viernes, 28 de marzo de 2025

CARTA A ALGUIEN QUE CREÍ CONOCER

  Texto

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

 CARTA A ALGUIEN QUE CREÍ CONOCER

“Una carta íntima a la frontera entre la vida y la muerte.”

Ana Margarita Pérez Martin

 Tengo tu foto frente a mí.

Tus ojos me miran desde un lugar al que ya no puedo llegar. En ellos sigue viviendo el mar que tanto amo: azul inmenso, inquieto, insondable. Ese mar ya no es un paisaje: es un espejo de tu último naufragio, un abismo que me devuelve preguntas que no sé responder.

No dejo de mirarte. Me pregunto —con miedo, con rabia, con ternura— qué sucede dentro de un ser humano para tomar esa decisión. ¿Cuánto dolor hay que cargar para que la muerte parezca descanso? Y mientras lo pienso me descubro temblando, porque no hablo solo de ti: hablo de cualquiera de nosotros. En otro tiempo, en otras circunstancias, podría haber sido yo.

Tu muerte me abrió una grieta que no conocía. Creía haber entendido la vida y la muerte, pero tu decisión deshizo mis certezas. Morir es inevitable, lo sabemos todos. Pero elegir morir, interrumpir la propia historia, es un acto que nos deja desarmados a quienes seguimos aquí.

Desde entonces me acompaña una pregunta que no consigo cerrar: quitarse la vida, ¿es un acto de valentía o de rendición? Quizá ambas cosas. Quizá ninguna. Tal vez sea el gesto extremo de un alma agotada que ya no encuentra salida. Pero para los que quedamos es un terremoto. Nos obliga a mirar de frente nuestras grietas, nuestras sombras, y a aceptar que la desesperación puede tocarnos a cualquiera.

Solías decir: «Las personas más tristes hacen siempre lo posible por hacer felices a los demás, porque saben lo que significa sentirse absolutamente inútiles y no quieren que nadie más se sienta así».

¿Guardabas tristeza detrás de tu rostro sonriente? Eras amable, generoso y amoroso… siempre te preocupabas por los demás. Me aterra imaginar que fue un grito desesperado, que esperabas ser rescatado y no llegó nadie.

A veces me conmueve pensar que quisiste liberarte, que buscabas un silencio que aquí no encontraste. Nunca lo sabré. Nadie lo sabrá. Solo tú conoces la verdad de ese instante, y ahora esa verdad es misterio.

Desde mi corazón adolorido te digo: me rompiste. Tu ausencia no es solo tristeza: es una herida que cuestiona mi propia existencia. Me miro al espejo y me descubro frágil, mortal, incapaz de dar respuestas definitivas. Quizá en esa incapacidad esté la clave: la vida es una pregunta sin respuesta, y tal vez quienes no soportan más siguen buscándola en otro lugar.

Quiero creer que hay un espacio, más allá de todo esto, donde tu alma encontró descanso. Que el azul profundo que vivía en tus ojos te haya recibido al fin. Que allí ya no exista ni valentía ni cobardía, solo paz.

Paz y vida eterna a tu alma, mi querido desconocido. Y también paz para nosotros, los que seguimos aquí intentando entender, sin lograrlo del todo.

“Quizá la vida no se explica: solo se habita, hasta donde podamos.”

Dedicado: R.W.


viernes, 21 de marzo de 2025

AMAR: El acto de existir

Un grupo de personas posando para una foto con un texto en blanco

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

Amar: el acto de existir
Ana Margarita Pérez Martín

EL amor no se explica, se encarna”

 En este andar por la vida, si algo permanece constante, es la abundancia de pensamientos espontáneos, incoherentes, muchas veces contradictorios con nuestra voluntad de existir.

Viene a mi mente una escena que me marcó profundamente. No como una herida, sino como una brújula. Mi madre, en su lúcida ancianidad, una vez me pidió consejo —ella a mí, cuando la sabia era ella— sobre cómo acallar las voces de la mente: esos pensamientos que brotan a borbotones, sin control ni coherencia, y que nos descolocan en nuestros sentires, llevándonos a lugares indeseados.

Sin pensarlo mucho, le respondí lo primero que me vino a la mente:
“Madre, el cerebro no se detiene ni un instante, y la mente te dará lo que quiera darte. Toma las riendas. Conduce los pensamientos hacia donde quieras que vayan. Llévalos a esos instantes del pasado donde sentiste alegría y plenitud, a esos tesoros que guardas en el alma y que son solo tuyos. Vuélvelos a vivir, disfrútalos como entonces.”

No sé si esas fueron exactamente mis palabras, pero así las recuerdo. Fue un consejo que le di a mi madre en un ayer, y que hoy sigo aplicando. Le sirvió a ella en su momento, y a mí me sostiene ahora.

Ser feliz no es un evento fortuito, ni algo que se encuentre doblando la esquina, como quien tropieza con el tesoro de otro. No. Me niego a aceptarlo. Porque no es racional, ni justo.

Pero no es la “felicidad” lo que me impulsa a escribir, sino los pensamientos que genera la mente y hacia dónde los dejamos ir. ¿Permitimos que fluyan sin control, como agua de manantial que se pierde entre las piedras, o los canalizamos hacia un cauce que nos dé paz y sentido?

Yo he elegido canalizarlos. El agua del manantial es el amor; el depósito, mi alma. Así me aseguro de tener suficiente para beber y para calmar la sed de otros. Los pensamientos llevan a las palabras, y éstas a la acción. Es mi forma de vivir en coherencia.

El amor. Breve en su escritura, insondable en su esencia. No hay verbo, sustantivo ni pensamiento capaz de contener su vastedad. Es principio y fin, origen y retorno. Es llama secreta que da sentido al existir, soplo que anima al hombre, vibración que atraviesa la piedra y alcanza las estrellas. Todo lo que respira, lo hace por amor; y todo lo que deja de hacerlo, muere también por él.

El amor, el amor, el amor… repetido así parece letra de canción. Y lo es. Porque es la inspiración de casi todas: por tenerlo, por perderlo o por no haberlo encontrado. Sea como sea, el amor siempre ha sido, y será, la fuerza que mueve al mundo —para bien o para mal—.

Hay amores que no salvan, sino que consumen.
El amor al poder se disfraza de liderazgo y termina en dominio.
El amor al dinero, que promete seguridad, se convierte en codicia que devora.
El amor desmedido a uno mismo se vuelve espejo sin fondo: el ego, hambriento, jamás se sacia.
El amor a la fama es un grito que necesita ser oído, aunque se pierda la voz.

Incluso el amor a la verdad puede enfermar cuando se impone con violencia sobre quienes no la ven igual. Son amores torcidos, pero amores al fin: la misma energía divina usada al revés.

Por eso el mundo convulsiona, no por falta de amor, sino por no saber cómo amar. Surgen entonces las preguntas inevitables: ¿el amor es uno solo? ¿Se ama a todos del mismo modo?

Desde el principio de los tiempos, cuando el hombre levantó los ojos al cielo y sintió en el pecho la nostalgia de un origen que no recordaba, el amor ya lo habitaba. Empédocles lo llamó philia, la fuerza que une los elementos del cosmos; Platón lo vio como un puente entre la carencia y la plenitud; San Agustín lo entendió como la presencia viva de Dios en el alma. Cada uno intentó nombrar lo innombrable, pero el amor siguió siendo ese misterio que solo se percibe cuando falta.

¿Desciende, entonces, el amor desde lo divino hasta lo humano toma cuerpo, pulsa en la carne y se hace necesidad y temblor? ¡Ojalá fuera simple la búsqueda!

 La biología dice que el amor se enciende en las neuronas, danza con la dopamina, se anuda con la oxitocina. Se acelera el pulso, tiembla la respiración, se eriza la piel. Es impulso, deseo, hambre. Pero también lenguaje de supervivencia, pacto silencioso de la especie consigo misma.

Ahí nace el amor romántico: ese relámpago que atraviesa la soledad y promete eternidad. Es el más humano de los delirios y el más divino de los errores. Entre el hombre y la mujer, el amor es conjuro y abismo: une para luego dividir, eleva para luego derrumbar. Freud lo vio como sublimación del instinto; Fromm, como arte y disciplina; Neruda, como incendio en la sangre.

En el amor pasional, el ser se despoja de toda armadura: anhela ser visto, comprendido, penetrado hasta el alma. Pero esa entrega contiene su tragedia: todo lo que se une corre el riesgo de romperse.

Más allá del deseo, el amor se transforma en raíz y herencia. El amor de los padres hacia los hijos no se elige, se impone. Nace antes que la palabra y sobrevive a toda razón. Es fuego perpetuo que arde sin consumirse, antorcha que ilumina incluso cuando la vida se apaga.

Ese amor —irracional, absoluto— prueba que hay en el ser humano una fuerza que desafía toda lógica. Los padres aman incluso cuando duele, perdonan incluso cuando sangran. Morirían o matarían por proteger esa extensión de sí mismos que es su hijo. Nadie, absolutamente nadie, ha logrado nombrar el amor hacia los hijos. No se deja medir ni comprender: solo se siente. Es resplandor que habita el alma y trasciende, como si en ese lazo Dios recordara su propio origen. Es lo inefable hecho carne.

 ¿Y qué otra pasión logra eso?

En el extremo más alto de ese misterio hallamos el amor divino. El amor hacia Dios —o de Dios hacia el hombre— es la forma más pura de la paz que da esperanza. El alma, fatigada por el mundo, se aferra a Él como a una promesa. En la fe cristiana, Dios es amor; en el sufismo, el Amado es el fuego que consume el yo; en el budismo, la compasión es la forma más elevada de amar.

El ser humano, frágil y finito, busca en lo eterno un reflejo de sí mismo, una razón para seguir. Porque cuando la vida hiere, solo el amor parece dar sentido al dolor. Amar a Dios es creer que el bien tiene propósito, que la luz vence, que la entrega no es inútil. Es un acto de confianza frente al abismo.

Así, el amor —romántico, filial, divino— se revela como una misma esencia con distintos rostros. No se ve, pero se sabe; no se toca, pero sostiene. Es energía, impulso, conciencia. Es música que no cesa, aunque cambie el instrumento. Todo intento de definirlo es un fracaso hermoso: un espejo empañado frente a la inmensidad.

Ni la gramática, ni la biología, ni la filosofía lo abarcan por completo. El amor no pertenece a ningún dominio del saber: es el fundamento mismo del ser.

Y, sin embargo, hay algo que nos distingue en medio de esa vastedad: el amor a los hijos y el amor a Dios no son del mismo tejido que los demás. Los primeros nos mueven; los segundos nos sostienen.

 El amor siempre hiere. La diferencia está en la herida que deja.

En el amor a los hijos y a Dios, las heridas no sanan: permanecen abiertas, sangrando, eternas. Necesitamos que así sea, para poder tocarlas, recordarlas, sentir que aún vivimos en ellas.

Las heridas del amor romántico, en cambio, cicatrizan. Dejan tatuajes en el alma, poemas de nostalgia, de traición u olvido. Pero se cierran.

Quizá por eso, en los vínculos humanos, prometemos amarnos “hasta que la muerte nos separe”.
¿Será porque, en el fondo, sabemos que hay amores que ni la muerte puede separar?
¿Será que solo el amor de los hijos… y el amor de Dios… continúan amando cuando ya no queda nadie para pronunciar su nombre?

 Y sí, sé que muchos se harán la pregunta que flota entre mis líneas:

¿Y el amor al prójimo?

El prójimo somos todos: Dios, los hijos, tú, yo… cada cual con su modo de amar y de ser amado. El amor no entiende de orden ni de jerarquías; solo de presencia.
A veces amamos primero lo que nos sostiene, otras, lo que nos duele; y en ese vaivén aprendemos a amar mejor. El prójimo es el espejo donde Dios nos mira.
Amar al otro es también amarnos en él, reconocer que somos fragmentos del mismo fuego. No hay antes ni después, no hay yo ni tú: solo un nosotros que respira en una misma esencia.

Quizá ese sea el misterio último del amor:
que, al amar, no damos ni perdemos nada… solo regresamos al lugar de donde venimos.

 “No amamos por elección, sino porque el alma no sabe existir sin amar.”




viernes, 14 de marzo de 2025

ENTRE LO HUMANO Y LO DIVINO

 


Entre lo humano y lo divino

Ana margarita Pérez Martin

Dedicatoria: Para los enamorados de lo inalcanzable, que viven la intensidad del querer sin poseer.

“Amar no siempre es tener. A veces, amar es aprender a dejar ir.”

¡Hola!
Amor, nunca leerás esta carta porque nunca te la entregaré.

Y si la lees…
será porque cayó en tus manos
por esas casualidades de la vida.

Aun así,
tampoco sabrás que fue escrita para ti.

Conociendo tu inteligencia
y tu capacidad de reflexionar,
de alguna manera…
te habrá de dejar enseñanza:

¡como eso de que la mujer necesita amar en libertad!

No me pediste que te amara,
pero lo hiciste fácil,
sin esfuerzo…
para que así ocurriera.

Abonaste mi vida con francas miradas,
dulces sonrisas,
y prudente silencio.

Llenaste mis oídos
con la música más melodiosa:

¡tu voz!
¡tu risa!

Endulzando mis días,
acaramelando mi alma.

¡Ah!
¡Qué días de entusiasmo…
y noches de inmenso placer!

Con solo guardar tu imagen
dentro de mi pecho
y verla crecer.

Pero, a medida que transcurre el tiempo,
más deseo acercarme a ti.

Necesidad de tomar tus manos,
perderme en la profundidad de tu mirada,
respirar el aroma de tu piel…
yo la tengo.

¿Qué hago con todo esto
si sentirlo no puedo?

Quienes conocen lo que siento
y cómo pienso,
ruegan que deje los estigmas
y me eche a “volar”
en busca de mi felicidad.

No lo hago…
retrocedo.

Doy excusas: todas son mentiras
queriéndome justificar.
Bien sé que dentro de mí los vientos azotan,
y que la tempestad amenaza
con devastar a esta pobre alma…

¡que los mandamientos anhelan romper!

Anoche fue dura la pelea
entre mi conciencia
y los demonios que me acechan.

Pero no puedo…
me rindo.

¿A quién engaño?

De la alegría he pasado al llanto;
el amor a Él es superior en fuerzas.

Me apartan de ti porque mi fe está quebrantada;
porque tu amor es terrenal
y el de Él es celestial;
porque el tuyo me confina a las sombras,
y el de Él me da luz…
y libertad.

Tú eres finito,
me acompañarás solo a ratos.

Él es infinito,
ha estado conmigo desde siempre…
hasta la eternidad.

Cariño mío…
nunca te he tenido,
y ya te di por perdido.

¡amándote tanto!

“Amar es perder, pero perder también es amar.”


viernes, 7 de marzo de 2025

RAÍCES DE UN AMOR CALLADO

Raíces de un amor callado

“Un secreto guardado bajo la sombra de un flamboyán.”

Ana Margarita Pérez Martin

El parque no era paisaje, era antesala. Yo avanzaba como quien cumple una cita secreta. El aire húmedo se me pegaba a la piel; las aves alzaban vuelo a mi paso, y todo en el entorno parecía abrirse para dejarme llegar hasta él.

El Flamboyán me esperaba. Orgulloso, erguido, cubierto aún de flores desafiantes. Nadie más lo miraba como yo; nadie lo reclamaba. Pero yo lo hacía mío en silencio.

Me tendía bajo su sombra, entregada, con el sudor resbalando lento por mi piel. El roce de la brisa —como amante invisible— me secaba con la paciencia de quien sabe que la espera es parte del juego. Cerraba los ojos, hundía mi cabeza entre los brazos, descansaba mis piernas en su tronco dócil, y me dejaba poseer por la calma.

Entonces lo incitaba, traviesa, con una orden que nacía, entre risa y deseo, al ritmo de mis pies:

—¡Baila!

Y bailaba.

Las mariposas estallaban en vuelo desde sus flores, como si la naturaleza misma me obedeciera. Una explosión breve, multicolor, que me erizaba la piel. Era solo para mí; nadie más lo contemplaba. Ese secreto me pertenecía, como me pertenecía él en mis pensamientos.

Un suspiro profundo me atravesaba. No necesitaba tocarlo para sentirlo. Me bastaba recordar sus letras, perfectas, para dejarme herida de admiración. Y, sobre todo, me bastaba su voz. Esa voz que no decía palabras: me recorría como un roce bajo la piel, como una vibración que me estremecía por dentro.

Huía de él siempre que podía, porque temía que descubriera lo evidente: mi corazón desbocado, latiendo como si su sola presencia pudiera desnudarme.

Así lo vivía: deseándolo en silencio. Saboreándolo de lejos. Bebiendo cada mirada, cada gesto suyo, como si fueran gotas de un elíxir mágico que me mataba y resucitaba a un mismo tiempo.

Con solo verlo respirar, yo me elevaba. Con solo sentirlo cerca, yo descendía.

Me descubrí dueña del universo, amándolo en silencio;
como una flor abierta a la luz,
con las raíces firmes de un amor callado.

“Él nunca lo supo y, sin embargo, todo en mí hablaba de él.”


sábado, 1 de marzo de 2025

NADA NUEVO SOBRE EL AMOR

 

Nada nuevo sobre el amor

Ana Margarita Pérez Martín
“Un texto para quienes han amado sin poder nombrarlo.”

Hace tiempo que te pienso.
Has ocupado mis horas y mis silencios. Me has robado el presente.

Cuando apareces, todo se suspende: creas un tiempo que no figura en los relojes, una mezcla de un ayer que aún respira y de un mañana que apenas se sueña.
Un tiempo fuera del tiempo. Inexistente. Intangible. Irreal.

No me hablas, pero te escucho.
No me tocas, y aun así te siento.
Todo de ti me estremece… solo con pensarte.

Me siento ante el ordenador y dejo reposar los dedos sobre el teclado.
De fondo suena una canción que murmura “... hoy tengo ganas de ti…” —dice una voz que no es mía y, sin embargo, siento que me la arranca del pecho.

Mis manos permanecen quietas, como si el teclado temiera repetir lo que el mundo ya sabe: que el amor duele, que el amor salva, que el amor se disfraza de eternidad para morir cada noche.
Y aun, con ese temor, sigue esperando el roce de mis manos, como mi piel espera el de las tuyas.

Las palabras que quería escribir ya flotaban en el aire, como pájaros cansados que necesitan posarse en el papel y escribir las notas que toca un piano enamorado.

¿Pretendía, acaso, escribir sobre el amor?
Todo está dicho.
Cada palabra que intente escribir tiene siglos de eco.
Nada nuevo que decir.

Quisiera que las emociones que me desbordan se transformaran en trazos sobre el papel, como un código secreto que solo yo conozca, que solo yo puedo descifrar. Pero no sucede.
¡Qué pretensión la mía!

Cierro los ojos, sonrío.
Esa sonrisa que solo aparece cuando imagino tu boca cerca de la mía, tus palabras que me acarician y tu voz arrullándome.

Se fue la inspiración, llegó la lucidez.
Y comprendí: ese es el misterio del amor.
Antiguo como el tiempo, pero nuevo cada vez que vibra en alguien, cada vez que roza una piel.

¿Qué más podría decir del amor?
O debo reformular la pregunta, no para expresar algo que el mundo no ignore, sino para que se escuche desde mi propia voz, entre la multitud de voces de un coro eterno.

¿Alguna vez te sorprendió la lluvia —en un día soleado— mientras estabas dentro del mar?
¡Pues eso!
Así siento yo el amor: algo que no buscas, que no esperas. Llega de sorpresa, convirtiendo lo ordinario en algo extraordinario. En algo exclusivo.

Las gotas dulces caen sobre el agua salada. Estallan al tocarla. Se funden al penetrarla.
Agua con agua.
Contraste de temperatura.
Fuerza con resistencia.
Fusión.

¿Qué sientes entonces?
Tal vez miedo.
El impulso de huir.
Pero te quedas un instante más —te dices—, y te anclas en él anhelando que se haga eterno.

Flotas, temiendo hundirte, y al mismo tiempo deseando sumergirte.
La orilla está ahí, segura, cercana, pero algo dentro de ti se deja arrastrar por la corriente.
Te dejas llevar, atraído por una energía que no se nombra, pero se siente.
Una aventura en busca de un tesoro, ¿tal vez?

Y entiendes que no hay salvación posible: el amor también es eso.
Una entrega temerosa y luminosa, una corriente que te arrastra y te sostiene, que te impulsa y te contiene.

Es indescriptible: esa mezcla de temor y entrega, de exaltación y calma…
Eso puede que sea el amor.
Una energía que cambia de rostro, un campo cuántico donde todos los latidos se reconocen, donde ninguna historia es nueva, pero todas son únicas cuando alguien se atreve a sentirla.

Quizás el amor no se define.

No se explica ni se escribe.
Se respira. Se intuye. Se calla.
Solo se vive, como la lluvia cayendo sobre el mar.

Y mientras la canción repite su estribillo —tengo ganas de ti, tengo ganas de ti— descubro que también el amor tiene ganas de mí.

“El amor: la misma historia contada con otra voz, en otro tono, sentido en otra piel.”