domingo, 28 de septiembre de 2025

ENTRE DOGMAS: mi batalla con el perdón



“Entre razón y fe, el perdón se hace luz.”

Introducción

Desde hace tiempo, el perdón se ha vuelto mi campo de batalla más silencioso. Entre lo que dicta la razón y lo que susurra la fe, intento hallar un punto donde mi alma pueda descansar sin sentirse débil ni culpable. No escribo desde la certeza, sino desde la búsqueda; desde esa delgada línea en la que el alma humana se pregunta si perdonar tanto es sabiduría o rendición. Este texto es mi diálogo interior, mi intento de entender cómo reconciliar al corazón herido con la conciencia que anhela paz.

He pensado mucho en el perdón.

Quizás demasiado.

¿Me creerían si les digo que los libros de los cuales aprendí a leer, en casa, fueron la Biblia y los de filosofía estoica? ¡Hacen bien en dudar!

Literalmente no fue así. De niña no tuve en mis manos ni la Biblia ni libros de los filósofos estoicos; pero en esencia sí: aprendí a “leer” la vida en base a los dogmas que pregonaban. Cada pensamiento, cada palabra y cada acción de mis padres… eso me enseñaban. Así crecí, en coherencia, creyendo que la virtud era la única forma de vida.

He amado, Señor.

He amado hasta el cansancio, hasta quedarme sin fuerzas, hasta sentir que mi corazón sangra en silencio.

Y también he perdonado. Perdonado cuando la herida estaba aún abierta, cuando la voz de mi orgullo gritaba que no debía hacerlo, cuando mi razón decía que callar era claudicar.

Pero el perdón ha sido una de las virtudes que más me ha costado aprender.

A veces siento que es una palabra luminosa, como un río que limpia las piedras del alma. Pero otras veces, confieso, me pesa. Porque ¿qué tan sano es perdonar tantas veces? ¿Hasta dónde el perdón libera… y hasta dónde me expone a nuevas heridas?

Los estoicos enseñaban que la verdadera fuerza está en gobernarse a uno mismo. Séneca escribió: “Nada se asemeja más a los dioses que un hombre que, puesto en poder de vengar, perdona.” Y sí, yo quiero esa grandeza. Quiero ser esa mujer que no se deja arrastrar por la ira, que elige la serenidad, que sabe que el rencor es una cadena invisible. Pero, Señor, qué difícil es cuando el dolor todavía late, cuando la herida no ha cerrado del todo.

La Biblia, por su parte, me habla con ternura y con exigencia: “Perdona, como Dios te perdonó.” Y yo lo sé, lo creo. He sentido tu perdón, Señor, tantas veces en mi propia vida. Pero cuando se trata de mí, de mis dolores más hondos, ahí brota la duda.
¿Es justo seguir perdonando cuando parece que el otro no cambia?
¿Es bondad… o es ingenuidad?

Y es ahí, en ese justo momento, cuando viene a mi mente aquella escena donde Pedro —él también dudaba, como yo ahora— te preguntó, casi buscando un límite: “¿Hasta siete veces he de perdonar a mi hermano?” Y tu respuesta fue desbordante: “No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete.”

Y sí, Señor, ello me quiebra la lógica. Porque mi razón estoica me dice que perdonar es liberarme yo, no necesariamente reconciliarme con quien hiere. Y tu Palabra me dice que el perdón es amor sin medida, que no lleva cuentas, que no calcula.

Dogmas que hablan de lo mismo como virtud indispensable para la paz interior, pero enfocados en direcciones diferentes. Las dudas me invaden, enmarañando mi conciencia.
Turbiedad que me llama al debate, que abre un persistente diálogo interior: Entre mi razón que busca equilibrio y tu voz que me llama a la gracia. Entre mi humanidad que duda, y tu eternidad que abraza. Entre mi dolor que todavía sangra, y tu promesa de que el perdón siempre sana.

Quizás, Señor, el perdón infinito no sea una orden imposible, sino un camino para vivir más ligera, más libre, más tuya. Y aunque hoy todavía me duela, aunque hoy todavía me pregunte si es sano perdonar tanto, confío en que en ese acto —tan frágil y fuerte— me acerque un poco más a Ti, y me acerque también a la mujer que deseo ser: consciente, libre, y en paz.

Pero no olvides, soy humana, Señor.
Y en mi humanidad, el perdón duele.
Duele porque amar duele, porque la humildad cuesta, porque la fe se tambalea cuando el corazón está herido.

Tampoco olvides que aquí estoy, sin rendirme.
Cansada, pero de pie.
Dudando, pero aun creyendo.
Perdonando, aunque me cueste la piel y el alma.

Dame, Señor, el coraje de los estoicos, la humildad de tus santos y la fe de quien sabe que al perdonar, aunque me duela, me acerca a Ti.

Y si he de perdonar infinitamente, enséñame que no es debilidad, sino fortaleza;

que no es derrota, sino victoria;

que no es rendición, sino pacto con tu paz.

¡Amén!

 Epílogo

Hoy sé que el perdón no es una meta alcanzada, sino un camino que se recorre una y otra vez, con las manos temblorosas y el alma en vigilia. A veces me siento fuerte como Séneca, otras frágil como Pedro, pero en ambas versiones de mí encuentro un mismo anhelo: la libertad que da soltar. Perdonar no borra lo vivido, pero limpia el alma para seguir amando. Y aunque siga dudando, sigo eligiendo perdonar, porque he descubierto que en ese gesto —tan humano y tan divino— se esconde el milagro de seguir existiendo con esperanza.

 “Solo quien ha dudado profundamente entiende la grandeza del perdón.”


viernes, 26 de septiembre de 2025

EXISTIR


Una captura de pantalla de un celular con texto e imagen

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"La libertad no se encuentra buscando sentido, sino entregándose al fluir de la vida."

Dedicatoria: Para quienes olvidan que la vida también puede ser ligera, y la complican sin razón.

Introducción

A veces siento que la vida se me escapa entre los dedos como hojas arrastradas por el viento. Y en esos momentos descubro que buscar sentido puede ser un peso innecesario. Esta es mi invitación a existir con ligereza, a dejar que el flujo del mundo me atraviese, a sentir cada instante sin exigirle más de lo que puede dar.

Acaba el viento de arrebatar hojas a las ramas del árbol que me acobija con su sombra. Allá van ellas, como locas de alegría: ¡saltan, bailan, planean… qué sé yo! Caen con un susurro…, un crac-crac…, un flap-flap… que agita la tierra húmeda y el aire. Giran, rebotan, se rozan entre sí con un pof…, un shhh…, un clic…, formando un pequeño concierto que nadie dirige, solo fluye, como la vida misma. Cada sonido se prolonga en el aire, se enreda con el murmullo del viento, y siento cómo su ritmo invita a la calma y a la entrega.

Saben que van en picada, directo a su muerte, y aun así se entregan —sin resistencia, sin queja, sin exigencia— a la caída. Así de simple quisiera ser yo: no buscar, no intentar encontrar —ni en filosofías existencialistas ni en creencias religiosas— un sentido o propósito que me obligue. Tampoco quiero adornarla con eufemismos que la tornen más aceptable, más bonita.

Existir sin cuestionamientos; ¡simplemente existir, eso nada más! Y mientras el viento sigue su danza, escucho primero el susurro…, luego el crac-crac…, que se hace más vivo con el flap-flap…, se multiplica con el pof…, se suaviza con el shhh… y remata con un tenue clic…, formando un crescendo y decrescendo que envuelve todo el aire. Siento que, tal vez, así debería ser la vida: un caer ligero, un coro de hojas que suena a libertad, sin miedo, sin relojes que marquen ni presiones que obliguen con acostumbrados tic-tac. Cada sonido sigue su propio ritmo, cada pausa me recuerda que existir puede ser tan simple y pleno como dejarse llevar por el viento, fluyendo con él hasta el final, sin exigir ni adornar nada más.

Epílogo

Al final, comprendo que existir no requiere explicaciones ni adornos: basta entregarse al movimiento natural de las cosas, acompañar su ritmo, y dejar que la vida se despliegue como un concierto que nadie dirige. Cada caída, cada vuelo, cada susurro del viento me recuerda que la plenitud reside en la entrega, en la sencillez de estar aquí y ahora, sin resistencia y sin culpa. Existir, simplemente, es suficiente.

“Fluir es existir; existir es suficiente… ¡es un milagro!”

viernes, 19 de septiembre de 2025

MIGAS



“Cada miga es un gesto de amor que sigue flotando en el aire.”

Prólogo

He llegado a un momento de mi vida en que el cuidado ya no tiene destinatario, y sin embargo, no puedo evitar los gestos de quien alguna vez amó con todo su ser. Esta es la historia de cómo, entre migas y silencios, descubro que aún puedo dar, aún puedo dejar huella, aunque nadie espere recogerla.

No podía evitar sonreír ante las irónicas vueltas de la vida.
Una sonrisa fija, como mueca tatuada en un rostro almidonado.
Una sonrisa lunática, de esas que se dibujan solas,
cuando uno se acostumbra a hablar con la sombra del silencio,
como si nada ni nadie existiera a su alrededor.

Toda una vida exigiendo que los hijos —y más tarde los nietos—
comieran en la mesa,
sin dejar migas por el suelo,
esas pequeñas huellas desobedientes que marcaban
el paso alegre de su infancia.

Y ahora, soy yo quien desmigaja el pan con manos torpes,
manos que tiemblan, que no obedecen,
mientras esparzo trozos secos por los senderos del jardín,
para alimentar a las aves de la arboleda,
que bajan sin miedo,
como si supieran que ya no tengo a quién cuidar,
ni a quién reñir.

Ellas me siguen,
con la misma fidelidad con que alguna vez me siguieron los pasos de mis pequeños.
Los míos.

Y aunque no hablan, llenan el aire.
Aunque no entienden, me escuchan.

A veces creo que, al recoger las migas,
también recogen algo de mí.
Tal vez mi paciencia.
Tal vez mi memoria.
Tal vez lo poco que me queda por ofrecer.

Son, al fin, las guardianas de esta calma rota,
de esta soledad sin escándalo,
que se sienta conmigo cada tarde
como una vieja amiga que no se despide.
No tiene prisa, solo charla, ríe… sin dejar de beber café.

Y pienso —sin decirlo en voz alta—
que quizá todos terminamos así:
dejando migas señalando camino,
por si alguien vuelve y quiere encontrarnos,
y nos busca…
aunque sepamos, en el fondo, que nadie lo hará.

Epílogo

Al final de cada tarde, mientras las aves terminan de comer, siento que algo de mí permanece en cada pequeño rastro que dejo. Ya no son hijos ni nietos quienes me observan, sino el viento, el sol y los pájaros que me acompañan en esta calma que aprendí a aceptar. Y en ese acto simple, casi ritual, comprendo que la vida no se pierde; se transforma en pequeñas migas que guían, silenciosas, hacia lo que fuimos y lo que aún podemos ofrecer.

“La vida se mide en pequeñas migas que dejamos tras de nosotros.”


viernes, 12 de septiembre de 2025

EL VUELO DEL AVE


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“El alma desnuda se refleja en el papel.”

Introducción

Siempre he sentido que escribir es un acto de libertad absoluta, un espacio donde el alma puede desplegarse sin miedo ni ataduras. Cada palabra que nace en mí es como un ala que se abre al viento, un gesto de valentía y de verdad que me permite mirarme sin máscaras. Este texto es un homenaje a esa experiencia: a la escritura que me sostiene, me revela y me transforma, y que, como ave en pleno vuelo, me enseña a ser fiel a mí misma en cada trazo.

Cuando la mano agarra la pluma y se posa sobre el papel, es como ave que libremente surca los cielos, dándose el lujo de tomar descanso —planeando entre el susurro del viento—, porque hasta en el reposo sigue siendo vuelo, y hasta en la quietud late la libertad.

No hay quien la intimide, no hay quien la haga presa del miedo.

El conocimiento, los pensares y sentires fluyen suavemente, sin prisas, interrupciones ni censuras, fluyen como río secreto, fluyen como viento tibio, tal como se acaricia el cuerpo amado, ése por el que te desbordas en pasión, ése que arde, ése que enciende, ése que atrapa.

Amo la palabra escrita: es mirarse en el espejo sin maquillaje,
es mirarse y no huir, es mirarse y reconocerse,
exponiendo el alma desnuda a la luz que ilumina y a la oscuridad que desafía.

Se peca de pensamiento y verbo, mas no por acción u omisión.
Se peca, sí, de pensamiento; se peca, sí, de verbo.
No hay remordimientos ni arrepentimientos:
íntima confesión, absolución sin penitencia.

Sin par, poderosa, instintiva; despiadada a veces, clemente otras veces,
sea poesía, ciencia o ficción,
sea poesía que arde, ciencia que explica, ficción que redime,
pero siempre sin falsos pudores ni hipocresía,
por demás, hermosa… hermosa como ala abierta, hermosa como viento que canta.

¡Así es la palabra escrita!
¡Así, desnuda!
¡Así, invencible!
¡Así, libre, sin censura!

Epílogo

Al terminar de escribir, comprendo que la palabra escrita no es solo un registro de lo que pienso o siento: es un espejo del alma, un cielo que se abre dentro de mí y que nunca se agota. Cada letra, cada verso, cada línea me recuerda que la libertad se encuentra en la entrega plena, sin censuras ni expectativas, y que, mientras haya pluma y papel, siempre habrá un espacio donde mi espíritu pueda volar, desnudo, verdadero e invencible en su honestidad.

"En la escritura, el alma encuentra su cielo."

viernes, 5 de septiembre de 2025

El agua más allá del barro


Texto

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“Un eco existencial en los laberintos de Fez”

Introducción

He aprendido que la vida tiene maneras sutiles de enseñarnos lo que realmente importa. A veces creemos que lo valioso reside en lo que poseemos, en los objetos, en las costumbres o en los recuerdos, y nos aferramos a ellos con fuerza. Pero hay momentos en que todo eso se rompe o se escapa, y nos enfrentamos a la elección de hundirnos en la pérdida o descubrir que lo esencial siempre ha estado más allá de las formas. Este relato es una historia que me recuerda, con claridad y ternura, que aprender a soltar es también aprender a vivir.

En el Mellah de Fez vivía un hombre que había heredado de su padre una vasija de barro. Sencilla, sin adornos, pero para él era única: preciosa. En ella conservaba el agua que lo sostenía en los días de sol inclemente. Cada amanecer, antes de salir al campo, la observaba como si al mirarla ya bebiera su frescor.

Una mañana cualquiera, por los laberintos de la medina, tropezó. Junto con él cayó la vasija. De rodillas en la tierra polvorienta, recogió los fragmentos con manos temblorosas. Uno a uno, con la urgencia de quien recoge diamantes esparcidos al viento, como si temiera perder alguno. Sintió en el pecho un desgarrón: no solo había roto un objeto, sino su costumbre, su legado, la memoria viva de su padre.

Ambos se hicieron añicos: la vasija y él. Como el viento que quiebra las espigas de trigo, la culpa lo doblegaba hasta quebrarlo. Por un instante, la amargura lo cubrió y alzó la voz al cielo:

—¿Por qué me quitas lo que amo?

Apenas formuló su protesta, recordó las palabras de Job que había escuchado en la sinagoga: “El Señor da, el Señor quita; bendito sea el nombre del Señor”. Ahora su dolor era aún mayor: no solo había hecho pedazos la vasija paterna, sino que también ponía en entredicho su fe, defraudaba al otro Padre. Tragó su pena, se tragó los gemidos... y guardó silencio. Dejó que aquellas palabras cayeran en su alma como gotas en tierra reseca, como una sentencia inapelable. Humildad y aceptación no eran condena, sino camino de absolución.

También le resonaron enseñanzas estoicas: nada de lo exterior es realmente nuestro; solo podemos poseer la actitud con que enfrentamos la pérdida. Epicteto susurró en su memoria: “No son las cosas las que nos hieren, sino la opinión que tenemos sobre ellas”.

Respiró hondo, resignado. Guardó un fragmento de la vasija rota en su manto, como remanente de lo amado. Se incorporó y continuó, cabizbajo, pero en pie.

El sol estaba alto, el camino polvoriento y el calor lo agobiaba. Entonces, a lo lejos, divisó agua: no en una vasija, sino fluida, libre. Caminó hacia ella. Era el Oued Fes, río antiguo que desde siglos abastecía con sus corrientes los jardines y palacios de la ciudad, y cuyo rumor aún acompañaba al Mellah. Bebió directamente de esa corriente clara y abundante, y en ese acto descubrió que lo que había perdido era solo un contenedor; lo esencial era inherente a la vida.

Recordó las fuentes de la medina —como la de Nejjarine, tallada en madera y piedra, donde los viajeros bebían al pie de la historia— y comprendió que el agua nunca dejó de estar allí, generosa, más allá de su quebrada vasija.

Lo que al principio supo a amarga pérdida se transformó en aprendizaje: la humildad de aceptar que lo que poseemos puede partirse, que lo que nos sostiene hoy puede esfumarse mañana y, aun así, la vida sigue fluyendo.

Secó el sudor de su frente, y con voz serena murmuró:

—Señor, enséñame a no aferrarme, a recibir con gratitud lo que me das y a soltar con paz lo que me quitas.

Esta vez no fue una protesta, sino una plegaria. De rodillas, sí, pero no por haber caído, sino por haber comprendido.

Con paso sereno, caminó hacia adelante, más ligero que antes, pues había dejado tras de sí no solo los restos de la vasija, sino el peso de su resistencia.

Al internarse de nuevo entre los pasillos vivos del Mellah, el brillo del sol en las rejas de hierro, el murmullo lejano del río y el eco de las fuentes lo envolvieron en una enseñanza silenciosa: la vasija había perecido, pero no el agua. Comprendió que la vida, como los canales ocultos que recorren Fez, se abre paso incluso cuando no la vemos. Y así, con el corazón más libre y atento a cada gota del presente, prosiguió su andanza, sabiendo que el valor verdadero reside en beber —y dejar ir— con humildad y gratitud.

Epílogo

Al reflexionar sobre esta historia, comprendo que la verdadera enseñanza no está en lo que se pierde, sino en la manera en que respondemos a la pérdida. Las formas pueden romperse, los objetos pueden desaparecer, pero la esencia de lo que nos sostiene sigue fluyendo, como un río que nunca cesa. Aprender a soltar, a recibir con gratitud y a aceptar con humildad, es descubrir que la vida siempre encuentra un cauce, y que nuestra libertad reside en beber del presente con atención y serenidad.

“Nada es nuestro salvo la actitud con que aceptamos la pérdida.”