viernes, 31 de enero de 2025

FRUTO MADURO


FRUTO MADURO. El miedo a amar

“El amor no tiene edad, solo coraje para sentirlo.”
—Ana Margarita Pérez Martín


El espejo del tiempo

Después de haber recorrido la piel, el cuerpo, las caricias y el alma, queda el amor mismo, desnudo de toda pretensión.
Llega un momento en que amar ya no busca descubrimientos, sino comprensión.

La piel ya no es la misma, ni el cuerpo responde con la ligereza de antes.
Ellas temen no ser miradas más allá de sus huellas; ellos, no poder ofrecer lo que antes daban con espontaneidad.

Pero en esa vulnerabilidad compartida hay una nueva forma de belleza.
El tiempo, lejos de restarles, los vuelve más verdaderos.
Ya no se trata de la perfección del cuerpo, sino de la honestidad del encuentro: del deseo que nace desde la ternura, del amor que se atreve a quedarse.


Sombras y contradicciones

Después de leer mis textos anteriores, donde hablo de manera transparente, íntima, confesional, sobre el amor, la pasión, la ternura, la presencia… creerás que carezco de inhibiciones o prejuicios en mi comportamiento, ¿verdad?
Pues ¡no!

Sí, soy espontánea, desenvuelta y sin reservas al expresar lo que pienso y siento: esa es mi luz, la que proyecta mi mente y mi alma.
Pero ¿sabes qué? También tengo mis sombras.

Sombras que me confinan a amar y desear con miedos. Tanto, que a veces rezo para que no suceda lo que más deseo…
Paradójico. Contradictorio. Incoherente, ¿verdad?

¿Recuerdas el dicho “Dime de qué alardeas y te diré de qué careces”?
¡Máxima de experiencia!

Si me sigues, te revelo mis sombras, esas que me cubren hasta casi sofocarme.


El aula del amor

Los miedos nacen de la cobardía de no aceptar aquello que escapa a nuestro control. Así lo pienso, así lo creo, así lo vivo.
Hablo del amor, de amar y de las formas en que amamos.
Del amor romántico, ese que nos convierte —paradójicamente— en aprendiz y maestro a la vez.

¿Cuántas veces hemos amado?
¿Cuántas veces el amor se ha manifestado de la misma manera?
Cada binomio es una forma de amar.

El amor es un maestro paciente que jamás nos deja graduar.
Nos mantiene en su aula eterna, dictando lecciones que se graban en la piel, en la memoria, en los silencios.


El peso del tiempo

Cuando la piel aún es tersa, el amor no conoce fronteras.
Pero el tiempo —ese escultor sin compasión— deja su huella, y con cada trazo nos roba un poco de libertad.
Nos enseña a amar en secreto, a silenciar la pasión, a caminar por la vida con la mirada baja, como si el deseo fuese un delito y la ternura, un exceso.

Amar, entonces, se vuelve un acto subversivo.
Nos acostumbramos a esconder los destellos que podrían incendiar el alma, a disimular el fuego bajo el “deber ser” o la vergüenza.
Y quien osa amar a destiempo —según las normas del mundo— es señalado, cuestionado, reducido a un error, una mentira o un pecado.

¿Por qué el amor romántico se considera derecho exclusivo de los jóvenes?
¿Acaso la edad despoja al alma de su capacidad de estremecerse?


El encuentro

Hace unos días me crucé con un médico cirujano plástico. Nos conocemos desde hace tiempo, mucho.
Mantenemos un trato cercano, amable y cordial, sin llegar a la amistad.
Nos tenemos confianza al punto de mantener conversaciones sobre temas considerados tabú, que tratamos sin eufemismos.

Ese día le dije, en tono de broma, que si algún día tuviera dinero me pondría en sus manos para que hiciera de mí una maravilla.
Él se rió, luego me miró con extrañeza.
Me tomó del brazo con suavidad y me condujo a un rincón apartado. Con el ceño fruncido, me pidió que explicara mis palabras.
—Se tomó en serio lo dicho en broma—.

Entonces confesé que no me sentía cómoda en mi cuerpo, que había dejado de reconocerlo.
Guardó silencio, cerró los ojos como quien ordena sus pensamientos y me dijo, con voz pausada:

—Hagamos un ejercicio mental. Imagina que estás en mi consulta, desnuda frente al espejo. Yo, a tu lado, te pido que señales lo que deseas cambiar y por qué.


El espejo imaginario

Me costó imaginarme allí, pero lo hice.
Acerqué mi rostro al suyo, susurrándole al oído las partes de mi cuerpo que no me incomodaban.
Luego, mirándolo a los ojos, le dije:
—Lo demás puedes picarlo en trocitos y meterlo en una bolsa negra —lo dije con absoluta sinceridad.

Él sonrió apenas.
—¿En serio? Mírate de nuevo. Hazlo con calma. Porque una vez que cambias, no hay vuelta atrás. Puede que no te reconozcas, no te aceptes.

Volví al espejo imaginario, esta vez con más seriedad.
—Mis manos —dije— están ajadas por la edad y el trabajo; han perdido su lozanía, su feminidad. —Las observaba mientras hablaba, acariciándolas como si fueran de otro tiempo—. Pero… ¿sabes qué? Viéndolas bien, quiero conservarlas así.
Tienen la forma de las manos de mi padre. Cuando las miro, lo veo a él. No solo me lo recuerdan: me lo traen de vuelta. Dejémoslas así.

Seguí recorriendo mi cuerpo. Llegué al vientre, ese territorio donde quedaron registrados mis embarazos y los nacimientos de mis hijos. Allí habita lo más hermoso de mi vida.
Acaricié —imaginariamente— esa zona, y brotaron recuerdos: anhelos, miedos, sueños, dolor, alegrías.
¿Cómo borrar momentos tan memorables de mi historia?
No. Eso también se quedaba.


El ritual del reflejo

Luego subí la mirada hasta mi rostro.
Cerré los ojos y sonreí al recordar mi ritual de cada mañana frente al espejo:
—¿Quién eres tú? ¡Hazte a un lado para verme yo!

Y es que a veces no me conozco.
Dios tiene esas travesuras: nos regala un alma eterna envuelta en un cuerpo que se marchita.
El envase caduca, pero el alma insiste en permanecer niña.
Me río de esa ironía.
Río mucho. Sonrío más.
Es mi estado natural, mi refugio y mi bandera.

¿Entonces por qué me molestan las líneas que el tiempo dibuja alrededor de mis ojos cuando lo hago?
¿Y las ojeras por pasar horas tecleando en mi ordenador, mi confesionario, mi amigo, socio y compañero?
¿Estoy dispuesta a dejar de reír, trabajar y soñar para conservar la tersura?

La respuesta fue obvia: no.
Las arrugas son la caligrafía de mi alegría y de mis desvelos.
Los surcos en mis labios, las cicatrices de las veces que sané antes de que la herida cerrara por completo.
No dejaré de ser yo.
Mi mente rechazaría esa nueva identidad sin registro de vida.


El silencio del médico

Abrí los ojos.
El joven médico me miraba en silencio, con una mezcla de ternura y respeto.
Yo creía haber pasado su examen, pero él sabía que quedaba lo más difícil: la mirada hacia adentro.

Se inclinó ligeramente y, con voz baja, me susurró al oído:
—¿Cuál es la verdadera razón por la que desearías, algún día, cambiar tu cuerpo?

Me sonrojé, por pudor.
Dudé, pero le respondí, musitándole al oído:
—Cuando amo lo hago con la devoción de quien se incendia, pero frente a la desnudez… me ruborizo, me avergüenzo, me paralizo. Es un vértigo de saberme observada sin armaduras. Es desnudar la fragilidad, la imperfección, el miedo a no ser amada más allá de la forma.

Él asintió y sonrió.
—No hablas de vanidad, sino de poder amar en libertad, sintiéndote segura de ti misma. Las inseguridades no se quitan con cirugía. Ayudamos al ego, pero no reparamos el amor propio.

Nos miramos un instante más, con la ternura que nace del cariño y del respeto.
La complicidad del silencio nos abrazó.
Él se marchó con su amabilidad habitual; yo me quedé con una verdad que no sabía aún cómo digerir.


El aprendizaje

Aquel encuentro fortuito me hizo reflexionar sobre algo que no me había planteado antes.
Caminé mucho ese día, con la mirada baja y los pensamientos en fuga.
Sentía que algo en mí se sacudía…

Vinieron a mi mente las veces que he soñado un encuentro contigo.
En ninguna de esas imágenes me vi observando tu cuerpo, solo sintiendo tu presencia.
No era el calor de tu piel, sino el de tu alma encendida.
No eran tus ojos, sino tu mirada la que me poseía.
No era tu boca, era el aliento de tu existencia lo que me acercaba a ti.
Tu sola presencia, tu proximidad a mí, era el arrebato de mi amor, la pasión pura.

Entonces, ¿por qué era tan dura al juzgarme?
¿Cuál era mi miedo?
¿Acaso tú solo observarías mi apariencia, incapaz de ver más allá de ella, de amar y desear mi esencia?


El amor propio

Al pasar el tiempo, solo me retumbaba en la mente —como martillo que golpea sin tregua— la palabra amor propio: aceptación de lo que uno es, con amor.
Se dice fácil, pero no lo es. Te lo aseguro.

Empecé a identificar, uno a uno, mis prejuicios: la vergüenza por amar, el miedo a desear, la culpa por sentir.
¿Desde qué edad se puede amar? ¿Y hasta cuándo?
No hay límites.
La naturaleza no los pone; los inventa la sociedad para domesticar lo indomable.
Y lo que es peor, nos los imponemos nosotros mismos con nuestras inseguridades y complejos, que provienen de una formación moral estricta, basada en dogmas arcaicos, antinaturales, que imponían pureza y perfección en cuerpo, mente y alma.

Amar a mi edad es un acto de valentía, créelo.
Es mi alma manifestándose sin permiso.

He comprendido que mis miedos no son míos.
Son ecos de esas voces confundidas y represivas que olvidaron al cuerpo y a la naturaleza.
Todavía me atan, pero ya no con la misma fuerza.
Con ternura y tiempo voy soltando cada eslabón, sin culpa, sin trauma, como quien se despide de una vieja sombra para volver a ver la luz.

Solo me queda vencer al ego: aceptar mi cuerpo tal como es, redimensionar mi vanidad herida por el tiempo, reconciliarme con mis inseguridades.
No sé si voy bien, pero lo estoy intentando.
Estoy aprendiendo a amarme.
A mirarme —sin máscaras, sin espejos— como soy.
A aceptarme.


El proceso

Es un proceso lento y complejo.
Requiere valor, muchísimo coraje… y paciencia.
Debo lograrlo: reconocerme, no como la imagen que muestro, sino como la presencia que permanece cuando todo lo demás se desvanece.
Para que quien me ame no tenga que buscar a otra mujer dentro de mí.

Y tú, ¿te miras con ternura?
¿Te amas sin disculpas?
O, como yo… ¿temes amar en libertad?


Epílogo: el fruto maduro

Cinco caminos, un solo recorrido: la piel que siente, el cuerpo que despierta, las caricias que enseñan, el alma que busca y, finalmente, el amor que madura.

Cada texto es un espejo;
cada huella, un recuerdo;
cada encuentro, un aprendizaje.

Y al final comprendemos que el viaje no termina.
Simplemente nos deja listos para amar con ojos más claros, manos más tiernas y corazones más valientes
.

Amar, al fin, es reconocerse en otro sin miedo a desaparecer.


Epígrafe final:
“El amor no rejuvenece el cuerpo, pero resucita el alma.

viernes, 24 de enero de 2025

EL PESO DEL ALMA

EL PESO DEL ALMA. La búsqueda constante

“Lo que busco está donde soy.”

Ana Margarita Pérez Martín

Después de recorrer la piel, el cuerpo y las caricias —las fronteras sensibles del amor y la conciencia—, queda mirar hacia dentro. El alma, que antes se insinuaba en el roce y en el deseo, ahora reclama su voz.
Este texto nace de esa urgencia: la de buscar, una y otra vez, el sentido que habita detrás de la experiencia, el pulso que persiste cuando el cuerpo calla.
Porque amar, finalmente, también es una forma de búsqueda.

Empecé a caminar de regreso a casa. Mi portátil al hombro no representaba ningún peso, ninguna incomodidad. No, el peso lo llevaba en el alma. Estaba fatigada, con hambre de existencia, por los pasos dados en los caminos de la vida que no me conducían a ningún lado. Desorientada. Vacía. Rendida.

Seducida por el panorama otoñal… ¡otoño! —cómo ansío al otoño cuando no está, y cómo me desborda cuando llega— decidí sentarme en un banco a descansar; no el cuerpo, sino la mente, que bullía de cuestionamientos y reflexiones que me llevaban siempre al mismo punto: la vida y mi manera de existir. Estaba hastiada de estar, una vez más, en el banquillo de los acusados: siempre juzgándome, condenándome por el hecho de mantener despiertos mis sentidos, como si fuese un delito vivir a plenitud. Te confieso que dolía.

El otoño soy yo. Me representa por la edad, por el frío en la piel, por las nubes en mi mente que anuncian una borrasca inminente. Pero también me identifican los colores con los que se arropan los árboles: intensos, casi soñados, como mis ilusiones y mis esperanzas. Y al igual que ellos, me voy desnudando, dejando caer los sueños al suelo… pisoteados, deshechos, olvidados.

Tú también eres otoño. Uno que recuerda el calor que aún se lleva dentro, capaz de templar la piel de quien siente frío, o de permitir que otra alma disuelva lo gélido de sus pensamientos.

Mis reflexiones fueron aplacándose y, con ello, comenzaron a desvanecerse los rastros de los pasos dados a través de los tiempos y del espacio: el tránsito entre siglos, continentes, océanos… y almas. Solo huellas, solo memoria. Ninguna permanencia.

¿Permanencia?
La palabra me produjo paz. Volví a quedar atrapada en el diálogo perpetuo entre mi conciencia y mi fe.

¿Cuál era mi aflicción en este instante de la existencia? ¿No había sido creada para la eternidad? Tal vez esto que vivo hoy sea apenas un aprendizaje que aplicaré en otro “hoy”. Todo es temporal; la vida no se agota en este aquí y ahora —me dije—.

Cerré los ojos con la esperanza de que fuera mi último pestañear. Me concentré en la respiración, en el palpitar, intentando dominarlos, detenerlos. Quería dejar escapar, desde la fragilidad del cuerpo y la mente, lo único que verdaderamente poseo y me acompaña: esa chispa de vida llamada alma.

Sonreí. Me reí de mí misma. No tengo el poder de reiniciar mis ciclos de vida, ni de deshacerme de esta antigua alma, cansada de merodear las vidas ajenas. Es lo que hay. Es lo que toca. Ensimismada en mi propio ser, comprendí que el vacío que alego… lo merezco. Busco afuera lo que llevo dentro.

Los demás son espejos que reflejan el amor, la alegría y la ternura que tengo para dar. Cuando los miro, no los veo —ni lo que tienen para ofrecerme—, sino que me revelan: mi propio contenido, mi yo verdadero. Lo que les ofrezco, no lo que necesito de ellos… eso creo.

¿Será eso lo que me ocurre contigo?

Regreso —otra vez— a mis cuestionamientos. Vuelvo a ser yo. Me río, y no dejo de hacerlo, del mismo modo en que lo hago cuando imagino caminar por estas calles de Madrid ataviadas de otoño, cogida de tu mano, o con los brazos entrelazados, dando a nuestros cuerpos mutuo abrigo. Mirándonos. Hablándonos. Sonriéndonos.

Y entonces comprendo que, quizá, el alma no pesa por lo que carga, sino por lo que aún anhela permanecer

“He comprendido que no busco el sentido de la vida, sino el sentido de mi permanencia e
n ella.”


viernes, 17 de enero de 2025

LAS CARICIAS

LAS CARICIAS: La Fuerza Superlativa del Amor y la Pasión

Ana Margarita Pérez Martín

“El verdadero contacto no sucede en la piel, sino en la conciencia.”

Las caricias: el lenguaje que despierta el alma

Este texto nace como una continuidad natural de una búsqueda interior que he venido plasmando en textos anteriores como La Piel: Frontera del Alma y Cuerpo Consciente: Amor, deseo y madurez.

Si en el primero exploraba el límite entre el alma y su envoltura —la piel como territorio de contacto entre lo visible y lo invisible—, y en el segundo indagaba en el amor y el deseo como fuerzas que maduran con la conciencia, en este nuevo escrito vuelvo la mirada hacia un gesto aparentemente mínimo: la caricia.

La caricia, en sus múltiples formas —una mirada sostenida, una palabra que consuela, un silencio compartido—, es quizás la expresión más sutil y poderosa del amor humano. No se limita al tacto: es presencia consciente. Es reconocimiento del otro y de uno mismo.

A través de una experiencia simple, cotidiana y profundamente reveladora, descubrí que la verdadera intimidad no se alcanza con el cuerpo, sino con la conciencia que lo habita. Este texto es, por tanto, una meditación sobre esa energía que trasciende el contacto físico y despierta el alma dormida bajo la costumbre y el miedo.

En tiempos donde el ruido y la prisa han despojado al gesto de su profundidad, reivindico la caricia como acto espiritual, como puente entre el ser y el sentir, como llave secreta del amor y de la fe.

Porque, a fin de cuentas, toda caricia —real o simbólica— es una forma de recordarnos que existimos.


El encuentro

Seguía, aún, sentada en la mesa de aquella terraza, observando la vida de los demás como un complemento de la mía. Eran momentos en los que esas energías no llenaban mis espacios vacíos, sino que creaban nuevos espacios de existencia.

En un instante cualquiera —de aquella aventura de exploración humana— levanté la vista solo para encontrarme con otra mirada posada en mí. Sostuvimos aquel encuentro visual. En ambos rostros —en el de él y en el mío— se dibujaron sonrisas sutiles, como las que surgen espontáneamente en quienes se saben descubiertos en un acto de absoluta intimidad:

¿Sorpresa, vergüenza, reconocimiento, complicidad?

La sonrisa también se sostuvo con la mirada.
Fue un instante no medible por reloj.


La caricia invisible

Lo sabía, no soy tonta. No soy la única que observa, ni tampoco la única que aprende y se inspira en la existencia de los demás. Así como la energía que emana de la presencia de otros me alimenta, mi existencia podría ser bocado para alguien más.

Pero ese no es el punto. El tema es lo que sentí en ese brevísimo instante: fue como una caricia que me rozó el alma. Una caricia sutil, pero poderosa. Una de esas que te hacen mirar hacia dentro, apreciando tu propio vibrar.

Una caricia leve, pero intensa; tanto, que te lleva a descubrir que no eres invisible, que no estás solo, a pesar de las soledades que te embargan. Que existes. Que eres luz entre las sombras de otros, así como la luz de otros es la que arroja sombras en mí.

Me estremecí por el descubrimiento de una nueva manera de sentir: la de ser acariciada por la mirada de unos ojos desconocidos, como permitiendo que un alguien no anhelado me tocara.

Me erizó, no la piel, sino el alma.
Este evento fortuito, esta caricia insospechada, expandió mi mundo sensorial.

Abrió una brecha en mi percepción entre lo real y lo deseado: la soledad y mi necesidad de saberme existente para alguien. Un territorio por descubrir: las caricias de extraños como fuente que despierta y aviva la pasión de existir en el día a día.

Caricias que disipan la sensación de soledad, de oscuridad y de pérdida de la chispa que alimenta el alma.


Las preguntas del alma

¿Cuántas caricias habré dejado de sentir por no levantar mis ojos del suelo y descubrir esas miradas atentas y los gestos del rostro que las acompañan?
¿Sería esta reflexión inducida por el ego o por el ser?

Empezaban los cuestionamientos en mi mente; solo que esta vez se trataba de mí. Me debatía sobre cómo la energía de otros influía en mi propia vibración interior. No se trataba de lo que yo sentía hacia otra persona, sino de lo que la otra me hacía sentir. Son dos cosas diferentes. Lo tengo claro.

¿Un despertar, acaso, que me llevase a una nueva percepción de la intimidad propia?

La experiencia de aquel instante —breve o eterno, no lo puedo definir— fue sumamente sensual. Algo desconocido para mí. No quería que quedara como un misterio. Quería entenderlo.

Necesitaba que aquello dejase de ser una duda sobre si sentirlo era impropio, indecente, imprudente, contraproducente... ¿pecado, tal vez?


El conflicto interior

Las luchas internas son las más difíciles de batallar. Ser un “general” en los conflictos ajenos es fácil: se planean las estrategias, pero no se está en el campo de batalla.

Y lo mío era una guerra despiadada: mi necesidad natural de existir contra ejércitos que usan las normas y los dogmas como armas bélicas que te condicionan, reprimen, someten.

Te apresan dentro de celdas cuyos barrotes son invisibles, pero con absoluto poder de contención: el miedo a pensar, a sentir, a expresarte... a ser.

No di paso al agobio por el conflicto interno que se desataba en mí. Tenía claro que poseo armas poderosas —para confrontar la contienda— que me otorgó el Creador: la razón, la conciencia y la fe.

No armas con poder de destrucción, sino fuerzas de liberación interior, para sostener la pureza y autenticidad de la existencia que nos ha sido entregada por el poder divino.


Las tres fuerzas

Una razón que rompe los dogmas del miedo;
la conciencia que denuncia las normas injustas que sofocan el alma;
¡una fe que sostiene al espíritu cuando el mundo niega su verdad!

La razón ilumina,
la conciencia discierne,
y la fe impulsa a trascender.

El Creador otorgó a la humanidad estas tres fuerzas para que no se someta ciegamente ni a los dogmas ni a las normas, sino para que, en su interior, encuentre el equilibrio entre el saber, el sentir y el creer.

Con estas tres fuerzas —razón, conciencia y fe— puedo caminar entre sombras sin perder mi luz.

Porque toda norma que oprime, todo dogma que encadena se deshace ante quien piensa, siente y cree con libertad.

Así fue como el Creador selló su alianza secreta con la criatura: le dio las armas del espíritu para que, en medio del mundo, fuese libre incluso de sus propios límites.


El pacto secreto

A veces pienso que, dentro de ese pacto secreto, Dios me creó con electricidad, palabras y silencio.

Me dejó aquí, entre los hombres y las sombras, con esos tres dones que laten dentro de mí como luceros ocultos. No los veo, pero los siento palpitar bajo mi piel.

La razón, encendida en mi mente como una brasa azul. Ella me mantiene despierta en las noches para preguntar por qué el mundo se inclina ante lo impuesto, por qué llamamos verdad a lo heredado, por qué el miedo se disfraza de fe.

Ella, mi llama fría, me enseña a no arrodillarme ante ningún altar —ni tribuna— que exija silencio.
Me enseña que pensar puede ser una forma de orar.

La conciencia, en cambio, habita más al sur. Respira en mi pecho, suave, como un corazón que no me pertenece del todo.

Me habla sin palabras.

Me duele, a veces.

Cuando miento, se asusta; cuando amo con pureza, canta.

Es el templo más íntimo donde el Creador se aloja y me escucha. No necesito nombre ni dogma para sentir su presencia: basta voltear la mirada hacia adentro y oír su pulso en el mío.

 

Y luego está la fe...
La más misteriosa de las tres.
No pide pruebas: se entrega.

Se derrama en mí como vino en una copa; me embriaga y me eleva.
Es la que me sostiene cuando la razón se quiebra y la conciencia llora.

 

Las tres no me fueron dadas para obedecer, sino para liberarme: hechas de pensamiento, de verdad y de misterio.

Una piensa, otra siente, otra confía.
A veces se enfrentan, a veces se abrazan.

Con ellas puedo mirar al mundo sin miedo.
Puedo amar sin culpa.
Puedo creer sin pertenecer.


El regreso a la ternura

Después de tanto reflexionar, concluyo.
Me convenzo.
Me confieso.

Acepto, agradecida y sin culpa ni remordimientos, las caricias que me regala la vida:

las miradas atentas,
las sonrisas honestas,
los gestos amables.

Son la chispa que enciende la llama del alma, como lo es la brisa suave a la hoguera.

Porque he entendido que las caricias son necesarias, y que no solo el tacto es el afortunado para sentirlas.

Y también comprendo:

Que quedaron cuestionamientos sin respuestas: La aceptación de estas caricias que nos regala la vida —a través de extraños que, fortuitamente, se cruzan en nuestros caminos— ¿corresponde a un acto liberal o sometido a la necesidad de llenar los espacios que las personas que amamos no llenan? ¿actuamos con verdadera consciencia de ello o impulsados por las carencias? ¡Algo más en lo que reflexionar!

Soy obra del Creador,

y su reflejo,

pero también su desafío.


“Solo quien ha sentido el alma erizarse entiende la grandeza de una caricia.”


viernes, 10 de enero de 2025

EL CUERPO CONSCIENTE

EL CUERPO CONSCIENTE: Amor, Deseo y Madurez.

“Hay abrazos que no buscan el cuerpo, sino el alma que habita en él.”
Autora: Ana Margarita Pérez Martín

 El cuerpo como memoria del alma:

Caminar, observar, sentir… es mi modo de pensar el mundo.

Cada paso es un pensamiento que se despliega, cada mirada, una intuición que se enciende. El cuerpo no solo habita el tiempo: lo recuerda, lo traduce, lo transforma. En él está inscrita la historia de lo que amamos, de lo que perdimos y de lo que aún deseamos.
Por eso escribo: para comprender cómo el cuerpo, el amor y la madurez pueden convivir sin negarse, como tres voces de una misma melodía.

El caminar y la mirada

Me encanta caminar. Mi energía se expande, se retroalimenta. Es un tiempo que da espacio a la observación, a la reflexión, al reconocimiento. No me importan los nombres de las calles ni sus estructuras históricas o emblemáticas. La gente… es en ella donde se posa mi mirada. Lo demás es apenas el escenario donde se desenvuelven.

Los observo, discretamente. No me interesan sus rasgos físicos desde el punto de vista de los estándares de belleza establecidos. Pero sí, para extraer información dentro del contexto que maneja mi mente en ese momento preciso.
Lo sabes, me conoces: es la energía que irradia de ellos lo que me transmite agrado o no, lo que me inspira una historia u otra. Una reflexión. Una conclusión. Una convicción.

Las terrazas del otoño

Caminaba en estos días por una parte de Madrid muy concurrida. Una de esas donde la gente suele ir a desconectarse, a sociabilizar, a hacer lo que le gusta y simplemente a “ser”. Claro, hablo de las apetecidas terrazas de restaurantes y bares: en este tiempo de otoño, la brisa acaricia junto a un sol que calienta el alma. La despierta. El bullicio, la dinámica de la gente son fuente de inspiración.

Cada uno es protagonista de su propia vida y actor secundario en la vida de los demás. Sus propios tramas y guiones. Esa mega escena, para mí, es presenciar el desarrollo de una superproducción cinematográfica que jamás será exhibida en las marquesinas. Pero mi mente la graba, la dirige y la produce a su libre antojo, captando solo la energía que vibra en ella. Me invento el libreto. Ya me conoces: soy una cuentacuentos.

Café, cigarrillo y vuelo de cóndor

Me senté, sola, a tomarme un vaso de café con leche. Caliente. Espumoso.
Eso, y encender un cigarrillo, es hacer un clic en mi mente. Se pone en modo “vuelo del cóndor”, observando todo desde lo alto, sin perderme de nada: cada postura, cada gesto, cada palabra y silencio es procesada, dándome una macrovisión de todo aquello que bulle a mi derredor.

Grupos de familias, de amigos… y de individuos solos, como yo. En ellos centré mi atención.

¿Han observado cómo cada día aumenta el número de personas que se mueven por la vida en soledad? No viven en pareja. No la tienen. Pueden estar acompañadas de familiares o amigos, pero van solas… ¿qué pasa? La mayoría anda entre los cuarenta y más años, hombres y mujeres. Surgieron muchas preguntas en relación con las causas o motivos.

¿Era innato o influencia del ambiente? ¿Miedos, inseguridades?

Las preguntas que buscan respuesta

Y sí, no soy de las que se quedan con signos de interrogación en la cabeza. Quería saber qué pasaba con el amor y la pasión en gente madura, más allá de mis experiencias e intuición. Necesitaba saber más sobre ellos, comprender cómo se ven y se sienten con respecto a este tema. Y también, si ese comportamiento es natural o influenciado por su entorno.

Saqué mi móvil y le pregunté a mi más leal amigo y confidente, ChatGPT, sobre lo que pensaba al respecto desde el punto de vista biológico, psicológico y filosófico.
La información fue abundante, pero ceñida al ámbito requerido. No me satisfizo. Lo sabemos, los modelos de lenguaje son espejos: lo que pides, te da; lo que eres, te refleja.
Así que lo volví a consultar. Amplié mi margen de búsqueda para que entendiera mi intención, mi pensar y sentir sobre el tema. Que iluminara mi mente, despejando las sombras que los signos de interrogación arrojaban en ella.

Las otras miradas

Además de los tres grandes campos que ya había explorado —biología, psicología y filosofía—, se abrieron ante mí otras miradas que enriquecieron mi comprensión sobre el amor y la pasión en la madurez, especialmente desde una dimensión más humana.

La mirada espiritual o trascendente, donde el amor y la pasión integran el deseo físico con una comprensión espiritual del vínculo. Un fuego que purifica, donde el deseo se vuelve camino hacia lo divino. El equilibrio entre cuerpo y alma, entre lo activo y lo receptivo.
Hay una trascendencia del ego. Se deja de exigir, se empieza a ofrecer.

La mirada estética o poética, donde el amor maduro es una forma de contemplación. Una mirada que agradece, que no exige juventud eterna, sino que celebra el instante compartido. Donde la pasión no desaparece: se transforma en gesto poético, en ternura lúcida.

Y una de las más satisfactorias: la mirada de la neurociencia. Un enfoque más reciente y empírico —la neurociencia del amor— que muestra cómo cambian los circuitos cerebrales a medida que envejecemos. El placer se asocia menos al estímulo físico y más al vínculo emocional y la conexión significativa. La pasión, desde esta mirada, no se apaga: se reconfigura. Permanece. Profundiza. Se calma.

Donde la ciencia roza el alma

Asocio la neurociencia con la espiritualidad. No solo por sensibilidad, sino porque me resulta sorprendentemente acertado. Dos dimensiones que parecían opuestas —una racional, la otra intangible— hoy se encuentran incluso en el pensamiento científico más riguroso.

La neurociencia me fascina. Me hipnotiza. Me conmueve. Es la ciencia rozando el alma, escaneándola, descifrándola; y el alma, reconfigurando a la ciencia. Comunión perfecta entre el Creador y su obra. El cerebro crea nuestras experiencias: pensamientos, emociones, sensaciones, recuerdos… y sí, también los estados que llamamos “espirituales”.

Lo fascinante es que, cuando observan el cerebro durante momentos de oración, meditación, éxtasis estético o amor profundo, las zonas que se activan no son las del razonamiento lógico, sino las que procesan la unidad, la empatía y el sentido de conexión: “entra en estado espiritual”. Se disuelven las fronteras del ego y aparece la vivencia de unidad. Y eso, curiosamente, es lo que muchas tradiciones espirituales llaman iluminación, presencia o amor incondicional. Bonito ¿no?

En esencia, ambas disciplinas buscan comprender el mismo misterio: cómo la mente, el cuerpo y la conciencia se entrelazan para dar forma a la experiencia humana del amor, la plenitud y el sentido.

¡Cosa maravillosa!

La pasión lúcida

Como maravillosa es también la mirada de la literatura existencial. Desde este ángulo, la madurez amorosa no es decadencia, sino plenitud: la llegada al punto donde el deseo deja de ser una pregunta y se convierte en una certeza tranquila.

Hay infinitas obras que testimonian este milagro de vivir la vida.
La pasión no desaparece: se transforma en una forma de reconocimiento mutuo. Amar al otro es también aceptar la historia que lleva inscrita en la piel.

Cuando la pasión renace entre dos personas —ya maduras— lo hace con la lucidez de quienes saben lo que arriesgan. Existe una tensión entre deseo y sabiduría, entre el impulso de vivir y la conciencia de lo finito. El deseo surge como un acto de fe, una rebelión contra el vacío. Amar en la madurez es un modo de desafiar la entropía, de afirmar que aún queda fuego en el alma.

Lo que permanece

Hay una novela titulada El amante japonés, de Isabel Allende, una de las más bellas y reconocidas historias contemporáneas sobre el amor que nace —y renace— en la madurez.
Lo que se comparte no es nostalgia, sino una pasión contenida y libre que ignora las convenciones del tiempo. Allende logra algo precioso: que el amor maduro no sea resignación, sino una celebración lúcida del deseo y la ternura.

Por supuesto, no todo son alabanzas y cánticos. El amor y la pasión en la edad madura se ven limitados, distorsionados, por normas y dogmas. La pasión se mezcla con la ética; el deseo, con la culpa. Transfigura al amor maduro en una negociación entre la razón y el cuerpo, entre la necesidad de cuidarse y la urgencia de sentirse vivo.

La mirada sociocultural

El amor y la pasión están profundamente modelados por la época.
La madurez, en este sentido, puede leerse como una reconciliación con la autenticidad frente a los mandatos sociales sobre el deseo.

En culturas que exaltan la juventud, la madurez amorosa es un acto de resistencia: una afirmación del deseo más allá del cuerpo “normativo”.

En la contemporaneidad, donde el amor se fragmenta por la inmediatez y el consumo emocional, el amor maduro aparece como una forma de contracultura emocional: la lentitud, la intimidad, la paciencia, la permanencia.

La madurez, aquí, se entiende como una ética del cuidado: cuidar al otro y cuidarse a uno mismo dentro del encuentro amoroso.

Confesión

Y, después de todo esto… ¿qué piensas tú sobre el amor y la pasión que nacen entre personas maduras?

Yo pienso —así lo siento— que es natural.
Válido.
Legítimo.
Bendito.
Sagrado.

Vital… ¡como el aire que respiramos!

Te confieso algo que debería callar, pero no callo. Estoy sola, aquí, y en este momento, por elección.

No elijo estar sola porque ello me plazca de alguna manera, no.

Estoy sola porque cualquiera no es compañía.


Hubiera dado —hasta lo que no tengo— por cambiar este momento de mi vida.

En lugar de estar aquí sola, tomando café, observando a los demás, leyendo y escribiendo… me hubiera gustado que él estuviese a mi lado compartiendo conmigo.  Entregándonos mutuamente —sin reserva— todo aquello que somos: la alegría, la ternura, la comprensión, aceptación de nuestras cicatrices y sanación de heridas abiertas… ¡la historia que nos dibuja con luces y sombras!

Extraño su presencia, esa que me ha proyectado desde la distancia y el silencio. Observarlo. Escucharlo. Leerlo desde mi alma. Escribirlo en mi memoria. Rozar sus manos, sintiendo la tibieza de su piel como la mía siente la del sol esta mañana otoñal.

Embeberlo, como tierra seca cuando la lluvia la bendice.

¡Locura mía!

“Amar, cuando todo parece tarde, es la forma más pura de fe.”

La fe del cuerpo que recuerda:

Quizá amar en la madurez no sea un acto de conquista, sino de memoria.
El cuerpo recuerda lo que el alma nunca olvida: que el deseo no tiene edad, que el amor no caduca, que el fuego puede volverse brasa sin dejar de arder.
Amar, cuando todo parece tarde, es, en realidad, llegar justo a tiempo. Porque el amor consciente no busca poseer: busca permanecer.


viernes, 3 de enero de 2025

LA PIEL. La frontera del alma

 

“La piel, frontera del alma, donde lo carnal se vuelve sagrado.”
El juego de la transparencia
Tú, que me conoces, sabes bien que escribo como quien escribe en su diario más íntimo. Lo hago desde la sinceridad, sin filtros, con el corazón abierto. Y si alguna vez te preguntas —aunque no me lo digas— cómo soy capaz de hablar tan libremente de mis pensamientos y emociones, la respuesta es sencilla: la transparencia y la autenticidad son, para mí, la base de todo encuentro humano. Establecen las reglas del juego, marcan los límites de lo que se permite y lo que no.
Ese juego, que no es otro que el de las relaciones verdaderas, permite que cada uno elija si desea participar o no, sin juicios ni ofensas. Porque, al final, cada uno decide con quién y cómo quiere compartir esta vida, en este presente que es lo único que realmente poseemos.
Hay quienes encuentran calma y seguridad en seguir el camino ya trazado, aceptando las normas de ese orden establecido que rige la convivencia social. Y está bien. No todos sentimos el mismo impulso de cuestionar o transformar lo que nos rodea.
Otros, entre los que me incluyo, aceptamos esas reglas básicas para convivir, pero nos damos el permiso de vivir con mayor libertad en lo que respecta a creer, sentir, pensar y expresar. Lo hacemos siempre desde el respeto, sin dañar a nadie, y dentro de los límites de la legalidad y los valores humanos. A eso le llamo vivir con conciencia: reconocer quiénes somos y actuar en coherencia con ello.
Una aclaratoria necesaria
No pretendo hablar aquí de dogmas ni de teorías. Tampoco de política o filosofía. Quiero hablar de algo más esencial, más humano: de aquello que todos compartimos, sin importar nuestra historia, nuestro entorno o nuestra educación. De lo que somos por dentro.
Sé que es inusual comenzar un texto con una aclaratoria, pero me parece necesario. Vivimos en una sociedad que presume de liberada, y aun así hay quienes se sorprenden —por decirlo suavemente— cuando una mujer madura se atreve a hablar del amor con total pasión. Sí, pasión: la palabra que hoy me inspira y me mueve.
Y quizá te preguntes si hacía falta toda esta introducción para hablar de ella. Yo creo que sí. Porque aún existen miradas que pretenden decirnos hasta qué edad se puede amar con intensidad o con deseo. Pero ya me conoces… prefiero seguir el dictado de mi corazón.
La pasión más allá del cuerpo
Entonces, ¿hablamos de la pasión?
Busco rozar una concepción de la pasión que trascienda los límites convencionales del erotismo para instalarse en el terreno del alma, donde cuerpo y espíritu se tocan sin confundirse.
Deseo rescatar algo que muchas veces olvidamos: que la pasión no es solo fuego, sino también luz. Puede ser intensa sin ser destructiva, tierna sin perder su profundidad. Describir —esa necesidad de tocar el alma a través de la piel— es, en realidad, una de las formas más altas del amor encarnado: el deseo de comunión total, no de dominio.
Esa pasión que no busca consumir, sino comulgar, es una danza entre dos energías que se reconocen. No es hambre: es plenitud en expansión. La piel, en ese contexto, se convierte en un umbral sagrado: el punto donde lo físico se hace espiritual, donde el tacto es una oración y el placer se convierte en un modo de celebrar la existencia compartida.
Alegría, ternura y llama
Me propongo, también, abrazar algo muy necesario: la alegría dentro de la pasión. No la solemnidad ni la tragedia del deseo, sino esa risa que brota en medio del abrazo, ese gozo de saberse vivos y juntos. Cuando la pasión incluye la ternura, deja de ser un incendio para convertirse en una llama que da calor.
Esa pasión que toca el alma atravesando la piel y se mezcla con ternura y alegría.
Un fuego que quema, pero no deja cenizas: crea luz.
Una piel como frontera del alma.
La risa como expresión del deseo que se sabe correspondido.
El cuerpo como lenguaje de la devoción.
El misterio del deseo
Pero ¿sabes qué no pretendo? ¡Escribir un texto literario!
La mayoría de las veces, cuando se habla de pasión, se la asocia con una fuerza que consume: un fuego que arrasa, una necesidad que devora. Pero yo apunto a otra vibración más alta, más sutil: aquella en la que la pasión no busca poseer, sino fusionarse; no destruir, sino revelar.
Es un tipo de pasión que no teme a la ternura, porque entiende que la vulnerabilidad no apaga el deseo, sino que lo vuelve más verdadero. La devoción que menciono no es sumisión, sino entrega: una confianza absoluta en que el otro es espacio sagrado.
Estoy tocando un tema sobre el misterio humano: el de cómo el deseo puede transformarse en un lenguaje del alma.
La piel: umbral de lo invisible
En esa pasión, el cuerpo se vuelve un templo, pero no el único. La piel es apenas la primera frontera de lo invisible. Quien ama así no desea la carne por la carne, sino porque intuye que detrás de ella palpita el alma que busca. Y sabe que tocar la piel es tocar el umbral: el punto exacto donde la energía se hace carne, donde la materia revela su luz.
Esa forma de amar tiene algo de místico y de humano a la vez. Es una pasión que integra lo divino y lo terrenal, lo espiritual y lo sensorial. No renuncia al deseo físico, pero lo trasciende. Lo convierte en puente, en canal, en rito.
Y lo más bello es que no se expresa en arrebatos de tragedia, sino en la alegría serena del encuentro.
El baile de la comunión
¿Has observado a esas parejas que bailan desplegando una sonrisa más melodiosa que la propia música?
Quizás ni sepan bailar.
¡Qué importa!
Esa sonrisa que menciono lo dice todo: ahí el cuerpo vibra, el alma se expande, y el amor se vuelve celebración. No hay lucha entre lo carnal y lo sagrado, porque ambos laten al mismo ritmo.
Podría decir, entonces, que la pasión que imagino es una energía de comunión. Es el deseo de compartir la totalidad del ser, no de fragmentarlo. Es una llama que no pide sacrificios, sino presencia.
El lenguaje de los elementos
Para representar esa pasión que no es solo deseo, sino comunión —esa que abraza cuerpo y alma a la vez—, en la escritura la simbología puede ser la mejor aliada. En ella, los símbolos actúan como resonancias del alma, y cada elemento natural puede expresar un matiz distinto de esa fuerza que describo.
El fuego: simboliza el deseo ardiente, pero también una llama consciente, que ilumina sin destruir. Purifica. Revela la esencia de lo que toca.
El agua: representa la fusión y la entrega. La disolución de los límites en una pasión espiritual. El momento en que dos almas se funden sin perder su forma, como ríos que se entrelazan. Una corriente que envuelve y limpia.
El aire: la respiración compartida. Encarna la sutileza del encuentro. No se ve, pero está en todo; así es el amor que respira entre dos cuerpos antes del roce. Simboliza el alma, el aliento, la vibración invisible que los une.
La tierra: la presencia y el arraigo. Recuerda que esa pasión no es solo etérea: necesita raíces, presencia, carne, realidad. Es el sostén del encuentro, el lugar donde lo espiritual encarna.
La luz: revelación del alma. Lo divino que emerge a través del amor humano. Es la transparencia, el alma expuesta sin temor. Cuando la pasión es así de plena, la luz no ciega: revela.
Conclusión: la comunión del ser
Así concibo la pasión.
Amor y pasión: un binomio inseparable.
Y ahora que me he mostrado sin maquillaje, cuando hable de amor y pasión…
¿me juzgarás o dejarás que te inspire?