miércoles, 7 de julio de 2010

Cuento: EMBRUJO DE AMOR



 

Prólogo

Hay espíritus que no aceptan el mundo solo por lo que otros les cuentan. Son caracteres hechos de audacia y autonomía, para quienes la vida debe ser tocada, atravesada, incluso cuando duele o asusta. A esas personas, lo desconocido no las repele: las llama. Y aunque el riesgo las roce, avanzan, convencidas de que ciertas verdades solo se revelan cuando se caminan en soledad.


Ella se preparaba con cuidado, ajustando sus botas sobre calcetines gruesos y acomodando capa tras capa de ropa que la protegiera del frío desconocido. El abrigo pesado limitaba sus movimientos, la bufanda enrollada hasta la cabeza apenas le dejaba ver, y los guantes rígidos dificultaban cada gesto. Cada paso era un acto consciente de equilibrio y resistencia, como si avanzara por un mundo que aún no había aprendido a descifrar.

—¿Qué haces, madre? ¿A dónde vas? —preguntó él, preocupado, mientras la observaba terminar de abrocharse. Él la había estado observando desde el inicio, camuflado en las penumbras del pasillo, en absoluto silencio.

—Voy a echar una caminata —respondió ella con firmeza, ajustando la capucha de su abrigo.

—¿Tan tarde y con este clima? —insistió él, evaluando el frío que se intuía en el aire.

Ella lo miró con la calma obstinada de quien ha aprendido a ser dueña de sus decisiones.

—Hijo, déjame hacer esto a mi manera. He aprendido a valerme por mí misma.

Él permaneció en silencio, aceptando la decisión

Al salir por el portal, quedó paralizada: la Avenida de Europa no era la que conocía a la luz del día. Ahora, estaba oculta tras una niebla densa, como un lienzo gris que absorbía la realidad. Las veladas luces del alumbrado público apenas delineaban el pavimento, y ella avanzaba con cautela, cada paso calculado, como un barco a la deriva que busca desesperado la luz del faro para encontrar orilla.

El frío era un filo que atravesaba la ropa, se colaba por los guantes, por la bufanda, por la cabeza cubierta por la capucha del abrigo. La humedad de la lluvia fina hacía que el abrigo pesado se pegara a su cuerpo, limitando cada movimiento y transformando la caminata en un acto de equilibrio constante. La sensación de torpeza era completa: sus piernas rígidas, los brazos inmóviles, los pies que apenas sentían el contacto con el suelo helado. Avanzaba como una figura detenida en el tiempo, con cada músculo consciente del riesgo de resbalar, de caer, de perderse en aquel invierno desconocido.

El olor de los pinos, intensificado por la humedad, llenaba sus pulmones con un aroma extraño y fascinante. Respiraba profundo, y el aire frío quemaba su garganta, pero había en esa sensación un asombro que la mantenía despierta, alerta, viva. Cada charco helado que esquivaba, cada hoja cubierta de escarcha, cada reflejo de la luz en el pavimento húmedo parecía decirle: “Nunca has estado aquí; nunca has sentido esto”.

Todo parecía nuevo, todo parecía posible y a la vez amenazante, como si caminara en un sueño del que no podía —ni quería— despertar.

Al pasar frente al teatro MIRA, le pareció escuchar pasos detrás de sí; viró, pero no vio a nadie. Alerta, continuó su camino; esta vez sintió como si algo se moviese entre los arbustos de los espacios abiertos del teatro. Una corriente le subió por las piernas hacia la columna vertebral: la atravesó, la paralizó. Era miedo, ya lo había sentido antes. Un miedo profundo, semejante al de un niño que se ha soltado de la mano del padre y se enfrenta solo a lo inimaginable. Tomó conciencia de su vulnerabilidad. Respiró hondo y exhaló despacio: cálmate -pensó- eres valiente no por no sentir miedo, sino por enfrentarlo. Con este pensamiento en mente, volvió a virar… y nada, no vio a nadie.

El corazón le palpitaba con fuerza y la cabeza se le llenó de imágenes de un pasado —que aún era presente— al otro lado del Atlántico.

Recordó entonces las palabras de su hijo al momento de ella salir. “Estate atenta solo a tus pasos. Cuida de no resbalar ni caer. Nada más por lo que preocuparte: aquí es como allá era antes.” Respiró tranquila, decidiéndose a regresar. La aventura de explorar había perdido su encanto.

Fue entonces cuando vio, a cierta distancia, una silueta avanzaba hacia ella. Por un instante, el miedo intentó apoderarse de ella: la figura emergía de la niebla, segura y silenciosa, pero no le resultaba amenazante. La noche la ocultaba, hasta que el poste la nombró con su luz… ¡era su hijo!

. Allí estaba, vigilante, constante, invisible hasta ahora, protegiéndola sin interferir en su experiencia.

El alivio y la emoción la inundaron, mezclándose con una profunda gratitud. Caminó hacia él y, al encontrarse frente a frente, sus voces temblaron con emoción:

—Te dejé ir… como tú me dejabas a mí —dijo él, con una sonrisa cálida—. Siempre me decías: “Hay cosas que solo aprenderás por experiencia propia… ¿te acuerdas?”

Ella lo miró, con los ojos brillantes por la sorpresa y el amor. —Sí… me acuerdo —susurró—. Nunca imaginé que tu cuidado sería tan silencioso, tan absoluto…

—Hijo, hubo dos momentos en los que sentí miedo: sentí pasos detrás de mí, primero; luego, algo moviéndose entre los arbustos… acaso ¿serías tú? —le preguntó con los ojos atentos, como si fuera a escuchar la respuesta a través de la mirada; y así fue, la expresión de la cara le dijo todo lo que tenía que saber.

—Casi me matas de un susto… ¡lo sabes!

—Es que casi me pillas, tuve que esconderme, y por la prisa me resbalé entre los arbustos— dijo esto soltando una carcajada.

Y así, juntos, abrazados —entre reproches y risas— volvieron a casa.

En ese instante, la ciudad, la niebla y la lluvia parecieron desvanecerse. Solo quedaban ellos. Después de todo, la aventura de explorar una noche, fría y oscura de invierno, en Madrid ¡tuvo su encanto!


Epílogo

Con el tiempo, ocurre un giro silencioso y profundo: los hijos crecen y, sin anunciarlo, se convierten en amigos y custodios de quienes los guiaron. No es una decisión consciente ni un acto heroico; es una devolución natural, casi instintiva, del amor recibido. Así, la protección cambia de manos, y los cuidados —antes ofrecidos con ternura— regresan convertidos en presencia discreta, en vigilancia amorosa, en ese gesto invisible que acompaña sin invadir. Porque el amor verdadero no siempre se muestra: a veces, simplemente, vela.


2 comentarios:

  1. Jajajajaja me encata este relato, me encata esta historia, creo que nunca la olvidare, sin mencionar el atracon de repollo agrio que nos metimos el dia anterior, jejeje, este ralto tiene sus méritos por ser el primero...

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  2. Así es Rumiana, éste siempre será mi relato preferido... implica muchas experiencias, sentimientos y emociones, que ni siquiera pude llegar a expresar; lo aquí relato es una mínima parte de lo realmente vivido... esta es solo una cápsula del frasco!

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