domingo, 27 de julio de 2025

LA TREGUA DEL ANDÉN


Imagen que contiene persona, texto, hombre, edificio

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“El milagro no es que coincidieran; es que supieron reconocerse.”

Ana Margarita Pérez Martin

 Hay encuentros que no buscan el azar, sino el propósito.

Cuando el mundo parece haberse cansado de la compasión y las religiones se convierten en estandartes de guerra, todavía existe un punto —un andén, una lluvia, un silencio— donde los opuestos se reconocen como iguales.
A veces, no es la palabra la que redime, sino la mirada limpia que sobrevive a los siglos de intolerancia.
Y es ahí, justo en esa grieta donde el odio se agrieta, donde Dios —o como cada uno lo nombre— vuelve a hacerse presente.

La ciudad estaba herida, de muerte. Sus calles olían a humo y ceniza, a sangre fresca y ennegrecida, derramadas al azar, sin propósito. Los templos derruidos, mercados desabastecidos, y los hospitales abarrotados de cuerpos -inertes y fríos- susurraban los nombres de los caídos… víctimas de guerras nacidas de diferencias aparentes.

La humanidad se movía como sombra de sí misma, perdiéndose en la penumbra.

En un andén solitario -de un territorio distinto al devastado por los conflictos de la fe y de la razón- bajo una lluvia que caía como lágrimas de lo divino, se encontraron dos figuras. Una vestía un hábito oscuro, modesto, que hablaba de siglos de monacato y plegarias que se desvanecían entre la luz y la oscuridad. La otra llevaba una túnica clara, bordada con símbolos antiguos que reflejaban una luz serena, imposible en un mundo tan quebrado. Hecho añicos, pulverizado.

Al principio, simularon ignorarse.  Las bocas silenciadas hablaban a través de los ojos: murmuraban reproches, sentenciaban culpabilidad. La mirada del hábito oscuro llevaba la memoria de muertes y rumores que alimentaban el miedo. La túnica clara cargaba la memoria de sus caídos y la culpa de quienes confundían la fe con violencia. Entre ambos flotaba un abismo de prejuicio. Profundo. Irracional, tanto como los escombros que dejan la guerra.

Pero mientras la lluvia caía, como río que lava cenizas, algo comenzó a moverse en la quietud. El monje oscuro pensó en la fragilidad humana, en cómo el miedo y la ignorancia habían alimentado tanto sufrimiento, y en cómo cada acto de devoción auténtica permanecía intacto entre la ruina. Comprendió que Dios no se encontraba en la venganza ni en la guerra, sino en la misericordia que aún podía nacer en los corazones.

La figura de la túnica clara meditaba sobre su fe, consciente de los extremos que habían oscurecido su nombre. Recordó que la mayoría de los suyos no buscaba guerra ni muerte; sus manos solo conocían oración, cuidado y compasión. Comprendió que los fanáticos no eran la esencia de la fe, sino sombras pasajeras que el odio había exaltado

La diferencia de hábitos y símbolos empezó a desvanecerse como barrera. Quedaron desnudos, expuestos: la verdadera devoción se encuentra en la apertura de la mente y del corazón; de la aceptación y compasión hacia el otro, pese a sus diferencias.

La lluvia persistía, con más fuerza. Se volvió torrente. El aire se llenó de metáforas vivas. Cada gota arrastraba el fuego de combates pasados. Purificaba la tierra con heridas abiertas por la violencia, llevándose consigo el rencor y la desconfianza. Ambos percibieron que la guerra, por un instante, se desleía en el aire, como la tinta en el agua.

El tren apareció entre el vapor y la luz gris, sus ruedas resonando como tambores que anunciaban un camino compartido. Antes de subir, se inclinaron uno ante otro. Fue un gesto muy sutil, como una reverencia visual, solo perceptible entre ellos. No era reconocimiento de la fe del otro, sino de la humanidad común: un gesto que podía ser la semilla de la tregua, del cese de una guerra tonta y despiadada que los necios habían desatado por diferencias no esenciales al ser humano

Y en un instante suspendido, uno de ellos pensó:

“¿Ha sido este un encuentro fortuito, o fue Dios quien, en su infinita misericordia, nos hizo coincidir aquí, en este andén marcado por lluvia y la mudez de la intolerancia, para recordarnos que la luz puede vencer al fuego de la violencia, incluso, las sombras de la ignorancia?”

Continuaba el aguacero. Bajo ese cielo afligido, dos seres diferentes descubrieron que podían ser uno en lo esencial: en la fe en un Dios -lo llamen como lo llamen-, en la capacidad de perdonar y en el coraje de construir paz incluso en medio de las diferencias. La ira de la guerra comenzó a apaciguarse en sus corazones, y con ello, la certeza de que incluso en la desesperanza, un encuentro fortuito —o tal vez divino— podía encender la chispa de la reconciliación.

Dicen que la tregua duró solo lo que duró la lluvia. Quizá fue así. Pero mientras el agua caía, los símbolos se disolvieron, las culpas se callaron y la humanidad, por un instante, volvió a respirar. El tren partió y con él se fue también la guerra —no del todo, pero un poco—, dejando atrás la certeza de que ningún dogma vale más que una vida. Y que, a veces, la fe más pura no se profesa: se reconoce en el otro, bajo la lluvia, en el silencio… en el milagro de coincidir.

 “A veces, Dios hace coincidir a quienes parecen irreconciliables para recordarnos que la paz nace de la comunión y no de la guerra.”

 

viernes, 25 de julio de 2025

COMO NIÑO CHIQUITO



Ana Margarita Pérez Martín

“Un poema que desnuda la inocencia traviesa del amor prohibido.”


Introducción: Donde las almas se rozan sin tocarse

He aprendido que hay amores que no se tocan, pero se sienten como si ardieran en la piel.

Que hay miradas capaces de recorrer distancias que los cuerpos no se atreven a cruzar.

A veces el destino pone frente a nosotros a alguien que desordena la calma, que despierta lo que dormía, y nos deja jugando con la tentación como un niño que no entiende las reglas, pero las disfruta.

Y ahí, entre el silencio y la sonrisa, entre lo que se dice con los ojos y se calla con el alma, se esconde ese amor prohibido: puro en su deseo, inocente en su falta. Y entre el deseo y la inocencia… me quedé contigo.

Porque cuando el alma reconoce a otra, no pregunta si puede… solo se inclina, la roza, y vuelve a su lugar.

Y uno se queda así, entre el impulso y la renuncia, amando en secreto, sintiendo en voz baja, como un niño chiquito que no sabe portarse bien.


Poema: Como niño chiquito

Como niño chiquito,
juegas a no crecer, y también juegas... ¡no sé a qué!
Como niño malcriado, alborotas todo,
quebrantas el orden y tambaleas la fe... ¡no sé por qué!
Te apartas callado,
y en tu silencio gritas lo que finges no querer,
cuando se asoma la mujer,
aquella... ¡por la que no te portas bien!


Epílogo: El eco de lo que nunca fue

A veces me pregunto qué habría pasado si el deseo hubiera ganado la partida,
si la prudencia no hubiese puesto límites,
si las manos hubieran seguido el impulso de las miradas.

Pero tal vez, en su imposibilidad, este amor encontró su pureza.
Porque lo prohibido, cuando nace del alma, no necesita cumplirse para existir.
Basta una mirada, una pausa, una sonrisa que no se entrega del todo,
para que el corazón entienda que amó, aunque nunca lo diga

Y así me quedo, con tu ausencia tibia y tu presencia latente,
jugando todavía con lo que no fue,
como un niño chiquito que no sabe olvidar.

“Nos bastó mirarnos… para saber que ya era imposible.”


QUERENCIA


Un dibujo de una persona

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Ana Margarita Pérez Martin

Un hombre vuelve a su tierra y descubre que la memoria nunca se exilia.”

Introducción: El llamado de la memoria

Hay lugares que no se olvidan, aunque la vida nos arrastre lejos.
Hay costas, mares y senderos que permanecen tatuados en el alma, esperando el regreso del que alguna vez los abandonó.

“Querencia” es la historia de ese retorno: un hombre que, tras recorrer otros mundos y perseguir sueños lejanos, reconoce que su identidad y su raíz no pueden exiliarse.
En esta página, cada ola, cada grano de arena y cada gesto ancestral se convierte en puente entre el pasado y el presente, entre la memoria y la pertenencia.
Es un viaje silencioso hacia la esencia de lo propio, donde el tiempo deja de ser lineal y la tierra habla en voz baja, recordando quiénes somos y de dónde venimos.

 Aquellos lares merecían un nombre más digno; eran mucho más que la llamada “costa de los negros”. Eran un paraíso prometido en su versión finita. Miles de mosaicos invisibles componían aquel paisaje, donde la gente se nombraba con títulos de visires y de sultanes, no por vanidad, sino por herencia legítima.

Y allí estaba él: Alí. Hablaba poco. Su piel, curtida por el sol, parecía haber guardado todos los secretos que sus ojos callaban. En realidad, sus ojos nada decían. Extraviaba la mirada en el horizonte inmenso que el mar trazaba a su alrededor, como si buscara en él un refugio imposible.

Caminaba por la playa como un ánima errante, ajeno al paisaje, como si la arena no le perteneciera, aunque la conociera mejor que nadie. En su mente se desplegaban recuerdos, proyectados como una película en colores vivos y en alta definición. Un film que lo arrastraba hacia un pasado que creyó sepultado. En aquel tiempo vendía pulseras de conchas y, a veces, se sentaba en silencio junto a los turistas, como si esperara algo que nunca llegaba. Pero llegó: el tiempo perfecto, ese que solo marca el reloj de Dios. Zarpó. Se fue. Persiguió sus sueños en tierras extrañas, lejanas a sus querencias. Esa memoria, ahora revivida, dibujaba en su rostro una expresión ambigua: ¿una sonrisa, o acaso una mueca?

Yo lo observé, siempre, desde lejos. Aquí, ahora, y también allá, en otros tiempos y en otros lugares. Lo miraba con la curiosidad de quien intenta descifrar el mundo a través de los gestos de otro. Alí era parte del paisaje, pero también era su grieta.

Regresaba al sitio del que partió, incumpliendo la promesa de no volver jamás.

Alí —sentado en la playa, ya hombre, ya viajero— se dejaba invadir por emociones que creyó olvidadas. Había recorrido otros mundos, conocido otras costas, pero ninguna como aquella. Recordaba a su hermano Arthur, siguiéndolo por toda la ensenada, levantando piedras en busca de pulpitos atrapados por la marea baja. Evocaba también a su madre y a sus hermanas, llenando cacerolas con moluscos escondidos en la arena blanca y húmeda, como si la tierra misma ofreciera su banquete.

Las tías y la abuela, por su parte, halaban cuerdas desde el océano para cosechar las esponjas que habían sembrado meses atrás. En su memoria, los cuerpos color canela se movían entre la espuma del mar, impregnados de salitre, como si el paisaje los hubiera esculpido.

Traía al presente, con claridad intacta, la figura imponente de su padre regresando de cosechar yucas silvestres. Venía cargado de tubérculos, nuez de coco, arroz, clavos de olor… ¡y carbón! Aquel hombre, que también guiaba a turistas —ingleses, alemanes, franceses y algún holandés— por los senderos verdes, hablaba con sabiduría y orgullo de su tierra. Era guía, sí, pero también guardián de la memoria.

Mucho tiempo había pasado, pero los recuerdos no se habían disuelto. Al contrario, se volvían más nítidos con cada ola que rompía frente a él.

A medida que el pasado se fundía con el presente, Alí fue despojándose de todo: el reloj, la camiseta, la gorra, los lentes y aquellos zapatos deportivos blancos con un animal por emblema —animal ajeno a ese paisaje—. Se quitaba cada prenda con una sonrisa indescriptible dibujada en los labios. Había regresado para quedarse, y no quería parecer un turista en su propia tierra. Ya no. Nunca más.

Epílogo: Permanecer en la tierra propia

Alí regresó, pero no solo físicamente: volvió con su memoria intacta, con su historia reconocida y con la certeza de que pertenecer a un lugar es más que habitarlo; es sentirlo en la piel, en los recuerdos, en la respiración de cada instante.

La querencia no se compra ni se aprende; se descubre en la convergencia de la tierra y el tiempo, en la fusión de la infancia con la madurez, en el abrazo silencioso de los que nos precedieron. Volver a casa es un acto de valentía y de reconciliación. Es recibir la tierra, tal como nos recuerda, con todo lo que fuimos, lo que somos y lo que aún podemos ser.

Y así, en la memoria y el paisaje, la querencia permanece.

Dedicado a los pobladores de la Isla de Zanzíbar, Tanzania


viernes, 18 de julio de 2025

SENDEROS DE GRAFITO

 Texto

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Ana Margarita Pérez Martín

"Porque cada error, cada mancha y cada tachón también forman parte de la obra."


Introducción: El trazo invisible del alma

 Hay quienes escriben con tinta indeleble, creyendo que así evitarán el olvido.

Yo prefiero el grafito: humilde, maleable, efímero.
Porque el lápiz —como la vida— permite borrar, corregir, volver a intentar.
El papel, paciente, recibe sin juicio cada línea, cada sombra, cada duda.
Y así, entre errores y aciertos, vamos dejando constancia de nuestro paso:
no como artistas perfectos, sino como aprendices del tiempo, dibujando el alma con cada trazo.


Dedicatoria

A quienes, aun con el pulso tembloroso, se atreven a sostener el lápiz y dibujar su historia y, sin saberlo, trazan las obras más auténticas.


El dibujo de la memoria

Desde que aprendí a sostener un lápiz descubrí que el papel podía guardar mis secretos, mis dibujos y mis sueños. Escribir y dibujar siempre ha sido mi refugio, mi alegría, mi manera de existir.

Una vez, la maestra me dijo que una línea era una sucesión de puntos. Aquella definición retumbó en mi cabeza durante años, al grado de que llegué a desear tener una súper visión para poder verlos. Me preguntaba si esos puntos eran obstáculos en el plano de la hoja que debía sortear, o si, por el contrario, los espacios en blanco —entre punto y punto— eran abismos que salvar.


El trazo del tiempo

Con el tiempo, ese eco se fue apagando, igual que mis preguntas. Ahora, que mis párpados pesan y mi vista se ha vuelto frágil, puedo ver —con absoluta claridad— esa sucesión de puntos.

Solo debo hacer una pausa.
Detenerme.
Volver la mirada hacia atrás.

Entonces descubro que mi vida ha trazado senderos; dibujado sonrisas con llantos tachados; enlazado amores; escrito palabras imborrables; diseñado sueños; calcado caricias; rayado proyectos; subrayado el pasado; resaltado el presente; puesto en negrillas un futuro; escrito al margen instantes perdidos; encerrado en círculos lo esencial; dejado en puntos suspensivos lo inconcluso; entre signos de interrogación, las dudas; entre admiraciones, los arrebatos de alegría; en mayúsculas, los nombres de quienes me han amado, he amado; y en párrafos en blanco, los silencios necesarios.

 Todo, simplemente, rayando líneas con mi lápiz sobre un papel.


Los errores que también son belleza

 Y sí, si te lo preguntas, ¡esa línea no siempre fue recta ni firme!

Muchas veces tuve que corregir: borrar, tachar, rehacer.

El folio quedó manchado, rasgado, arrugado… propio de quien no sabe hacer bien sus tareas desde la primera vez.

Pero incluso así, cada trazo cuenta.
Porque, aunque el papel esté imperfecto, sigue siendo mío:
una obra única, marcada de errores y aciertos.

Una obra que, al final, no es otra cosa que la vida…


Epílogo: La obra continúa

 

Dicen que el grafito se borra,
pero en verdad nunca desaparece del todo:
queda su sombra, su rastro leve, su memoria.

Así también nuestra historia:
aunque la vida nos obligue a corregir,
aunque el tiempo arrugue el papel,
nada de lo vivido se extingue.

Cada error deja enseñanza,
cada tachón revela intento,
cada pausa respira significado.

Porque vivir no es lograr una obra perfecta,
sino atreverse a dibujarla.

 

“No existe tachón que borre lo vivido”


viernes, 11 de julio de 2025

JUSTICIA DIVINA

Un letrero de color negro

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Ana Margarita Pérez Martín

"El infierno está vacío; todos los demonios están aquí."
William Shakespeare, La tempestad


Introducción: Para despertar conciencias dormidas

Hay palabras que no buscan convencer, sino estremecer.
Este texto fue escrito para ser leído en voz alta,
para resonar en los rincones del alma,
para despertar las conciencias que se durmieron ante la injusticia,
la apatía, la indiferencia.

Vivimos tiempos donde el bien parece desvanecerse,
donde la oscuridad se disfraza de progreso
y la piedad se confunde con debilidad.

Por eso esta reflexión no es solo un reclamo:
es un llamado a recordar que la Justicia Divina no olvida,
que el alma del mundo aún pesa en la balanza del cielo.


La humanidad de espaldas a la luz

Hay tiempos…
—sí, tiempos—
en que la humanidad camina de espaldas a la luz.

Uno mira alrededor
y ve un mundo lleno de seres que eligen,
con plena conciencia o con absoluta ceguera,
el egoísmo, la crueldad, la miseria.

Y entonces la pregunta inquieta:
¿Cuánta injusticia puede soportar la tierra antes de que la balanza se incline?


Los pecados del hombre

Los que copulan por lujuria,
con irresponsabilidad absoluta,
traen hijos al mundo
para dejarlos tirados en la calle
como animales sin dueño.

Los que obtienen poder para gobernar… ¡y no gobiernan!
Lo convierten en látigo,
y al pueblo lo hunden en miedo,
en ignorancia,
en miseria.

Quienes cargan con autoridad
la dejan oxidarse,
permitiendo injusticia,
impunidad.


La decadencia moral

Están los que deshonran a sus familias.
Los que recorren el mundo entero
sin visitar jamás su mente,
ni su alma.

Los que atesoran cifras,
cifras y más cifras en sus cuentas bancarias,
incapaces de soltar un solo excedente al bien común.

Los que dañan sin causa,
roban al pobre para enriquecer al poderoso,
devoran como bestias,
y tiran alimento al basurero.


La violencia y el olvido

Otros violan a los vulnerables,
fabrican armas para encender guerras,
levantan ejércitos de soldados,
en lugar de educar ciudadanos.

Y están los necios…
sí, esos necios,
que hacen esto o aquello
sin conciencia,
sin remordimiento,
viviendo apenas según sus caprichos,
según sus intereses.


La inversión de los valores

Cambian la luz por la oscuridad,
la paz por la guerra,
la riqueza por la pobreza,
la educación por la ignorancia,
la belleza por la fealdad,
lo simple por lo complicado,
la libertad por la esclavitud…
Cambian el bien por el mal.

¡Pobres y simples tontos!


El límite de la misericordia

¿Será acaso que el Dios misericordioso,
por un “estoy arrepentido” susurrado —entre dientes— justo antes de la muerte,
dará perdón?

¡Quiero… necesito creer que no!

Puede que al final se apiade,
sí… puede que sí.
Lo aceptaría.
Pero primero deberían recibir escarmiento:
una larga,
penosa,
desgarradora estancia en el purgatorio,
y también en el infierno.

Eso no les vendría mal.
Ni a ellos…
ni a la fe que profeso.


La esperanza del equilibrio

Ajustar cuentas,
pagarlas,
pagar hasta la última deuda,
a manera de rehabilitación.

Esa esperanza,
la de la justicia divina,
es la que me disuade de tomar la ley en mis manos.

Esa legítima ley
que me anima a hacer mi parte,
a tratar de equilibrar la balanza,
a eliminar de las estadísticas
a tantos tontos
que siembran caos,
que devastan pueblos,
que destrozan vidas.

¡Justicia, sí!
Divina, eterna, necesaria.


Epílogo: La balanza del cielo

“La injusticia, en cualquier parte, es una amenaza a la justicia en todas partes.”
Martin Luther King Jr.

Y así es.
Porque la justicia humana se cansa, se corrompe o se distrae,
pero la divina no olvida,
no se compra,
no se negocia.

Cada acto, palabra o silencio
tiene su eco en la eternidad.
La balanza del cielo no se desequilibra:
solo espera.

Quien ha hecho el mal tendrá su noche,
y quien ha sembrado bien, su amanecer.

Por eso, más que clamar castigo,
clamo conciencia.
Que el alma despierte,
que la voz del bien no se calle,
que el fuego de la justicia siga ardiendo
hasta purificar el mundo.

Porque la justicia divina no destruye:
revela. Corrige. Restituye.
Y en esa restitución,
reside la esperanza de todos.



sábado, 5 de julio de 2025

ENTRE AMIGOS Y SOLEDADES



Ana Margarita Pérez Martin

"La compañía más fiel es la que habita en el interior."


Introducción

A veces, entre charlas cotidianas y risas compartidas, surgen temas que desnudan el alma. En medio de la confianza y del cariño, aparecen los miedos que todos llevamos dentro: esos silenciosos compañeros que nos roban la paz y que, con frecuencia, tratamos de disfrazar con palabras.

Hablamos de tantas cosas —de la muerte, de las pérdidas, de la incertidumbre—, pero casi siempre, al fondo de todo, se esconde el mismo temor: el miedo a estar solos. Este texto nace de una conversación así, de esas donde lo que parece trivial se convierte, sin planearlo, en una revelación profunda sobre el verdadero sentido de la soledad.


Conversando con amigos —entre cafés y risas— fue inevitable terminar la velada sin hablar de los “demonios” que nos atormentan. Demonios estos que no son otros que los “miedos” que nos impiden vivir a plenitud: miedo a morir, al odio y a la represión, a las injusticias, a enfermarse, a las murmuraciones, a la desaprobación, a la ruina, al fracaso, miedo a esto o a aquello; total, ¡tantos miedos que de solo pensarlo da terror vivir!

Cada uno con su temor, pero lo cierto del caso es que el agobio común era el “miedo a la soledad”. La diferencia radicaba en la percepción de este. La charla, en este punto, se tornó acalorada: cada uno –incluyéndome a mí– defendió con absoluta pasión y franqueza su punto de vista.

Concluyeron que la “soledad” es vil, pues siempre todos necesitan de alguien, y yo comentaba no estar tan segura de ello. Si bien es cierto que es innegable que el ser humano necesita de un congénere, de afecto y calidez, también es cierto que sentirse solo —acotaba yo— por no tener a alguien al lado, no es soledad: es un efecto lógico debido a una situación de hecho físico temporal, reversible, que da espacio para cosas inimaginables en absoluta libertad, si el tiempo sabemos aprovechar.

Por un lado. Y por el otro,

¿sentirse solo estando acompañado?

¡Ah! ¡Bueno, eso es un mal asunto, pero tampoco es soledad, solo una alerta de que la “compañía” no es tal y que se debe cambiar!

De esta manera, iba yo debatiendo cada argumento que daban para justificar el miedo a la soledad, dado que no avalaba esta postura. Creí que me estaba saliendo con la mía hasta que un gran amigo —que bien me conoce— hizo uso de este conocimiento y me increpó:

—¿Dirías tú que la soledad es vil si en algún momento te diese miedo estar sola contigo misma?


El silencio interior

Aquella pregunta tuvo el poder de callarme la boca y ponerme a reflexionar. Me le quedé viendo fijamente, muy a disgusto; bien sabía el inquisidor que si algo disfrutaba yo de la vida era estar conmigo misma: son los momentos donde puedo orar con Dios, poner en orden mis prioridades, subir el nivel de consciencia y reforzar la voluntad.

Estar “sola” conmigo misma era, en consecuencia, regocijarme de la más amorosa, sublime, gratificante y leal compañía, por paradójico que suene. Entonces, ¿cómo podría yo sentir pavor en este excelso estado?

Cerré los ojos, por un segundo, y navegué en mi universo interior, encontrándome a Jesús reinando en él. Comprendí, entonces, que jamás he estado sola. Imaginé no hallarlo en mí en algún momento… sentí un gran vacío y aprehensión.

¿Con quién conversaría, si no con Él?

¿Quién celebraría mis logros y me levantaría en mis fracasos?
¿Quién me daría valor, me corregiría en mis errores, me enseñaría a distinguir el bien del mal?
¿Quién me inspiraría a amar, a soñar, a luchar contra las injusticias y a agradecer hasta lo más simple de la vida?

Me cuestionaba eso y muchas cosas más.

¿Llevaste la cuenta de cuántas veces “quién” pregunté?

¡Muchas, y podrían ser muchas más!

La respuesta a esa pregunta siempre es la misma: ¡Jesús!

La simple idea de la ausencia de Dios me hizo sentir pánico de estar conmigo misma, es decir: ¡a estar sola!

Comprendí, entonces, el significado de “soledad”: estar vacío, carecer de energía vital, independientemente de cuál fuese la fuente de esa energía para cada uno. También sentí el grandísimo desasosiego que produce tan solo escuchar o articular el vocablo. Cerré los ojos con una sonrisa, asintiendo con la cabeza.

No hubo necesidad de dar respuesta alguna; la expresión de mi rostro confirmaba lo dicho por ellos:

¡la soledad es vil!

Ese gesto mío no fue solo un asentimiento sincero que demostraba mi acuerdo con ellos, era —también— de satisfacción al descubrir y comprender mi universo interior: no me sentía sola porque no me faltaba Dios. Él habitaba en mí.

Sin Él… no es estar solo, es inexistir.


Epílogo

Aquel encuentro entre amigos terminó en una revelación que aún me acompaña.
Descubrí que la soledad, temida por tantos, solo asusta cuando dentro de uno no hay presencia. Que el silencio no duele cuando está habitado por amor, y que ninguna compañía externa puede igualar la paz que nace al sentir a Dios morando en el propio corazón.

Desde entonces, cuando me quedo a solas, no busco llenar el espacio con ruido ni voces. Prefiero escucharlo a Él. Porque comprendí que no existe peor soledad que la de quien ha perdido su conexión con lo divino, ni mayor plenitud que la de quien se sabe acompañado por su Creador.

Entre amigos, miedos y silencios, descubrimos que no estamos solos.