viernes, 28 de febrero de 2025

PÁGINAS ARRUGADAS

 


PÁGINAS ARRUGADAS

“Ella, el vino, y un tiempo que se detiene entre sus dedos.”

Ana Margarita Pérez Martin

Una semana larga, de días lentos y densos. Bulliciosa, enredada, ajetreada. No había cansancio físico, solo agotamiento mental. Una imperiosa necesidad de dejar atrás todo aquello que le impedía ser ella misma, conectarse consigo.

Movida por ese impulso tomó la decisión de alejarse unos días. Lo necesitaba, lo quería, debía hacerlo sin más dilación, o el monstruo del mal talante se apoderaría de ella, “cortando rabos y orejas” a quien se le atravesara, sin distingo alguno.

Mala experiencia ésa. Vergüenza, culpa y remordimientos la atormentaban. Ya había sucedido antes. Así no era ella. Era mejor una retirada a tiempo que desgastarse después, ofreciendo disculpas y explicaciones que no deseaba dar. A nadie.

Decidida estaba. Era terca, al tomar una decisión no había vuelta atrás. Emprendía acciones sin miramientos, como las bestias de carga al coger el camino de regreso: sin necesidad de guía, apresuradas y, a veces, desbocadas. Pero este no era el caso.

Sabía a dónde dirigirse. Y lo hacía a toda marcha. Iría allá, a aquel lugar que, sin pertenecerle, era suyo. Uno que no era de este mundo, donde el tiempo era uno solo: sin pasado, sin presente, sin futuro. Un sitio que encerraba la vida en una cápsula sanadora que trascendía todo tiempo y se desmarcaba de cualquier lugar específico o conocido sobre la faz de la tierra.

En su equipaje solo llevaba algo de ropa, botellas de buen vino y la novela que había empezado, pero que nunca había logrado terminar de leer… ¡la de las páginas arrugadas!

Apenas inició el camino hacia su destino, comenzó a experimentar el viaje extrasensorial. Le encantaba ese proceso en que la carne se aligeraba, se expandía hasta casi pulverizarse. Se sentía etérea, intangible. Dejaba atrás, suspendido en el aire, todo lo que la agobiaba. Delegó al viento la tarea de disolverlo. Solo su esencia se transportaba. Solo ella, en su forma más honesta, auténtica.

De pie, inmóvil, observaba la rústica y simple estructura de piedra, madera y vidrio de aquella cabaña. A cualquiera le parecería un lugar ordinario, sin encanto alguno. Pero tenía esa belleza callada de lo edificado con amor. Ella sabía que era más que eso: era su lugar secreto. Un portal que la transportaba a un tiempo concreto, abriéndose solamente con la memoria de ella. Lugar donde ordenaba sus neuronas y recargaba la energía que necesitaba su alma.

Afuera, el viento de octubre hacía danzar los pinos silvestres. Las hojas rojizas de los robles se desprendían como suspiros cansados. Las encinas dispersas se mecían bajo la lluvia, y el aroma de jaras húmedas y madroños maduros trepaba por el aire, mezclándose con el humo lento de la chimenea. Inspiró profundamente. Sabía dónde se metía, a qué iba.

Dentro, el hogar estaba encendido, calentando el recinto. Caía una suave lluvia, escasa, perezosa. Golpeaba el tejado con delicadeza, generando una sinfonía que solo podía ser interpretada por músicos bien orquestados. Las gotas de agua salpicaban las ventanas, locas, desenfrenadas, aferrándose a ellas, contra los cristales aplastadas, como caritas de niños intentando curiosear aquello que les estaba prohibido. Ella ya sonreía.

Abrió su valija y sacó con ambas manos aquel libro, colocándolo contra su pecho. La picardía delineaba sus labios. Se dijo en voz alta:

—Ahora, ¿podré leerte… o habrá alguien que me lo impida?

Lo colocó sobre la cama. Fue por una botella de vino y la destapó. Nada de copas, era para ella. Nada de delicadezas, ni normas. Era su momento. Solo suyo, reinaría su caos. Se la llevó al baño, tomándola a sorbos groseros. Se embriagaría. Daría permiso a su mente para desinhibirse, crear la realidad que buscaba: traer aquel instante a este momento. El pasado al presente. Cada prenda iba despacio al suelo… como cada trago a su boca.

El agua corría por su cuerpo. Resbalaba por todo él, salvo por sus pechos. Al llegar a sus pezones… dos caídas de agua formaban. Eso le causaba gracia, se reía. Con ello jugaba. Saciada por la tranquilidad que la embargaba, salió de la ducha. Se miraba al espejo mientras cepillaba sus dientes. Lo hizo de nuevo: sonrió. Se miró con condescendencia. Echó un beso al aire y exclamó:

—¡Eres dueña de ti… haz lo que te dé la gana!

Relajada y entusiasmada salió del baño, con la botella de vino en la mano. Se detuvo, volteó a mirar atrás. Vio cómo dejaba huellas de agua al caminar. Sonrió, sí, nuevamente. No dejaba de hacerlo. El camino entre el presente y el pasado lo estaba transitando, imperceptiblemente, sin dolor.

Bajó el edredón; dejó al descubierto las limpias sábanas blancas. Se acomodó en ellas. Dejó la botella sobre la mesilla. Liberó sus manos para tomar lo que más deseaba: el libro de páginas arrugadas. Aquel que quería leer, pero sabía que nunca lo haría, porque esas páginas marcaban el fin de la lectura y abrían el espacio para revivir el momento eterno al cual se había aferrado.

Cerró los ojos. Apagó su mente, dejando encendida solo la luz de la imaginación retrógrada.

La habitación estaba en penumbras. Y desde su rincón, él la observaba echada en la cama, leyendo su novela bajo la tenue luz de la lámpara. Esa noche estaba plácida, concentrada en su lectura. Su cabellera negra y ondulada se desparramaba sobre la almohada. Tenía parte del torso al descubierto. Las pecas en los hombros y sus pezones rosados, sobre su nívea piel, parecían ópalos y corales esparcidos en blanca arena de playa. Húmeda.

La deseaba. Desde donde estaba podía percibir el olor de su cuerpo, ese olor tan suyo que le inquietaba. Se levantó. Salió de su penumbra con el deseo dibujado en su masculino rostro. Su virilidad era manifiesta, como arma que el soldado lleva a la guerra, aspirando salir victorioso.

Se acostó detrás de ella, cercándola por la espalda. Al sentirlo, ella giró el rostro hacia él con una sonrisa indescriptible:

—¿Ya vas a dormir? —preguntó, solo por preguntar. No era ingenua, conocía sus intenciones.

—No lo creo… —respondió él en voz muy baja. No como un susurro, sino con la firmeza de una advertencia que no debía ser soslayada.

—Quisiera terminar de leer este capítulo, ¿me dejas?

—¡Claro!, tú sigue leyendo…

Fue en ese instante cuando él le devolvió la misma sonrisa que ella le regaló, al tiempo que se quedó mirando su boca, sus ojos… con absoluta vehemencia.

Ella intentó retomar la lectura, no lo logró. Con el dorso de sus dedos él acariciaba sus muslos, ascendiendo hasta sus caderas.

—Quédate quieto… ¡así no puedo leer! —No fue una orden, fue una débil súplica, casi una declaración de rendición.

—¿Acaso estoy tapando tus ojos? —dijo él, con el sarcasmo de quien se sabe ganador.

No le hizo caso. Siguió jugando con sus dedos sobre ella. Le gustaba. No había quejas. Su respiración se agitaba. Ya no leía. Sus ojos estaban abiertos, pero con la mirada clavada en los de él como queriéndole hablar. Mudas palabras que lo decían todo. El libro seguía abierto, no lo soltaba.

Él continuó acariciando cada rincón de su cuerpo hasta mojar sus manos de miel. Comenzó a besarla, lentamente… hasta beberla, y extasiarla. Fue justo en ese momento cuando a ella se le crisparon los dedos sobre el libro, arrugando sus páginas. Lo soltó. Rodó por el piso… al igual que ella por la cama.

Había, nuevamente, conjugado los tiempos. Revivido ese imborrable momento, causa de un libro con páginas arrugadas y de una lectura inconclusa. Mordía sus labios y apretaba sus muslos entre sí. Cerró el libro. No lo leería esa noche. Nunca lo terminaría de leer. Siempre se quedaría aferrada a las páginas arrugadas como si fueran el marcador de reinicio, no de la lectura, sino del momento… ¡ese momento!

Llevó la botella de vino a su boca. Se estaba embriagando.
No por el vino, sino de placer.

“Cuando los sentidos toman la pluma, el placer escribe en páginas arrugadas.”


sábado, 22 de febrero de 2025

EL AMANTE DE PAPEL


Un dibujo de una persona

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EL AMANTE DE PAPEL
Ana Margarita Pérez Martin

“Un libro en mis manos, un amante en mis noches.”

Ha llegado la noche, sola,
dejándome libre para embeberte,
para que me hagas fiel compañía,
para que entibies mi cama hasta que el gallo cante,
anunciando el nuevo día.

La tenue luz de la lámpara me permite verte,
deleitarme en ti. Te busco en la penumbra.
El brillo de las letras, como brasas diminutas,
me guía hacia ti. Te tomo.

Mis manos hambrientas recorren tu lomo y, al abrirte,
crujes calladamente, como un gemido contenido,
como murmullo secreto del papel que solo escucha
quien se abandona a la lectura.

El roce áspero y sedoso de tus páginas contra mis dedos
me invita a acariciarte, a poseerte sin pudor, con íntima confianza.

Llevo mi rostro hacia ti. Quiero olerte.
Envolverme en tu aliento de hojas secas,
aroma de polvo y humedad que me recuerda
a jardines florecidos en penumbra, dulcemente marchitos.

Te descifro, te interpreto.
Disfruto de tus letras, de la dulzura de una palabra justa,
como un beso sorpresivo en la boca.

Te vivo con suma intensidad,
¡como si tú fueses yo!

A veces te acurruco en mi pecho tibio,
cierro los ojos y te sueño:
sombras danzantes entre párrafo y párrafo,
como pliegues en un cuerpo desnudo.

Libro que te abrazo y no suelto
hasta acabar contigo.
Libro que arrancas mis negras noches
y las forjas en letras vivas, como piel tatuada en símbolos;
esas que me consumen la vida,
como tizones encendidos de fantasías,
con finales que dejan un regusto suave de amargor,
como un café frío, sin azúcar.

Libro que te cierro hoy,
con la esperanza de abrirte mañana
y la certeza de volver a sentir
el mismo placer que me diste esta noche:
libro que me posees tanto como yo a ti.

“Entre letras, encuentro placer.”


viernes, 21 de febrero de 2025

ESOS OJOS...



ESOS OJOS…

Ana Margarita Pérez Martin

Mírate. Tus ojos no reflejan lo que ves: revelan lo que eres.”

Siempre eliges el silencio. Guardas distancia, como si temieras que las palabras, una vez liberadas, no pudieran volver atrás. Aprietas la mandíbula, cierras la boca. No sé si no quieres hablar o si, simplemente, no puedes. Tal vez temes que, al hacerlo, la verdad te desborde y no haya retorno posible.

No eres un misterio, aunque lo aparentes. Eres más bien un pensamiento inconcluso, una emoción suspendida entre lo que callas y lo que anhelas decir. Pero tus ojos… tus ojos son la grieta por donde se cuela tu alma.

Ellos hablan. Cuentan historias sin pronunciar sonido. No lo hacen por lo que han visto, sino por lo que te han hecho sentir y por lo que han hecho sentir en otra piel. En su fondo habita el vaivén de la vida: la alegría y la herida, el desvelo y la calma. En ellos cabe la existencia entera.

El tiempo transcurre, intenta opacar su mirada… pero la pasión los mantiene encendidos. Son faroles que resisten la penumbra, testigos silenciosos del deseo y la memoria. Tus ojos no solo miran: murmuran, estremecen, laten. En su brillo se mezclan los sueños y las huellas del pasado, como si cada destello contuviera una historia diminuta, un secreto que no sabe callar.

Cada parpadeo es una letra. Ellas se juntan, murmuran. Te delatan. Cada mirada es un susurro al tiempo, un desafío a la espera y a la distancia. Tus ojos registran lo que no puede decirse: la emoción, la pérdida, la esperanza. En ellos se desnuda tu “yo” más profundo, ese que rara vez dejas ver.

Y cuando los miro —tus ojos, que de algún modo también son míos—, siento que todo vuelve a comenzar. Que cada amanecer nace ahí, en ese reflejo donde la vida se reinventa una y otra vez.

Porque en tus ojos habita todo lo vivido y lo soñado.
Son la puerta que se abre a cada historia que escribo… y a las que aún esperan ser contadas.
Y al mirarlos, descubro que no me reflejan: me revelan.
Son espejos infinitos donde mi alma se reconoce en la tuya,
y en ese reconocimiento dejo de ser una sola.
Tú eres mi espejo, y yo —al mirarte— soy el reflejo que aprende a existir.

“Hay verdades que solo los ojos saben contar.”


viernes, 14 de febrero de 2025

CONTEMPLO


Un dibujo de una persona

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CONTEMPLO
Ana Margarita Pérez Martin

“Cada verso, un roce; cada línea, un suspiro.”

Contemplo tu cuerpo desnudo
sobre sábanas arrugadas.
Tu piel aceitunada.
Sudada, como tierra mojada,
y huele a ella.

Esos ojos negros,
como noche sobre luna llena,
que me miran extasiados,
pidiendo tregua.

Me sonrío.
Me río de ello.
No te hago caso.

Beso tus labios
rojos como el vino,
de tanto amar.
Me apetece beber de ellos
mientras mis dedos
juegan en ti
como hojas llevadas por el viento.

Susurras en mis oídos,
alborotando mis cabellos.
Respiras,
jadeas en mi cuello
como la brisa de la mañana,
suave e inquieta al mismo tiempo.

Erizas mi piel.
Me hablas,
no te escucho.

Te abrazo con fuerza,
abrochándote contra mi pecho.
No te digo nada.
No te suelto.

Solo sonrío,
no dejo de hacerlo.
Creo que estoy embriagada de ti.

 “Tu piel es mi refugio y tu abrazo, mi destino”


viernes, 7 de febrero de 2025

ME ENGAÑARON


Imagen que contiene texto, libro, hombre, persona

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ME ENGAÑARON

“No hay monstruos en la oscuridad, solo sombras dentro de la conciencia.”

Ana Margarita Pérez Martin

Temía a la oscuridad.
Temía al bajo de la cama, a los senderos solitarios, a las personas raras y de fea presencia.
Temía saliera la bestia roja, con aroma de azufre, dientes afilados, cuernos y cola.

¡Me engañaron!
No me enseñaron que el diablo está dentro de la cabeza, a toda hora, en cualquier lugar, y que luce como un ángel dulcemente perfumado, hablándote de amor, caricias y entrega.
No me enseñaron que es un ladrón que te roba el sueño, la tranquilidad, la cordura… ¡la conciencia!

Me engañaron al hacerme creer que debía cuidarme del mal que rondaba fuera, cuando estaba en mi mente, carcomiéndome la dignidad, el amor propio, la decencia.

No me enseñaron a prepararme para la guerra entre el bien y el mal.
Aprendí a lidiar mis batallas con las únicas armas que me dio el tiempo: derrotas, coraje, lágrimas y fortaleza.

¡Me engañaron!

Una sola cosa fue cierta: el infierno arde en llamas…
¡Nos quemamos en la hoguera!

“El diablo no tiene cuernos: lleva perfume y sonrisa.”


sábado, 1 de febrero de 2025

EXTRAÑO

 Texto, Carta

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EXTRAÑO

Ana Margarita Pérez Martin

“La nostalgia tiene olor, tacto y sabor… y se llama ‘tú’.”

Aparecías de repente.
Tus miradas, tus sonrisas... me estremecías.
Mi corazón golpeaba el pecho como loco,
mi respiración se agitaba. Lo sabías. Te sonreías.

¡Extraño verte! ¡Extraño todo eso!

Te veía... no te miraba,
temiendo que mi silencio gritara
las palabras atragantadas.
No quería delatarme,
¡como si eso fuese posible!
Lo sabías. Te sonreías...

Extraño las conversaciones que nunca tuvimos,
las llamadas que nunca hicimos,
los mensajes que jamás escribimos.
¡Extraño todo eso que nunca nos dijimos!

Extraño el olor de tu piel,
y su roce con la mía.
Extraño tu barbilla
clavada en mi garganta al besarme,
al morderme, al encajar.
¡Extraño todo eso que no llegamos a sentir!

Extraño esa extraña historia de nosotros,
mientras nos pensábamos.
¡Dolía!

¿Sabes qué más extraño?
Esa época de mi vida en que, sin conocerte,
soñaba con una historia de amor
sin tantos "extraño".

“A veces se extraña más lo que nunca se tuvo que lo que se perdió.”