“No celebramos la conquista, sí sus consecuencias.”
No
fue un descubrimiento. Fue un estruendo.
Un cruce violento de mares, de lenguas que no se entendían, de cuerpos que no
se pidieron permiso. La historia no llegó caminando: llegó a golpes, con
hierro, con fiebre, con rezos y pólvora. Y la tierra —esta tierra— cambió para
siempre su respiración.
La
conquista de América fue una herida abierta. Hubo ciudades saqueadas hasta
quedar mudas, pueblos reducidos al polvo del olvido, cuerpos marcados por la
esclavitud, nombres arrancados de raíz. La dignidad humana fue pisoteada sin
pudor: indígenas sometidos, africanos encadenados, vidas convertidas en
mercancía. Negar esa violencia sería traicionar la memoria.
Pero
la historia no retrocede. No pide disculpas ni concede revancha. Simplemente
sigue, dejando sedimentos. Y en ese sedimento —oscuro, espeso, contradictorio—
comenzó a formarse algo nuevo.
Ninguna
civilización se ha construido sin sangre en las manos. El mundo entero es un
mapa de conquistas, desplazamientos y dominios. Eso no absuelve el horror, pero
nos obliga a mirar la historia sin ingenuidad, sin el consuelo fácil de los
relatos puros.
Tras
el estruendo vino la mezcla.
Cambió el olor de las cocinas, el color de los campos, el ritmo de los cuerpos.
El maíz cruzó océanos, los caballos aprendieron otras tierras, los frutos se
volvieron extranjeros y cotidianos al mismo tiempo. Las mesas se transformaron;
también las palabras. La lengua se impuso, sí, pero al hacerlo se contaminó de
otros sonidos, de otras respiraciones.
Nada
quedó intacto.
Los
cuerpos tampoco.
De encuentros forzados, desiguales, muchas veces crueles, nació el mestizaje.
No como una postal armónica, sino como una realidad humana compleja, atravesada
por dolor y por supervivencia. Con el paso del tiempo, esas mezclas se
volvieron linaje, cultura, identidad. Sangres distintas aprendiendo a convivir
en un mismo pulso.
No
se borraron las costumbres: se superpusieron.
Los dioses cambiaron de nombre, las fiestas de forma, los cantos de cadencia.
El folklore no murió; se volvió híbrido. Se mezcló el tambor con la guitarra,
el mito con el evangelio, la oralidad con la escritura. Y de esa fricción
surgió una riqueza cultural imposible de reducir a un solo origen.
La
lengua común nos permitió hablarnos, pero no nos volvió iguales. Al contrario:
nos dio un espacio compartido para decir la diferencia. En esa lengua
escribimos dolores, celebraciones, novelas, poemas; en ella pintamos, cantamos,
investigamos, competimos, creamos. Desde este barro mestizo hemos aportado al
mundo belleza, pensamiento, ciencia, arte y resistencia.
No
celebramos la violencia.
No romantizamos la conquista.
Reconocemos, simplemente, que somos el resultado de ese proceso irreversible.
Nuestra
identidad no nació del acuerdo, sino del choque.
No del respeto, sino de la imposición.
Y aun así —o tal vez por eso mismo— aprendió a decirse, a cantarse, a pensarse.
Hoy,
cuando miramos hacia atrás, no lo hacemos para justificar ni para flagelarnos
eternamente. Lo hacemos para comprender. Porque solo desde una memoria adulta,
crítica y sensible podemos entender que nuestra mayor riqueza no está en la
pureza de origen, sino en la diversidad que nos habita.
Somos
hijos de una herida que aprendió a hablar.
Y seguimos escribiendo, con cada gesto, con cada palabra, la historia de esa
voz.
“No
venimos de un origen limpio ni de un acuerdo justo. Venimos del choque, de la
fractura y del cruce forzado de mundos. Y, sin embargo, de ese quiebre nació
una identidad diversa, creativa y profundamente humana que aún seguimos
construyendo.”
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