viernes, 30 de mayo de 2025

ELLA ERA...

 

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Ana Margarita Pérez Martin

Dedicatoria: “Más que un relato, este es un abrazo a cada mujer que se sintió invisible en su propia vida. La salida no está en dejar de ser, sino en volver a ser.

 

“El amor que creíste perder nunca se fue: te esperaba dentro.”

En algún rincón no escrito del tiempo, fue tejida con hilos de amor primigenio. Antes del lenguaje, antes del miedo, existió… envuelta en brazos tibios, carcajadas suaves y canciones que no necesitaban letra. Su alma danzaba en un hogar donde Dios no era nombrado, pero estaba en todas partes: en la sopa humeante, en las rodillas raspadas, en las noches sin monstruos bajo la cama, en las caricias de la madre, en la protección y enseñanza del padre.

Ella era luz. Ella era risa. Ella era amor. Ella era pasión. ¡Ella era!

Pero el tiempo, astuto tejedor de pruebas, la sacó de allí y la condujo a otra puerta: hacia un lugar lleno de cruces y cirios encendidos, repleto de flores que tapizaban las altas paredes y techos para distraer, para esconder —con tan alucinante visión— el olor a cementerio viejo; ese que huele a agua estancada, a agua podrida, ese que tiene las lápidas saqueadas, la tierra revuelta, confundiendo la maleza con los huesos, ese en el que los muertos ya no tienen a nadie que los recuerde.

El velo de encaje blanco que pendía sobre su rostro enturbiaba su mirada, su entender. Cruzó esa puerta creyendo que encontraría allí el amor como ella lo conocía, como le fue dado de niña. En aquel sagrado lugar, en vez del Ave María, solo se escuchó la risa de la ironía. Era la vida misma la que de ella se reía; su inocencia sería el motivo de la dura penitencia que se le impondría… ¡no la salvaría el rezo de cien Padre Nuestro ni de otros tantos Ave María!

Ella, mujer de fuego y dulzura, se fue doblando como origami de silencio, creyendo que su valor dependía de la atención que recibiera. Soportó como quien cree que nacer amada es una deuda que debe pagar con resignación. Los días eran espejos rotos que le devolvían una imagen ajena. Se había olvidado de quién era; no se reconocía.

Y sí, la vida le puso zancadillas: para que cayera de bruces a tierra, para que se le cayera el velo del rostro y abriera los ojos, para que tomara conciencia, para que se fortaleciera por las tantas veces que tuvo que levantarse, obligándola a mirar hacia “arriba” … ¡así de maestra es la vida! Le enseñó a distinguir entre el amor y el apego por miedo, entre la ausencia y la presencia, entre tener a alguien al lado y tener a alguien con ella, entre luz y sombras, entre espejos y reflejos, entre el Dios de la cruz y el Dios de su esencia, entre buscar afuera y hallar adentro, entre estar dormida y despertar.

Y entonces comprendió.

El amor que un día recibió en brazos tibios, en la risa de su madre, en la enseñanza de su padre, no se había perdido: había estado siempre allí, escondido en su propia esencia. El verdadero hogar no era aquel rincón de la infancia, ni la casa con flores y cruces, ni los espejos rotos del camino; el verdadero hogar estaba en ella.

En su despertar descubrió que el amor primigenio no era un recuerdo, sino una Presencia viva: el Padre, latiendo en su interior, aguardando a que abriera los ojos.
Ella volvió a Él, no como niña, sino como mujer consciente.

Ella volvió al origen.

Ella volvió a ser.

“Porque volviste a ti, el amor volvió a ser todo.”


viernes, 23 de mayo de 2025

Quirófano ocho

 

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Ana Margarita Pérez Martin

“Descubre la fuerza que nace cuando todo parece perdido.”

Dedicatoria: “Para los que migran, no solo geográficamente, sino hacia su propia resiliencia.”

“El mundo es un quirófano donde aprendemos a sostener lo que parece perderse.”

¿Quién no tiene una historia que narrar?
¡Todos somos libros fascinantes de leer!
Algunos contienen epopeyas que estremecen;
otros, relatos breves que dejan huella,
o que, al mirar sus rostros, ya nos anticipan versos
que nos acariciarán el corazón por un instante.
Todos formamos parte de esta gran biblioteca de la vida,
entretejiendo la historia universal de la humanidad.
¡Lástima que no haya tiempo de leerlos todos!
La longevidad sería un regalo invaluable para intentarlo.

Camino por Madrid.
El pavimento frío se adhiere a mis zapatos;
la brisa roza mi rostro con un dejo húmedo de lluvia reciente;
el murmullo de las calles se mezcla con pasos y voces lejanas.
Mi mente, inquieta como bandada de pájaros asustados,
salta de un pensamiento a otro,
captando colores, sombras, reflejos y sonidos que pasan inadvertidos para otros.

Solo me detengo cuando recuerdo el Caribe:
el sol dorado que se derrama sobre la arena,
el calor que acaricia la piel,
el aroma de la tierra húmeda y del mar que se mezcla con el viento,
el murmullo de risas y cantos que aún viven dentro de mí,
un perfume que se aferra a los recuerdos
como si la vida misma se resistiera a dejarlo ir.

Antes, mi trabajo era mental;
ahora es físico.
Levanto la vista para ver a los demás,
y descubro mi fuerza en cada músculo, en cada brazo que sostiene,
en cada rodilla que se flexiona, en cada respiración que se acompasa
con la exigencia del movimiento constante.
El cansancio aprieta, pero mi cuerpo responde;
descubro capacidades silenciosas que no sabía que existían,
un poder que me sostiene y me transforma,
un coraje que se asienta en mis manos y en mis pies.

Uniformada con pantalón blanco y casaca de rayas,
me inclino junto a la base de la columna hidráulica del quirófano ocho.
La luz blanca y fría ilumina cada gota de sangre derramada
por aquella mujer a quien abrieron el vientre
para extraer al hijo gestado con ilusión.
Limpio, froto, absorbo cada mancha con bayetas de microfibra,
sintiendo el roce de la tela sobre mis manos,
el esfuerzo que recorre mis brazos y espalda,
cada movimiento medido, consciente, necesario.

Pienso en Cristo, en mi madre, en mí misma…
tanta sangre derramada por los benditos hijos, por amor.
La vida se revela así:
no hay aprendizaje sin entrega,
no hay recompensa sin esfuerzo,
no hay belleza sin sacrificio.

En medio de aquel silencio, el lugar se vuelve sagrado.
Como un milagro, mi mente se abre:
la razón de estar allí no era otra que la esperanza.
Me enseña a soltar posesiones,
a desapegarme de afectos,
a recomenzar desde cero,
y a reconocer la fuerza que habita en mí.

Comprendo que la paz y la libertad
no dependen de lo que se posee,
sino del valor de descubrir lo que uno es capaz de sostener,
dar y resistir,
aun en los pasillos más inesperados de la vida.

Hoy camino de nuevo por Madrid.
Cada paso resuena bajo mis pies,
el roce de mi ropa, el aire fresco en mi piel,
el olor húmedo de la ciudad mezclado con humo lejano,
cada respiración llena mis pulmones de aire vivo.
Cada esfuerzo, cada descubrimiento, cada movimiento
se convierte en capítulo de mi historia.

Y mientras la luz del sol se refleja en las fachadas y los adoquines,
mientras siento en mis manos la memoria del Caribe y la fuerza de mi cuerpo,
siento que todo vuelve al comienzo:
todos somos libros fascinantes de leer,
y mi historia, como tantas otras,
se abre de nuevo, lista para ser contada,
completa, con el corazón abierto al mundo,
como cuando empezó.

“Todos somos libros que merecen ser leídos hasta el final.”


viernes, 16 de mayo de 2025

EL NIÑO, EL HOMBRE Y EL ACORDEÓN

 

Un par de personas una de ellas con un texto en blanco

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EL NIÑO, EL HOMBRE Y EL ACORDEÓN 

Ana Margarita Pérez Martín

“Una travesura, un acordeón y la fe de un niño bastan para convertir el deseo en milagro.”

Como estampa del siglo pasado podía observarse al hombre sentado en su vieja silla de madera y sisal, apoyada solo en las patas traseras y reclinada contra la pared. Guardando la debida distancia para no molestar, sus dos pequeños hijos le observaban tocar el acordeón. El más grande se mantenía circunspecto y muy atento a las pausas. En cada una de ellas –con miedo, más que con respeto– le pedía que le enseñase a tocarlo, pero siempre obtenía por respuesta un tajante “no”. El más pequeño disfrutaba de ese estira y encoge entre su hermano y el padre. Irreverente, como era, decidió formar parte del juego para propiciar, así, un tiempo y un espacio en el que su amado hermano pudiese tener en sus manos el tan codiciado objeto de su deseo: ¡el acordeón!

Poco a poco se fue acercando, hasta quedar justo a los pies del hombre, con la carita frente al acordeón, el instrumento de la discordia. En silencio lo escuchaba, mientras se hurgaba la nariz y, con desfachatez, se limpiaba el dedo en el pantalón de aquel. El papá lo miraba y él se quedaba quieto, pero, al descuidarse, lo volvía a hacer… ¡una y otra vez! Harto de la insolencia del hijo, soltó el acordeón con rabia. El pequeño echó a correr y él se le fue detrás con intención de propinarle una paliza para que aprendiese a respetar. El niño estaba feliz: la treta había resultado. Su inocente ingenio había vencido a la poca paciencia del padre. Su sonrisa era tan grande, pero tan grande, que casi se tragaba al villorrio entero.

El calor era desesperante para quienes anduviesen a pleno sol. Por fortuna, la mayoría de las calles estaban sombreadas por una frondosa arboleda, despeinada, tan vieja como el pueblo que cobijaba. La terca brisa del mar, que no daba tregua, mecía las ramas, deshilachándolas en su arrullo. Al peinarlas una a una, suave y poco a poco, obsequiaba una melancólica melodía de fondo, propia de los pueblos que se niegan a morir. Quedan atrapados en el tiempo. En la soledad. En el olvido. En el silencio… silencio quebrantado, en mudo eco, por la alharaca del progenitor que no se cansaba de perseguir al atrevido mocoso, y por las torpes notas del niño grande que –aprovechando la retirada del viejo enfurecido por la valiente complicidad de su hermanito– hacía suyo el tan anhelado instrumento musical.

Dicen que la magia no existe, pero sí: está dentro de todos y cada uno de nosotros. Solo hay que dejarla salir cuando la chispa de la inspiración entra. La magia se hizo en aquel mismo instante. Si las sensaciones cobraran forma y se pintasen de colores, un mundo nuevo se dibujaría ante nosotros por el despertar del alma de aquel chiquillo. Desde que tocó el acordeón, su visión de la vida cambió de tal manera que no podía reconocer nada de aquello que hasta entonces conocía. Ni a sí mismo. El deseo se transformó en sueños. Nítidos. Visionarios. Pudo alcanzar a ver más allá de la opaca y desgastada cúpula que encapsulaba aquel terruño habitado por escasas almas, sin vida, sin esperanza. Olvidado por Dios. Desdeñado por el mismísimo diablo. Soltó el acordeón. Se arrodilló:

—Solo te pido me des tiempo, oportunidad… ¡y a mi hermano!

Imploró a Dios con todas las fuerzas de su alma. Por sus mejillas rodaron las más grandes y cristalinas lágrimas, como cuentas de un bendito rosario de cristal. Sus grandes ojos se alzaron al cielo, clavando en él su ingenua mirada, firmemente, sin titubear, como lo hicieron los soldados romanos con Cristo en la Cruz. No dudó en ningún momento que su clamor sería escuchado y atendido. Era un niño. Era puro. Así era su fe.

Y sí, Dios no hizo oídos sordos a tan noble petición. Así como la magia convirtió el deseo en sueños, el milagro transformó los sueños en realidad. Dios le entregó a su hermano. Le dio la oportunidad… ¡en el tiempo perfecto!

“Porque cuando el corazón de un niño se abre en fe, hasta la música se vuelve oración y los sueños, destino.”


viernes, 9 de mayo de 2025

UN HILO ENTRE DOS ALMAS

 

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Ana Margarita Pérez Martín

“La guerra y la magia en un mismo latido.”

Más allá de una cicatriz en el vientre, de las estrías en el abdomen, de senos rendidos ante la gravedad del alimento que sostuvo la vida, de pezones agrietados por la entrega sin tregua y de las sombras que el insomnio del amor talla bajo los ojos, más allá de todo eso, cada hijo deja huellas profundas e imborrables en su madre… ¡allí, en lo más íntimo de su corazón!

Porque, así como alguna vez estuvieron unidos por el cordón umbilical, permanece un hilo invisible que, aun cortado, vibra como cuerda sagrada entre dos almas. Ese lazo no solo los une, sino que los sostiene: tan fuerte que nadie podrá desatarlo y tan extenso que ninguna distancia podrá quebrarlo. No existe sonido capaz de acallar sus voces, ni oscuridad capaz de confundirlos. Basta una mirada, un gesto mínimo, para que ambos se reconozcan sin palabras.

Y cuando la vida exige lucha, la más feroz y despiadada no se libra en campos de batalla, sino en el pecho de una madre que defiende a su hijo con el filo de su propia vida, sin importar si para ello deba morir o matar.

Por eso, la conexión entre madre e hijo es tan extraordinaria que no hay cansancio que la desgaste, ni abuso que la quiebre, ni ciencia que logre explicarla, ni palabra que pueda contenerla. Es la alquimia más perfecta, el sortilegio más luminoso: ¡el amor maternal!

“El verdadero milagro no es dar vida, sino sostenerla con amor inquebrantable.”


viernes, 2 de mayo de 2025

EL CUARTO SECRETO

 

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EL CUARTO SECRETO

Ana Margarita Pérez Martín

"Un corazón que late en silencio, un cuarto oculto que revive los ecos del pasado, y el aroma de una blusa que devuelve un abrazo perdido”

 No sé cuánto tiempo había pasado desde que nos dejara con ese vacío imposible de llenar. Con tristeza justificada, con aceptación obligada, nos vimos forzados a enfrentar lo inevitable: esos protocolos inventados por los hombres para proteger lo material, aun cuando lo único que uno desea es resguardar el derecho humano de llorar en paz, de guardar luto.

Ella había pasado sus últimos años en mi casa. Pocos, lo reconozco, pero plenos de gozo. Se resistió cuanto pudo a abandonar la suya, aquel hogar que fue, durante tanto tiempo, el centro de la familia. Pero al irse, la casa quedó atrás, sumida en el silencio. Y las casas, como la gente, si no respiran, mueren.

Frente al portal me recibió un jardín devorado por la maleza, árboles doblegados bajo las enredaderas. Sentí esa visión como un reproche: “Me abandonaste, junto a tus recuerdos, a lo más feliz de tu vida. ¡No te importamos nada!”

El presagio se cumplió apenas crucé la puerta. No era una casa. Tampoco un cementerio de recuerdos de aquellas etapas donde la llave era una risa, un abrazo, un “te amo”. Era un confesionario: cada rincón me devolvía escenas de infancia, adolescencia, juventud… pero también mis pecados. Porque había sido yo quien la convenció de deshacerse de tantas cosas por las que había luchado, que la representaban. “No uses esa vajilla, está pasada de moda”. “Esos floreros no sirven”. “Tienes demasiadas cosas, me pone los pelos de punta que los chiquillos las rompan”. “Esa ropa fina, de fiestas y visitas… ¿para qué la quieres, madre, si ya no sales?” Y ella me miraba en silencio con esos ojos azules de primavera. Siempre dócil, accedía. No por convicción, sino por complacerme, mientras yo la despojaba de sí misma.

Recorrí cada estancia sin tocar nada, como si fuera una intrusa en un museo. Hasta llegar a su habitación. Allí el tiempo se detuvo, y yo con él. Miré, hurgué con curiosidad. Con la libertad de tocar y disponer de lo que es propio. Aquella recámara me hablaba, me contaba cómo habían sido las horas que en soledad mi madre pasaba, en aquel entonces, cuando vivía allí sola. El armario me llamó la atención: desnudo, mostraba un espejo al fondo, totalmente desconocido para mí. Lo palpé. Algo no encajaba. El espejo cedió y reveló una puerta. Y detrás, otra.

El corazón me golpeaba con fuerza. Empujé.

El cuarto apareció ante mí como un santuario intacto. No había polvo, no había desorden. No necesité hacer esfuerzo alguno para reconocer todo aquello, y lo que ello significaba. Todo estaba dispuesto con cuidado: la vajilla de Bavaria, los floreros de Bohemia, la cubertería de plata guardada en su caja tallada. Las cajas —amarillentas y desgastadas, atadas con lazos de colores pasteles— donde guardaba fotos antiguas de los ancestros de sus ancestros… hojas caídas del árbol genealógico. Todo lo que yo había obligado a desaparecer estaba allí, a salvo de mí.

Y entonces lo vi: colgados, planchados, impecables, estaban sus vestidos. Los de fiestas, los de visitas, los de una vida social que ya no tenía. Sin pensarlo, me acerqué. Toqué la seda fría, el terciopelo suave, el encaje delicado. Instintivamente llevé una blusa a mi rostro… y el olor me sacudió. Olía a ella. A su perfume, a su piel, a sus abrazos. Era como tenerla otra vez entre mis brazos.

Las lágrimas me cegaron. Me dejé caer contra la pared, hasta quedar en el suelo. Todo lo que alcanzaban a ver mis ojos era como si llevara mi nombre escrito, repetidamente; no como etiquetas, sino como un dedo acusador que no titubeaba en señalarme. Cada “pecado” estaba allí, cada cosa que la obligué a despojarse. Un registro de su paciente amor… y de su dolor.

Me rompí. ¿Cómo no me había preguntado antes a dónde iban a parar las cosas de las que se deshacía a mi petición? El llanto fue un desgarro hondo, no por no reconocer la indiferencia, la culpa, sino porque ella ya no estaba para pedirle perdón, para implorarle que me absolviera.

Comprendí, al salir tambaleante de ese cuarto secreto, que mi madre nunca se desprendió de su esencia. Yo quise borrarla, vestirla de modernidad, quitarle lo que era suyo. Pero ella, en silencio, lo guardó todo. No por apego a los objetos, sino por fidelidad a sí misma.

Ese cuarto no era un escondite. Era un testamento. Su herencia verdadera: la memoria que yo había intentado borrar, y que ahora hacía mía.

“Su memoria, intacta.”


jueves, 1 de mayo de 2025

TRUEQUE ENTRE LADRONES


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TRUEQUE ENTRE LADRONES

Ana Margarita Pérez Martín

En el juego del hurto, ¿quién resulta más astuto: el que roba cosas o el que roba corazones?”

Este relato no me corresponde contarlo, pues la experiencia no es mía. Pero ¿qué más da que me lo haya de robar, si de ladrones ha de tratar? Me lo confesaron de una manera, y yo se los narro de esta otra, más breve.

El barrio está enclavado en lo alto de la montaña, a media hora de la gran capital. Casas modestas, de gente modesta. Pero siempre se cuelan algunos pilluelos; casualmente, dos de ellos eran vecinos, pared de por medio.

Estos colindantes solo dos cosas tenían en común; en lo demás, eran diametralmente opuestos: uno blanco, el otro moreno; uno joven, el otro viejo; uno flaco, el otro corpulento; uno analfabeto, el otro instruido… y así en todo lo demás. Coincidían únicamente en que vivían en el mismo vecindario y en que uno quería quitarle algo al otro. Es aquí donde quedó demostrado que uno era tonto y el otro listo.

—Salvador —le susurró la esposa al oído—, ¿hasta cuándo vamos a permitir que nos distraigan con el encanto y ternura de la criatura, mientras el padre salta la empalizada y nos roba por el patio trasero?

—Quédese tranquila, mujer. Déjeme ese asunto a mí. A su tiempo lo sabré resolver —le dio una suave palmada en el hombro y se puso de pie, cargando al infante, que no era otro que Joselito, el hijo del vecino, el ladronzuelo.

Durante dos años y medio, Salvador no solo toleró los hurtos: los fomentaba. Ana veía con suspicacia cómo su marido, con toda premeditación, colocaba cosas al descuido en el patio, a la vista del vecino… como tentándolo a robar. Y así sucedía, mientras ellos con el niño se entretenían.

Cada día el lazo entre Salvador y el infante crecía, se estrechaba. Y eso era bueno para él y su señora, porque hijos no tenían.

Había nacido el amor entre ellos, como familia, pues. Salvador y Ana se encargaban, prácticamente, de la crianza y cuidado cotidiano de Joselito; cosa que a los jóvenes y torpes padres contentaba. Estaban encantados con ello, así les daba tiempo para andar en sus trastadas y recuperarse de las parrandas.

Ya había llegado el “momento” para Salvador, y así se lo comunicó a su mujer. Los dos se sentaron y hablaron —larga y acaloradamente— sobre lo que consideraban mejor para el chiquillo.

Salvador se dirigió a casa del vecino, seguido por la mirada atormentada de Ana, quien no lo perdió de vista un instante. No fue solo: fue con el muchachito en brazos.

—Oye, mañana iremos a la capital. Nos iremos temprano y pasaremos el día entero allá. Queremos llevar a Joselito al parque, y también al circo. Mañana pasamos tempranito a recogerlo —dijo esto y, al tiempo, le entregó al niño.

—¿Cómo que “tempranito”? —gruñó el padre, frunciendo el ceño mientras se rascaba la barriga— ¿De qué hora estamos hablando?

La madre, que escuchaba tras la puerta —ya que siempre andaba semidesnuda y desprolija— rezongó:

—No, eso es muy temprano. Si quiere, que se queden con él esta noche y así hacen sus cosas a su manera… ¡de temprano, nada!

—Ya lo escuchaste, viejo. Si quieren que Joselito vaya con ustedes, tendrá que dormir en vuestra casa —y le entregó la criatura sin esperar respuesta.

Salvador lo tomó en sus brazos con la más dulce sonrisa.

 ¡El pez había mordido el anzuelo!

 ¡Estaba hecho!

—Que así sea. Por cierto, vecino, quisiera pedirle un favor. Le dejaré las llaves de mi casa bajo la maceta del helecho que está en el pórtico. Le agradecería que le echara de comer al gato, pues salimos temprano y regresaremos tarde... si es posible, claro.

—Por supuesto, no hay problema —contestó con el mayor cinismo del mundo.

Salvador se regresó a su casa con el chico recostado en su pecho. Sintió una mezcla de satisfacción y ternura.

Mientras los padres de Joselito formaban jolgorio —porque podrían hurtar en casa del vecino a su antojo y con toda calma—no sospechaban que, mientras tramaban robar al vecino, el vecino les estaba robando a ellos.

Ninguno de los dos durmió esa noche.

Al día siguiente, cada uno despojó lo más preciado que el otro tenía: el ladronzuelo, las posesiones materiales de Salvador; y Salvador…

¡se quedó con el hijo que tanto quería! Jamás regresó.

Y así, en un trueque no pactado, sin papeles ni testigos, se selló el robo más dulce que jamás se haya cometido.

¿Se aplica aquí, acaso, el dicho que dice: “Ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”? Pregunto yo. Ustedes dirán…

“Cuando el hurto es amor, el castigo se convierte en destino.”