Amar: el acto de existir
Ana Margarita Pérez Martín
“EL amor no se explica, se encarna”
En este andar por la vida, si algo
permanece constante, es la abundancia de pensamientos espontáneos,
incoherentes, muchas veces contradictorios con nuestra voluntad de existir.
Viene a mi mente una escena que me
marcó profundamente. No como una herida, sino como una brújula. Mi madre, en su
lúcida ancianidad, una vez me pidió consejo —ella a mí, cuando la sabia era
ella— sobre cómo acallar las voces de la mente: esos pensamientos que brotan a
borbotones, sin control ni coherencia, y que nos descolocan en nuestros
sentires, llevándonos a lugares indeseados.
Sin pensarlo mucho, le respondí lo
primero que me vino a la mente:
“Madre, el cerebro no se detiene ni un instante, y la mente te dará lo que
quiera darte. Toma las riendas. Conduce los pensamientos hacia donde quieras
que vayan. Llévalos a esos instantes del pasado donde sentiste alegría y
plenitud, a esos tesoros que guardas en el alma y que son solo tuyos. Vuélvelos
a vivir, disfrútalos como entonces.”
No sé si esas fueron exactamente
mis palabras, pero así las recuerdo. Fue un consejo que le di a mi madre en un
ayer, y que hoy sigo aplicando. Le sirvió a ella en su momento, y a mí me
sostiene ahora.
Ser feliz no es un evento fortuito,
ni algo que se encuentre doblando la esquina, como quien tropieza con el tesoro
de otro. No. Me niego a aceptarlo. Porque no es racional, ni justo.
Pero no es la “felicidad” lo que me
impulsa a escribir, sino los pensamientos que genera la mente y hacia dónde los
dejamos ir. ¿Permitimos que fluyan sin control, como agua de manantial que se
pierde entre las piedras, o los canalizamos hacia un cauce que nos dé paz y
sentido?
Yo he elegido canalizarlos. El agua
del manantial es el amor; el depósito, mi alma. Así me aseguro de tener
suficiente para beber y para calmar la sed de otros. Los pensamientos llevan a
las palabras, y éstas a la acción. Es mi forma de vivir en coherencia.
El amor. Breve en su escritura,
insondable en su esencia. No hay verbo, sustantivo ni pensamiento capaz de
contener su vastedad. Es principio y fin, origen y retorno. Es llama secreta
que da sentido al existir, soplo que anima al hombre, vibración que atraviesa
la piedra y alcanza las estrellas. Todo lo que respira, lo hace por amor; y
todo lo que deja de hacerlo, muere también por él.
El amor, el amor, el amor… repetido
así parece letra de canción. Y lo es. Porque es la inspiración de casi todas:
por tenerlo, por perderlo o por no haberlo encontrado. Sea como sea, el amor
siempre ha sido, y será, la fuerza que mueve al mundo —para bien o para mal—.
Hay amores que no salvan, sino que
consumen.
El amor al poder se disfraza de liderazgo y termina en dominio.
El amor al dinero, que promete seguridad, se convierte en codicia que devora.
El amor desmedido a uno mismo se vuelve espejo sin fondo: el ego, hambriento,
jamás se sacia.
El amor a la fama es un grito que necesita ser oído, aunque se pierda la voz.
Incluso el amor a la verdad puede
enfermar cuando se impone con violencia sobre quienes no la ven igual. Son
amores torcidos, pero amores al fin: la misma energía divina usada al revés.
Por eso el mundo convulsiona, no
por falta de amor, sino por no saber cómo amar. Surgen entonces las preguntas
inevitables: ¿el amor es uno solo? ¿Se ama a todos del mismo modo?
Desde el principio de los tiempos,
cuando el hombre levantó los ojos al cielo y sintió en el pecho la nostalgia de
un origen que no recordaba, el amor ya lo habitaba. Empédocles lo llamó philia,
la fuerza que une los elementos del cosmos; Platón lo vio como un puente entre
la carencia y la plenitud; San Agustín lo entendió como la presencia viva de
Dios en el alma. Cada uno intentó nombrar lo innombrable, pero el amor siguió
siendo ese misterio que solo se percibe cuando falta.
¿Desciende, entonces, el amor desde
lo divino hasta lo humano toma cuerpo, pulsa en la carne y se hace necesidad y
temblor? ¡Ojalá fuera simple la búsqueda!
La biología dice que el amor se
enciende en las neuronas, danza con la dopamina, se anuda con la oxitocina. Se
acelera el pulso, tiembla la respiración, se eriza la piel. Es impulso, deseo,
hambre. Pero también lenguaje de supervivencia, pacto silencioso de la especie
consigo misma.
Ahí nace el amor romántico: ese
relámpago que atraviesa la soledad y promete eternidad. Es el más humano de los
delirios y el más divino de los errores. Entre el hombre y la mujer, el amor es
conjuro y abismo: une para luego dividir, eleva para luego derrumbar. Freud lo
vio como sublimación del instinto; Fromm, como arte y disciplina; Neruda, como
incendio en la sangre.
En el amor pasional, el ser se
despoja de toda armadura: anhela ser visto, comprendido, penetrado hasta el
alma. Pero esa entrega contiene su tragedia: todo lo que se une corre el riesgo
de romperse.
Más allá del deseo, el amor se
transforma en raíz y herencia. El amor de los padres hacia los hijos no se
elige, se impone. Nace antes que la palabra y sobrevive a toda razón. Es fuego
perpetuo que arde sin consumirse, antorcha que ilumina incluso cuando la vida
se apaga.
Ese amor —irracional, absoluto—
prueba que hay en el ser humano una fuerza que desafía toda lógica. Los padres
aman incluso cuando duele, perdonan incluso cuando sangran. Morirían o matarían
por proteger esa extensión de sí mismos que es su hijo. Nadie, absolutamente
nadie, ha logrado nombrar el amor hacia los hijos. No se deja medir ni
comprender: solo se siente. Es resplandor que habita el alma y trasciende, como
si en ese lazo Dios recordara su propio origen. Es lo inefable hecho carne.
¿Y qué otra pasión logra eso?
En el extremo más alto de ese
misterio hallamos el amor divino. El amor hacia Dios —o de Dios hacia el
hombre— es la forma más pura de la paz que da esperanza. El alma, fatigada por
el mundo, se aferra a Él como a una promesa. En la fe cristiana, Dios es amor;
en el sufismo, el Amado es el fuego que consume el yo; en el budismo, la
compasión es la forma más elevada de amar.
El ser humano, frágil y finito,
busca en lo eterno un reflejo de sí mismo, una razón para seguir. Porque cuando
la vida hiere, solo el amor parece dar sentido al dolor. Amar a Dios es creer
que el bien tiene propósito, que la luz vence, que la entrega no es inútil. Es
un acto de confianza frente al abismo.
Así, el amor —romántico, filial,
divino— se revela como una misma esencia con distintos rostros. No se ve, pero
se sabe; no se toca, pero sostiene. Es energía, impulso, conciencia. Es música
que no cesa, aunque cambie el instrumento. Todo intento de definirlo es un
fracaso hermoso: un espejo empañado frente a la inmensidad.
Ni la gramática, ni la biología, ni
la filosofía lo abarcan por completo. El amor no pertenece a ningún dominio del
saber: es el fundamento mismo del ser.
Y, sin embargo, hay algo que nos
distingue en medio de esa vastedad: el amor a los hijos y el amor a Dios no son
del mismo tejido que los demás. Los primeros nos mueven; los segundos nos
sostienen.
El amor siempre hiere. La
diferencia está en la herida que deja.
En el amor a los hijos y a Dios,
las heridas no sanan: permanecen abiertas, sangrando, eternas. Necesitamos que
así sea, para poder tocarlas, recordarlas, sentir que aún vivimos en ellas.
Las heridas del amor romántico, en
cambio, cicatrizan. Dejan tatuajes en el alma, poemas de nostalgia, de traición
u olvido. Pero se cierran.
Quizá por eso, en los vínculos
humanos, prometemos amarnos “hasta que la muerte nos separe”.
¿Será porque, en el fondo, sabemos que hay amores que ni la muerte puede
separar?
¿Será que solo el amor de los hijos… y el amor de Dios… continúan amando cuando
ya no queda nadie para pronunciar su nombre?
Y sí, sé que muchos se harán la
pregunta que flota entre mis líneas:
¿Y el amor al prójimo?
El prójimo somos todos: Dios, los
hijos, tú, yo… cada cual con su modo de amar y de ser amado. El amor no
entiende de orden ni de jerarquías; solo de presencia.
A veces amamos primero lo que nos sostiene, otras, lo que nos duele; y en ese
vaivén aprendemos a amar mejor. El prójimo es el espejo donde Dios nos mira.
Amar al otro es también amarnos en él, reconocer que somos fragmentos del mismo
fuego. No hay antes ni después, no hay yo ni tú: solo un nosotros que respira
en una misma esencia.
Quizá ese sea el misterio último
del amor:
que, al amar, no damos ni perdemos nada… solo regresamos al lugar de donde
venimos.
“No
amamos por elección, sino porque el alma no sabe existir sin amar.”