como desafíos humanos, mundos de vidrio y acero apuntando al mismo firmamento.

Cada persona llevaba su propio mundo en la mirada: quienes caminan deprisa con el tiempo contado; quienes vagan sin rumbo disfrutando la locura de existir; quienes miran escaparates que nunca podrán pagar; quienes no saben qué es caminar con miedo. Los locales, que se la beben como agua; los extranjeros, que se la comen con hambre de más. Así, día tras día, mundos que coexisten sin encontrarse. Hasta ese día… 28 de abril de 2025.

Fue a las 12:33 cuando la ciudad se infartó. Súbito. Una sorpresa. Una rareza. Fue solo un susto, pero nadie lo sabía. La ciudad se apagó. El tiempo también. Cada cual reaccionó a su manera, según sus experiencias, creencias e ideologías. Algunos hablaron de saboteo; otros, de negligencia; hubo quienes se alarmaron por una posible acción bélica. La comunidad de migrantes, en su mayoría, se llevó las manos a la cabeza exclamando: “No jodas, la maldición del socialismo nos persigue”. Sí, hablo del apagón. De la pausa del flujo eléctrico… de la desconexión con el mundo que conocemos. Duró apenas unas horas, pero se midió como eternidad. Un evento extraño para unos, común para otros tantos. Lo cierto es que ese breve lapso marcó un antes y un después en la vida de la mayoría.

Lo desconocido causa incertidumbre, y esta… ansiedad. Sin electricidad ni conectividad, la dinámica de la ciudad cambió. Todo se paralizó. Semáforos apagados, atascos formados. Ni metro ni Renfe. Ni cajeros automáticos, ni datáfonos… ni efectivo. Escasa comunicación telefónica. El miedo y la inseguridad detonaron reacciones de pánico: compras nerviosas de productos básicos, velas… y papel higiénico. Escenas que recordaban el comienzo de la pandemia del Covid-19.

Y en medio del caos, aparecieron los reflejos de humanidad. Un ejecutivo, acostumbrado a mover fortunas con un clic, quedó inmóvil ante una caja registradora que no aceptaba su tarjeta. Miró alrededor, desconcertado, hasta que una mujer sencilla, con un paquete de pan en las manos, le tendió unas monedas para completar el pago. Se miraron, sorprendidos, como si ninguno entendiera el gesto que acababa de suceder.

En otro rincón, una anciana encendió una vela en el umbral de su edificio. La llama pequeña iluminó los rostros de varios niños que se acercaron, fascinados, como si aquella luz frágil contuviera más poder que todas las torres eléctricas de la ciudad. Alguien la protegió con sus manos para que no se apagara con el viento. Y en ese acto sencillo se concentró toda la fuerza de lo humano: cuidar lo que alumbra, aunque sea mínimo.

Los mundos que se movían a un mismo tiempo, sin rozarse, por unas horas se fusionaron en uno solo. Todos con la misma preocupación, con las mismas necesidades. La luz se apagó, pero se encendieron las almas: esa llama que nace del corazón y se conecta con los demás corazones. La solidaridad se volvió piel, sensible al roce humano. No hubo quien no se volviese a mirar al que tenía al lado, convirtiéndose en una extensión de sus sentimientos y emociones. Incluso aquellos expertos en contenerlos. Lo malo evidente sacó a relucir lo bueno oculto en la gente. La gente volvió a ser gente.

Muchos mundos, amparados por un mismo cielo: el amor al prójimo. Como hermanos. Como hijos del mismo Padre. Y en ese instante, sin artificios ni luces de neón, se reveló una verdad: que ninguna torre, ningún poder ni fortuna nos sostiene. Solo la virtud, ese fuego secreto que ni los apagones pueden sofocar.

Epílogo

A veces pienso que el apagón no fue una falla eléctrica, sino una lección colectiva.
Por unas horas, la ciudad volvió a ser aldea. Nos miramos a los ojos, compartimos lo que teníamos, y recordamos —como si despertáramos de un largo sueño— que la humanidad no se mide en megavatios, sino en gestos.
Cuando la luz volvió, muchos aplaudieron. Yo, en cambio, sentí una leve nostalgia. Porque, en la oscuridad, habíamos encendido algo más profundo: la conciencia de que todos habitamos muchos mundos… pero bajo un solo cielo.

¿Dónde estabas tú, y qué estabas haciendo, cuando el apagón en Madrid?

EL UMBRAL ENTRE DOS RESPIROS


Texto

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EL UMBRAL ENTRE DOS RESPIROS

Ana Margarita Pérez Martin

“El instante eterno de una despedida inevitable.”

Contemplaba aquella pálida e inmóvil imagen, reposada sobre las blancas sábanas, como si ya no perteneciera del todo a este mundo. El cuerpo parecía conservar el eco de una presencia, pero el alma —esa que conocíamos— ya andaba lejos.

Rostro boquiabierto. Mirada extraviada hacia el alto techo; aunque yo sabía —lo sentía— que no miraba allí, sino más allá: hacia un punto en ningún lugar, donde se diluyen los límites del tiempo. Habían cesado las ganas de andar, y con ellas, las de respirar. El cuerpo no luchaba: se entregaba. Un corazón vacío, sin anhelos de vida, como una flor marchitada antes del alba.

La mente, deshabitada. La memoria, desprendida a pedazos por las garras afiladas de un tiempo cruel que —como bestia ingrata y despiadada— mutila y devora todo sin compasión. Se come el pasado, de a pedacitos, como torturándolo. Al presente se lo tragó de un bocado, y al futuro lo miró con desprecio… ¡no le dejó nada!

En este horizonte terrestre nada le aguardaba. Solo la apetecida muerte: no como castigo, sino como regreso a la cuna, al origen. Como un silencio dulce que, al fin, le abriera los brazos para su descanso.

La contemplaba. Solo eso hacía. No me atreví a preguntarle cómo se sentía. No creí que quedara aliento ni fuerza en su boca para tejer una sola palabra. Y si acaso respondía, ¿serían humanos sus sonidos? ¿Los entendería yo… desde este lado?

No la animé más. ¿Para qué? Toda palabra era ruido. Toda esperanza, un hilo cortado. Solo la observaba, como se contempla la imagen de la Santísima en un altar: con el alma arrodillada, con los ojos desbordados, con el corazón trémulo, implorando un milagro que, en lo más profundo, sabía que no vendría.

Porque la muerte no entra, no golpea la puerta… se desliza bajo ella. Y cuando llega, ya ha estado antes. Ronda. Se posa. Envuelve. Habita. Como un suspiro sin dueño, entra por la boca e instala su presencia… formando un umbral entre dos respiros.

Allí estaba yo, con mis manos atadas por la impotencia, con mi voz disuelta en la humedad de la pena, con mi espíritu encogido ante ese abismo sin respuesta.

Nada de lo mío podía retenerla. Ni el amor. Ni las lágrimas. Ni las oraciones silenciosas que repetía en el altar secreto del pecho.

Y entonces lo supe, como se saben las verdades sin palabras: que hay presencias que se van antes de partir. Y que hay despedidas que solo se comprenden con el alma de rodillas.

No dije nada.
No toqué su mano.
Solo la miré partir,
como se mira un barco que se aleja entre la niebla:
sin saber si volverá,
sin saber si alguna vez estuvo.

“Un viaje al borde de la vida, donde la muerte se vuelve poesía.”

viernes, 25 de abril de 2025

LOS SILENCIOS DEL CAMINO


Imagen que contiene Calendario

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Los Silencios del Camino

Ana Margarita Pérez Martín

Cada paso es un relato, cada cruce una historia

Sin saberlo, él fue la inspiración de estas letras. Me detuvo con un saludo, seguido de una interrogante:

—¿Sabes que te observo en silencio? ¡Lo sabes! Y dime, ¿por qué nunca te detienes? Siempre andando… bajo el sol e inclemente calor del verano, bajo la lluvia del otoño o el frío del invierno. Siempre andando.

Por primera vez miré a los ojos a ese hombre. No lo hice de cualquier manera, sino de forma entrañable. Su pregunta, más que una duda, fue una confesión. Una confesión que me llevaría, a mí, a confesarme. Pero no en ese momento ni a él, sino a mí misma, al reiniciar mi andar. Le respondí con un silencio impreso en una sonrisa. Creo que lo entendió.

Caminar no es un reflejo, lo sé, lo siento. Los reflejos pertenecen a lo inmediato: al parpadeo ante la luz, a la retirada de la mano frente al fuego, al retroceso del cuerpo ante la amenaza. Caminar es otra cosa, algo que va más allá del movimiento rítmico y voluntario que requiere la coordinación de estructuras neurológicas complejas… ¡es mucho más que eso!

Al caminar, la memoria se activa, el cuerpo recuerda. Recuerda el universo inmenso que se mostraba al gatear, aquel primer tambaleo, el miedo a caer, la victoria de un paso sostenido. Desde entonces, cada zancada es un acuerdo tácito entre mi memoria y el presente. El cuerpo avanza casi solo, como si hubiera un metrónomo escondido en mi médula, pero soy yo quien elige el rumbo. En esa mezcla de lo automático y lo consciente encuentro mi primera certeza: sigo viva porque sigo andando.

Y sí, me confieso: camino para escribir. No con la mano que sostiene la pluma, sino con los ojos abiertos entre la multitud. Cada rostro que se cruza conmigo me dicta una historia que nunca terminaré de conocer, pero me la invento. El que lleva el gesto vencido de una batalla secreta. El adolescente que se ríe de algo que solo él entiende. La joven de aspecto descuidado porque sabe que su piel tersa es el único adorno que necesita. La mujer madura que cultiva el atractivo para resaltar su esencia. El joven que corre con cascos puestos porque el físico y la música lo estimulan. El hombre canoso que se instruye y se supera, caminando erguido, porque allí reside su masculinidad. El anciano que cuenta sus pasos como cuentas de un rosario invisible. El niño que patea una pelota porque aún no ha descubierto que no es lo único que se patea en la vida.

Ellos, y muchos otros, no saben que, al pasar junto a mí, absorbo esa energía que emana de ellos. Energía que transformo en imágenes, en sentimientos y emociones… que expreso en letras, puntos y comas. En palabras vivas que laten.

Caminar entre la gente es abrir un libro de infinitas historias contadas con frases interrumpidas y silencios… silencios que dicen más que mil palabras. A veces me basta un parpadeo para inventarles destinos, un giro de hombros para adivinarles heridas, una forma de pisar para imaginarles la luz y las sombras de sus almas. Yo recojo esas frases incompletas, esos silencios, como migas dispersas en el camino, y las guardo para crear historias completas. Cada mirada, un título. Cada sonrisa y gesto, un capítulo. Cada silencio, un final.

Sí, así es: caminar es inspiración, es escritura. Cada paso es una confesión, y cada cruce, una historia.

Camino porque, al caminar, me reconozco narradora; y porque sé —aunque los demás no lo sospechen— que me han confiado sus historias sin necesidad de pronunciar una sola palabra. Coincidir conmigo, en un instante del camino, es consentimiento; del mismo modo que yo les confío mi historia y les cedo, a otros narradores que se desplazan por estos senderos de la vida, un pedazo de la mía.

Y si alguna vez nuestros pasos vuelven a cruzarse, tal vez no haga falta decir nada: bastará el silencio, para que tu historia me hable y la mía te acompañe.

 

“Cada paso que doy es un diálogo callado con quienes fui, con quienes me miran, y con quienes aún no saben que me encontrarán.”


viernes, 18 de abril de 2025

LITTLE MISS SUNSHINE


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Little Miss Sunshine

Ana Margarita Pérez martin

“Una meditación sobre aceptar, amar y sonreír en medio del caos.”

Un día más, uno de esos que parecen estirarse hasta la eternidad. Me siento al borde de la cama, fija la mirada en el reloj. Escucho su tic-tac, tic-tac, pero las manecillas permanecen inmóviles. No estoy loca: sé que el tiempo sigue corriendo… aunque en mi mente parece suspendido, como un péndulo atrapado en el aire.

¿Para qué luchar contra esto? Si me acuesto, me quedaré observando el techo. Lo conozco bien: alto, imponente, de madera brillante aún bajo la penumbra del cuarto. Entonces recurro al único refugio posible del insomnio: la televisión.

Al encenderla, apareció FOX anunciando Little Miss Sunshine. Vieja, amarillenta, como las fotografías desvaídas de mi juventud. “Debe de ser buena”, pensé. Y pensé bien. Al principio me resultó extraña, incluso un poco absurda, pero pronto esa sencillez inesperada me cautivó. Su historia, tejida con hilos de rareza y ternura, me mantuvo atenta de principio a fin. No recordaba la última vez que una película lograba sostenerme así, sin que mi mente escapara por rendijas de distracción. Una obra de bajo presupuesto, sí, pero con el tesoro de un argumento que brillaba por encima de todo.

Con la mente despejada, intenté apagar la pantalla. Me dispuse a dormir. Pero FOX decidió encadenar mi vigilia con Los Simpsons. Reí un largo rato, como quien se deja arrullar por el humor, hasta que otra vez intenté cerrar los ojos. Resistían, como si fuesen criaturas tercas, con voluntad propia.

Entonces me sorprendió la coincidencia: tanto en la película como en la caricatura, los personajes eran distintos, cada uno cargando su propio drama, pero todos pertenecientes a una misma familia marcada por la disfuncionalidad. Así dirían los especialistas. ¿Cómo sobrevivían unidos, a pesar de todo, y además sonreían? ¿No era eso una contradicción? ¿Cómo podían ellos sí… y otros no? ¿Dónde estaba la clave?

Lo curioso era que no intervenían psiquiatras repartiendo pastillas que alteran la mente hasta confundirla, ni psicólogos eternizando sesiones sin soluciones reales, ni burócratas indiferentes midiendo la suerte de una familia en cifras presupuestarias. Nada de eso. Solo estaban ellos: imperfectos, raros, golpeados por la vida, pero de pie. Y, sobre todo, juntos. Compartiendo. Resistiendo. Riéndose de sí mismos.

Entonces lo entendí. La felicidad no existe como entidad sólida, como llave maestra o como destino prometido. La felicidad se disuelve en instantes: un destello, una carcajada, un abrazo fugaz. Son momentos breves los que la dibujan, como pinceladas dispersas que, al mirarlas de lejos, forman un cuadro entero.

La clave —incluso en medio del caos, incluso en la disfuncionalidad— está en desoír ese status quo que pretende uniformarnos, imponer un “deber ser” como si fuéramos piezas idénticas de un rompecabezas. La vida no exige encajar: exige existir. Y en esa diferencia irreductible, en nuestras aristas y grietas, está lo que nos hace humanos.

Esa noche no recibí de Dios la llave de la felicidad —porque tal vez no exista—, pero sí me entregó otras: la de la humildad y la de la tolerancia. Con ellas se abre la posibilidad de aceptar y amar a los demás, y también a uno mismo, tal como somos: con virtudes y defectos, con heridas y cicatrices, con luces y sombras. Aceptar lo que no podemos cambiar nos libera. Nos enseña a fluir. Y en ese fluir hay paz. ¿La han sentido? Es lo más cercano a la felicidad que conozco.

Quizás piensen que he perdido la razón. ¿Será? No lo creo. Lo cierto es que aquella noche, después de tantas vueltas y preguntas, logré dormir profundamente. Y lo hice con una sonrisa dibujada… ¡de oreja a oreja!

A veces, la felicidad no se encuentra en grandes certezas, sino en pequeños destellos. Un techo conocido, una película inesperada, una carcajada compartida con caricaturas amarillas. La noche que parecía interminable se convirtió en revelación: aceptar, resistir y sonreír puede ser lo más cercano a la plenitud que un ser humano pueda alcanzar.

viernes, 11 de abril de 2025

LAS MANOS DE DIOS


Un dibujo de una persona

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Las Manos de Dios

Ana Margarita Pérez Martin

“En el silencio del alma cansada, las manos de Dios hacen su obra.”

Un día cualquiera…
te levantas con música en la cabeza,
una sonrisa tatuada que simboliza amor y alegría.
Y una gente que no es gente… ¡te arruina el día!

Se frunce el entrecejo.
Se tensan las mandíbulas, sellando los labios
en muda oración.
Si pronuncio palabras, sonarán a maldición.

Te tragas la amargura.
Aprietas la frustración.
El corazón se oprime; la respiración se agita.
La mente se nubla con pensamientos perversos
que se esfuman por inacción.

Llegas a casa —ese lugar sagrado—,
el que alberga tu vida
como tu cuerpo al alma.

No haces nada. Nada vale la pena.
No apetece. ¡Ni eso ni nada!
Te acuestas en la cama, desanimada.
Adoptas posición fetal:
reflejo de que, en el vientre de tu madre, deseas estar.
Aun gestando. No nacida,
para no enfrentar los dilemas que surgen
entre el bien y el mal.

Con las palmas abiertas, juntas las manos bajo tu cara.

Palmas que, como orando,
tejen un lecho de consuelo y esperanza
donde Dios te permite descansar.

Te relajas.
Tus ojos decepcionados fabrican cuentas de rosario —uno de cristal—,
unidas por hilos de plata
que te enlazan a la Madre:
esa que te abriga con amor
y promesas de bienestar.

De tu boca se escapa un musitado:
Ay, Dios...

No es una simple exclamación.
No llega a ser un suspiro, aunque suene igual.
Es la exhalación del alma
cuando se libera de la opresión
que cargas entre pecho y corazón.

Es súplica.
Es plegaria.
¡Es un llamado a Dios!
Que no te suelte.
Que te sostenga,
porque estás ante el abismo…
el abismo entre el “sí” y el “no”.

Solo ves ante ti un camino lleno de obstáculos.
Entras en desasosiego.
¿Otra vez? —te preguntas, incrédulo y con decepción—.
¿Empezar de nuevo… hasta cuándo, Señor?

Con frenesí empiezas a limpiarlo.
Las malas hierbas impiden que entre la luz.
No sientes nada físico, la exaltación te anestesia.
Ni cansancio, ni desgarro

Las manos no sangran.
Las miras solo para comprender que, como siempre,
no son las tuyas las que despejan el camino que has de transitar…
¡Son las manos de Dios!

“Allí donde termina mi voluntad, surgen las manos de Dios”

 


viernes, 4 de abril de 2025

UNA TAZA DE CAFÉ




UNA TAZA DE CAFÉ

 Ana Margarita Pérez Martin

“cada sorbo, un agradecimiento por el hoy”

Como todos y cada uno, tengo mis propios rituales al despertar, en eso que solemos llamar “otro día más”, al amanecer. No voy a hablar de ello; sería como escribir un tratado científico sobre la comprensión del funcionamiento del sistema nervioso y de cómo este produce y regula nuestras emociones, pensamientos y conductas corporales básicas… ¡y es lo último que tengo en mente!

Al abrir los ojos, automáticamente —y como respuesta a mi profundo amor a Dios— solo doy gracias por existir “otro día más”, tomando conciencia de la importancia de ello. Y, claro está, se dibuja en mi rostro la primera sonrisa del día: ¡una sonrisa auténtica, una que sale del alma, hermosa, profunda, indeleble como obra de arte hecha por el mejor tatuador! Así empiezan mis días: el de ayer, el de hoy… ¡el de mañana no sé, tal vez no haya!

Y así, con cara de ángel despeinado y envalentonado para las batallas que le aguardan —me lo imagino yo— voy dando traspiés desde la cama hasta la cocina. Allí cojo mi más afilada y reluciente arma —esa que brilla como el más resplandeciente lucero de la mañana—, simbolizando mi grito de guerra que avisa a toda España, y demás tierras lejanas, que conmigo no se metan… ¡por supuesto, estoy hablando de la cafetera italiana!

Empieza la magia. El fuego pone a burbujear el agua, que sube con fuerza, casi con rabia, para producir el elíxir que abrirá esa caja fuerte que resguarda con recelo aquellos instantes que constituyen el tesoro de nuestras vidas: ¡los recuerdos!

La taza humea, desprendiendo la fina y aromática hebra que nos ata a los tiempos; que borda el pasado, ornamentando nuestros pensamientos; que teje el presente, creando telas tangibles con esos instantes extraordinarios, intangibles; que zurce lo dañado, convirtiendo lo roto y gastado en vestimenta de gala… ¡humo y aroma que aclaran la visión de lo hermoso que puede ser el hoy, y un mañana!

“La vida no se mide en años ni en logros, 

sino en los instantes que huelen a café recién hecho.”