sábado, 6 de noviembre de 2010

LA CENA


—Un relato donde el amor cotidiano se vuelve memoria eterna—


Reflexión inicial

El hogar es, para muchos, el primer territorio donde aprendemos el significado del amor. Allí descubrimos que el respeto, la entrega y la devoción no son actos grandiosos, sino gestos pequeños repetidos día tras día. El calor de una palabra, la atención a un detalle, la constancia de un cariño que sostiene: todo eso construye un refugio donde uno desea estar, un lugar seguro, un lugar amado. Y cuando ese amor se vive con naturalidad, hasta las escenas más simples —o más disparatadas— se convierten en parte de la historia que nos define.


La Cena

Todos cargamos historias que merecen ser contadas; ninguna vida pasa sin dejar huellas. La de mi madre, por supuesto, no es la excepción. Ella amó a mi padre con una devoción tan intensa que el aire de la casa parecía siempre tibio, como si en cada rincón hubiera un suspiro suyo convertido en calor. Para ella, el hogar era un altar, y cada olla hirviendo, cada mesa servida y cada sábana recién doblada, era un acto de amor. Vivía pendiente de que todo brillara, de que nada fallara… porque él lo merecía. Y él, encantado, le correspondía con la misma ternura.

Cuando mi padre murió, la casa perdió sonido: el eco de sus pasos, el murmullo de su risa, el crujido de los muebles cuando él se sentaba. Mi madre quedó flotando en un silencio extraño, como si el mundo se hubiera apagado de golpe. Aun así, mantuvo intacta su visión romántica, antigua y deliciosamente testaruda: para ella, el hombre es un ser esencial, encantador y digno de cuidados de reina. O de rey, mejor dicho.

Al faltar el suyo, volcó esa energía en mi hermano menor, que para ese entonces vivía con ella. Pero él… él es un personaje aparte. No se parece a nadie que yo haya conocido. Es lento y apacible, como si estuviera hecho de domingo. Camina arrastrando los pies, produciendo un shhh… shhh… suave sobre el piso, con los hombros ligeramente caídos —como si temiera molestar al aire— y la mirada siempre un poquito lejos, más allá del lugar y tiempo presentes. Si le preguntas algo, primero deja que la pregunta caiga dentro de su cabeza, donde parece deslizarse lentamente como una hoja seca sobre agua quieta. Cuando por fin responde, ya uno ha olvidado que le había preguntado.

Eso sí: tiene una paz interior que parece colgarle del cuello como un escapulario invisible. Nada lo altera, nada lo apura, nada le quita el sueño. Para él, todo tiene su tiempo… y si no lo tiene, pues simplemente no era para pensarlo tanto. De una nobleza y bondad que recuerdan a un monje zen con camisa a cuadros.

Mi madre, en cambio, a sus 83 años sigue siendo pura vida. Coqueta, despierta, moderna al punto de dejarnos congelados. Si no fuera por esa rodilla que le da punzadas como agujetas rebeldes, estaría por encima de todos nosotros en energía y ¡tres pueblos por delante!

Un viernes fui a visitarla. La casa olía a café recién hecho —nuestro aroma favorito, el que mantiene despierto al corazón— y la brisa fresca entraba por la ventana de la sala, moviendo levemente las cortinas. Nos sentamos a ver su novela brasileña en la televisión. El sonido era alto, porque su oído izquierdo anda como televisor viejo: o suena demasiado o no suena nada.

Ella estaba hipnotizada por la pantalla. Los colores saturados de la novela iluminaban su rostro, y el dramatismo musical llenaba la sala como si fuese un teatro improvisado. Era uno de esos capítulos cruciales, donde la historia se retuerce y uno siente el cosquilleo de lo inevitable.

A las nueve y tanto de la noche, cuando todo estaba al borde del clímax, se escuchó el chirrido de la reja del portal; luego, la puerta principal. Mi hermano entró. La puerta emitió ese clic seco que anuncia la llegada de alguien que no tiene prisa ni para entrar. Lo saludé, hablamos un poco, y mi madre, sin apartar la mirada del televisor, subió el volumen con un pip-pip-pip desesperado, intentando escapar del sonido de nuestras voces para no perder el hilo de su telenovela.

Entonces, sin dejar de mirar la pantalla, preguntó:

—¿Cenaste?

—¡Un coño! —respondió él, ya cansado del día.

Ella asintió, convencida:

—Ah, un pollo…

—No, nada… —intentaba corregir él.

—Ah, con ensalada —remató ella, segurísima.

Mi hermano me lanzó esa mirada suya, tranquila pero confundida, como quien oye su nombre en un idioma que no conoce. Era una mezcla de sorpresa pacífica y desconcierto; una expresión muda que decía claramente: ¿De dónde salió el pollo? ¿Quién sirvió la ensalada?

Antes de que él pudiera desenredar el malentendido, mi madre apagó el televisor con un clic tajante —justo cuando la protagonista lloraba bajo la lluvia—. Se levantó del sillón; su caminar cojeante marcaba un ritmo marcado y digno. Y entonces ocurrió esa imagen que todavía guardo con cariño: mi madre, erguida como siempre había sido, avanzó con paso firme, y la bata ligera que llevaba sobre el pijama se elevó levemente detrás de ella, flotando con un movimiento majestuoso, como si fuera el manto solemne de una reina española cruzando un salón real. Una mezcla perfecta de orgullo, tradición y carácter.

Al pasar junto a mi hermano, lo rodeó con sus brazos pequeños pero firmes y, antes de soltarlo, le descargó su reprimenda:

—¡Qué vaina contigo! Eres un desconsiderado con tu vieja madre. Debiste llamar para decirme que estabas cenando. Yo aquí preocupada… ¡y tú dándote tremenda cena!

—Madre, deja que te explique…

—¡Nada de excusas! Mal hijo… desconsiderado. Que descansen. Hasta mañana.

Y siguió su camino, con su bata ondeando detrás de ella como una bandera familiar —completamente tranquila porque el hombre de la casa ya había cenado—.

Mi hermano y yo nos quedamos en silencio, mirando el pasillo por donde desapareció. A lo lejos, alcanzamos a oír el rechinar delicado de su puerta al cerrarse. Y por unos segundos, no supimos si reír, suspirar, o aceptar —una vez más— que así es vivir con ella: un espectáculo encantador, mitad drama, mitad comedia… ¡totalmente inolvidable!


Reflexión final

Los malentendidos son huéspedes frecuentes en la vida familiar: llegan sin aviso, levantan revuelo, arrancan risas o regaños, y después se disipan. Pero con el tiempo —cuando los días se vuelven memoria— esos enredos cotidianos adquieren un brillo especial. Se transforman en historias que repetimos con cariño, en anécdotas que nos unen, en recuerdos que sacan sonrisas incluso cuando el protagonista ya no está. Porque, al final, la vida familiar está hecha de eso: momentos imperfectos que se vuelven, para siempre, entrañables





martes, 31 de agosto de 2010

El silencio que grita


“No hay victoria en la partida, ni consuelo en la permanencia.”

Ana Margarita Pérez Martin

Introducción

A veces creo que el silencio tiene un lenguaje propio, uno que solo se aprende cuando el dolor se hace demasiado grande para pronunciarlo. Yo lo escucho en cada esquina vacía, en los rostros que evitan mirarse, en el eco de las voces que ya no pueden hablar. Es un silencio que grita, que ruge desde las entrañas de un país que sangra por dentro.
He visto partir a los míos, y he sentido la ausencia como un golpe seco, como una cuerda que se tensa hasta romperse. No sé si es peor irse o quedarse; ambos caminos duelen igual. En medio del ruido del mundo, intento rescatar ese silencio —mi propio grito ahogado— para que no se pierda entre los escombros de la costumbre y el olvido.

Tanta bulla, tanta palabrería sin virtud, se impone sobre el silencio que grita:

las voces de los amordazados,
el pedido de auxilio de los secuestrados,
el sonido metálico de las cadenas que se arrastran en cada paso,
el gemido de los torturados al crujir sus huesos, al ser desollados;
el llanto de los testigos de la infamia,
las protestas de un pueblo enardecido.

Familias desmembradas por el simple acto de pensar distinto,
por atreverse a soñar,
por no callar.
Querencias aniquiladas, arrancadas de raíz,
robadas u olvidadas en el infame marchar de los días sin justicia.
Un país saqueado, una quiebra moral que no aparece en los balances,
sino en las miradas vacías,
en las casas desiertas,
en las calles que aprendieron a olvidar nombres…
escritos con la sangre de valientes justos e inocentes.

Tanta bulla ha sofocado:
el rugido de los potentes motores que desgarran el aire,
alzando las naves hacia un infinito celeste que nunca responde,
que se oculta tras el incomprensible “libre albedrío”.

Y entonces, la pregunta queda flotando en el aire:
un “me quedo” o un “me voy”, ¿qué diferencia hace?
Porque ya nunca será lo mismo,
no será la misma forma de amar,
ni de reunirnos bajo un mismo techo,
cuando la mesa está incompleta
y cada abrazo lleva la sombra de quien falta.

Tristeza sienten los que se quedan,
y también los que parten con los bolsillos cargados de ausencias.
Se marchan dejando una estela de vacío,
y en los que permanecen queda la herida abierta del despojo.

No hay victoria en la partida,
ni consuelo en la permanencia:
solo fragmentos dispersos de un mismo corazón,
golpeando contra un destino
que no sabe devolver lo perdido.

Epílogo

Aún escucho el silencio. Ya no como un lamento, sino como un testigo. Él me recuerda lo que fuimos, lo que seguimos siendo pese a todo. Me habla de los que partieron con la esperanza doblada en la maleta y de los que se quedaron, sosteniendo la ruina con las manos desnudas.
He aprendido que no hay distancia capaz de exiliar la memoria. Que mientras recuerde, mientras nombre, mientras duela, sigo perteneciendo. El silencio, aunque grite, es mi patria; una patria invisible, hecha de fragmentos, de amor y de duelo.
Camino con él dentro, sabiendo que no hay victoria en la partida ni consuelo en la permanencia… solo la certeza de que recordar es resistir, y que resistir —aunque duela— sigue siendo una forma de amor.

“La memoria es la única patria que no se exilia.”

viernes, 2 de julio de 2010

UNA VENTANA AL CIELO

"Para niños que miran al cielo con asombro… y para adultos que aún creen en la luz que guía.”

Había una vez, entre montañas verdes como esmeraldas mojadas y caminos que olían a mañanas nuevas, un valle misterioso.
Un valle que despertaba cubierto por una cobija de niebla tan suave, tan blanca y tan tranquila, que parecía hecha de algodón de azúcar recién salido de un sueño.

A ese lugar le llamaban El Valle de la Niebla.

Mucho tiempo atrás, algunas personas lo llamaban El Valle de los Muertos, pero eso era porque no entendían su secreto.
El valle no era de miedo… era de magia.
Era el sitio donde la Tierra y el Cielo se daban un abrazo cada amanecer.

La Cuenta-Cuentos

En una casita de la ciudad satélite vivía una mamá que era Cuenta-Cuentos por naturaleza. No necesitaba libros —aunque tenía montones y los amaba— porque en cuanto abría uno, ¡zas!, una historia nueva nacía desde su imaginación, como una mariposa que decide que un capullo ya no es suficiente.

Cada noche inventaba aventuras para sus hijos:
algunas olían a chocolate caliente,
otras sabían a viento fresco,
y muchas brillaban como si le hubieran robado un poquito de luz a las estrellas.

Esa mamá, que tenía manos tibias y ojos que parecían guardar historias, llevaba a su hija pequeña a la escuela todas las madrugadas, cuando el mundo aún bostezaba y los pájaros apenas acomodaban sus plumas.

Un viaje de niebla y luz

Aquel camino pasaba justo al lado del Valle de la Niebla.
Y siempre, siempre, la mamá se quedaba contemplando el horizonte como si viera algo invisible para los demás.

—Mami —preguntó un día la niña, con su vocecita adormilada—, ¿por qué miras tanto para allá… como si fueras una estatua distraída?

La mamá sonrió, porque sabía que esa pregunta llegaría.

—Hija —le dijo con voz suave como pan recién horneado—, ¿tú has visto alguna vez… una ventana al Cielo?

La niña abrió los ojos grandes como dos lunas.

—¿Cuál ventana, mami?

Su cabecita empezó a girar de un lado a otro, buscando marcos, puertas, cristales… cualquier cosa.

Entonces la mamá tomó su carita entre sus manos —sus mejillas llenas de ternura y calor de niña— y la dirigió hacia un punto brillante en el cielo.

Las nubes se habían abierto justo en el centro, como si una mano gigante las hubiera apartado con delicadeza.
Por esa abertura caía un rayo enorme de luz dorada, espeso, cálido, parecido a la miel que gotea lentamente de una cuchara.

La niña quedó con la boca abierta.

—¡Mami! —susurró—. ¿Eso es… la ventana al Cielo?

—Sí, hija —respondió su madre—. Por allí suben las almas… como globitos de luz, como luciérnagas que vuelan hacia su verdadero hogar.

El valle que respira

Abajo, el valle entero estaba cubierto por la niebla.
Pero no era una niebla cualquiera.

Era una niebla que parecía viva:
se movía como si respirara,
se estiraba como si despertara de un largo sueño
y brillaba suave bajo la luz del amanecer.

—Mami… —dijo la niña con un hilo de voz—. Los muertos… me asustan.

La mamá acarició su cabecita.

—¿Por qué te asustan, amor? Allí están los abuelos de tus abuelos, los héroes, los santos… y personas buenas que simplemente cerraron los ojos y ahora descansan. Todas esas historias que te cuento… vienen de ellos.

La niña frunció el ceño, preocupada.

—¿Y los malos? ¿Los que se portaron mal?

La mamá pensó. Las respuestas importantes siempre se piensan como si fueran un tesoro frágil.

—Hijita —dijo al fin—, las personas que hacen daño solo pueden hacerlo aquí, en la tierra. Pero cuando su alma vuela hacia el Cielo, Dios… las limpia, las abraza, les quita el polvo de las travesuras y de los errores. Las vuelve nuevas con Su Misericordia.

La niña inclinó la cabeza.

—¿La misericordia es como un jabón mágico?

La mamá soltó una risa casi silenciosa, como una campanita discreta.

—Algo así. Es como una lluvia cálida que cae sobre el alma. La deja suave, limpia… brillante. Dios quiere que todos regresen a Él, incluso los que se equivocaron muchas veces.

La niña abrió mucho los ojos.

—¡Entonces Dios es como tú, mami! ¿Es abogado?

Y el coche entero se llenó de la risa dulce de la mamá.

—Dios es más grande que eso, amor. Es como si fuera abogado, juez y también amigo. Todo lo que hacemos le importa mucho. Lo que nos alegra… lo alegra. Lo que nos duele… también lo lastima. Pero aun así… siempre nos perdona.

La niña respiró profundo, satisfecha, como si acabara de entender un secreto del Universo.

—Ahhh, qué bueno —dijo, y se acomodó en el asiento, envuelta en una paz que parecía manta calentita.

El consejo del valle

El auto siguió su camino y el valle quedó atrás, pero algo quedaba flotando en el aire:
una sensación de silencio hermoso, una promesa, una melodía que no se oía pero se sentía.

—Hija —dijo la mamá—, escucha lo que te enseñamos. Haz el bien, busca la luz, no seas necia… y la vida te mostrará los milagros que ahora no entiendes.

La niña asintió, guardando cada palabra como quien guarda una piedra preciosa en el bolsillo.

Años después

Pasó el tiempo, como pasan las estaciones: llenas de colores, de risas, de hojas que caen y vuelven a nacer.

Y cada vez que madre e hija pasaban junto al Valle de la Niebla, la conversación volvía… crecía… cambiaba.

Ahora que la niña era mayor, entendía mucho más:
la niebla ya no le daba miedo,
la ventana al cielo no era un misterio,
y el valle… el valle se había convertido en un lugar sagrado.

Porque para ellas dos, aquel valle no hablaba de muerte, sino de vida.
No hablaba de miedo… sino de fe.
No era un sitio triste… sino un recordatorio de que Dios siempre está cerca, aunque lo cubra una manta blanca de silencio.

Y cada vez que el rayo dorado descendía, madre e hija sonreían sin decir palabra.

Porque sabían que desde allí… desde esa ventana luminosa… Dios también les sonreía a ellas.


Epílogo: Una Reflexión para Corazones Pequeños

A veces, las cosas más importantes no se ven con los ojos, sino con el corazón.
El Valle de la Niebla nos enseña que el mundo está lleno de tesoros invisibles:
luces que parecen abrazos, nieblas que se mueven como suspiros, montañas que guardan secretos llenos de polvo.

Así como la niña del cuento aprendió a mirar sin miedo,
también nosotros podemos descubrir que la luz siempre encuentra un camino,
que incluso cuando algo parece oscuro o extraño,
puede esconder un mensaje de amor, de fe… o de esperanza.

Porque cada uno de nosotros lleva adentro una pequeña ventana al Cielo,
una que se abre cuando somos buenos, cuando preguntamos con sinceridad,
o cuando miramos el mundo con asombro.

Y si aprendemos a escuchar…
veremos que la niebla no es un muro,
sino una manta suave que Dios usa para recordarnos
que nunca estamos solos.

Dedicado: a mi amada hija, Andrea Carolina, quien me lo inspiró, y con la esperanza de que algún día lo lean mis nietas: Vanesa. Mía, Beatriz, y mis nietos Gabriel, Christian, Emanuel.

Nota: este cuento lo escribí el 02/07/2010