Ana Margarita Pérez Martin
Dedicatoria:
“Más que un relato, este es un abrazo a cada mujer que se sintió invisible
en su propia vida. La salida no está en dejar de ser, sino en volver a ser.
“El amor que creíste perder nunca se fue: te esperaba
dentro.”
En algún rincón no escrito del
tiempo, fue tejida con hilos de amor primigenio. Antes del lenguaje, antes del
miedo, existió… envuelta en brazos tibios, carcajadas suaves y canciones que no
necesitaban letra. Su alma danzaba en un hogar donde Dios no era nombrado, pero
estaba en todas partes: en la sopa humeante, en las rodillas raspadas, en las
noches sin monstruos bajo la cama, en las caricias de la madre, en la
protección y enseñanza del padre.
Ella era luz. Ella era risa. Ella
era amor. Ella era pasión. ¡Ella era!
Pero el tiempo, astuto tejedor de
pruebas, la sacó de allí y la condujo a otra puerta: hacia un lugar lleno de
cruces y cirios encendidos, repleto de flores que tapizaban las altas paredes y
techos para distraer, para esconder —con tan alucinante visión— el olor a
cementerio viejo; ese que huele a agua estancada, a agua podrida, ese que tiene
las lápidas saqueadas, la tierra revuelta, confundiendo la maleza con los
huesos, ese en el que los muertos ya no tienen a nadie que los recuerde.
El velo de encaje blanco que
pendía sobre su rostro enturbiaba su mirada, su entender. Cruzó esa puerta
creyendo que encontraría allí el amor como ella lo conocía, como le fue dado de
niña. En aquel sagrado lugar, en vez del Ave María, solo se escuchó la
risa de la ironía. Era la vida misma la que de ella se reía; su inocencia sería
el motivo de la dura penitencia que se le impondría… ¡no la salvaría el rezo de
cien Padre Nuestro ni de otros tantos Ave María!
Ella, mujer de fuego y dulzura,
se fue doblando como origami de silencio, creyendo que su valor dependía de la
atención que recibiera. Soportó como quien cree que nacer amada es una deuda
que debe pagar con resignación. Los días eran espejos rotos que le devolvían
una imagen ajena. Se había olvidado de quién era; no se reconocía.
Y sí, la vida le puso
zancadillas: para que cayera de bruces a tierra, para que se le cayera el velo
del rostro y abriera los ojos, para que tomara conciencia, para que se
fortaleciera por las tantas veces que tuvo que levantarse, obligándola a mirar
hacia “arriba” … ¡así de maestra es la vida! Le enseñó a distinguir entre el
amor y el apego por miedo, entre la ausencia y la presencia, entre tener a
alguien al lado y tener a alguien con ella, entre luz y sombras, entre espejos
y reflejos, entre el Dios de la cruz y el Dios de su esencia, entre buscar
afuera y hallar adentro, entre estar dormida y despertar.
Y entonces comprendió.
El amor que un día recibió en
brazos tibios, en la risa de su madre, en la enseñanza de su padre, no se había
perdido: había estado siempre allí, escondido en su propia esencia. El
verdadero hogar no era aquel rincón de la infancia, ni la casa con flores y
cruces, ni los espejos rotos del camino; el verdadero hogar estaba en ella.
En su despertar descubrió que el
amor primigenio no era un recuerdo, sino una Presencia viva: el Padre, latiendo
en su interior, aguardando a que abriera los ojos.
Ella volvió a Él, no como niña, sino como mujer consciente.
Ella volvió al origen.
Ella volvió a ser.
“Porque volviste a ti, el
amor volvió a ser todo.”